Cuento | Por LUIS GUSMÁN

Parecían pintados

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Luis Gusmán (Avellaneda, 1944) es autor de una amplia obra como narrador y ensayista a partir de la novela El frasquito. Este año publicó Avellaneda profana y recibió en la Biblioteca Nacional el Premio Rosa de Cobre en reconocimiento a su trayectoria.

Esa mañana de domingo en el muelle de El Regatas soplaba viento sur. Y solo se escuchaba su silbido.
Cuando vio venir al hombre caminando, Walensky vio su sombra que se reflejaba en el agua.
Era igual a su compadre Smith. Walensky recordó cuando con su amigo trabajaban juntos como dobles de riesgo, y todos se confundían entre sí. Mucho más en el set, porque cuando hablaban era difícil diferenciar las voces. Vestidos igual, resultaba casi imposible distinguir uno del otro. Además, los elegían casi de idéntica estatura y peso, y lo más parecido en el color de piel y de cabello. Parecían pintados.
Ese hombre que era como si emergiera de un decorado podía ser otro del oficio.
Walensky pensaba que ese día solo algunos de El Regatas lo recordarían.
El hombre se fue acercando. Walensky, como no queriendo romper lo que ya consideraba un hechizo, murmuró para sí: «No cabe duda, es el doble de riesgo de Smith».
Supo que no era un fantasma porque sus pasos hacían crujir hasta el temblor las maderas del muelle.
Dos hombres pueden ser iguales entre sí. El mismo color de cabello, la misma nariz, los labios dos espejos, los ojos del mismo color, los gestos parecidos. Pero lo que siempre es diferente es la mirada. Por eso, se la buscaba en la cara.
Si lo hubiese conocido en un casting hasta podría ser Smith resucitado, y resultaba creíble que fuese mentira que hubiese muerto en Tennessee y que ese americano llamado Kent hubiese traído en una caja sus cenizas hasta El Regatas. Podrían ser las de cualquiera que se dispersaron por el río oscuro sin ninguna gloria. Casi con trabajo, porque el agua corría lenta, pesada, incapaz de arrastrar cualquier cosa, agua sucia, porque ni siquiera podía con ella misma.
Y hasta es posible que Smith siguiese vivo allá en Tennessee en su casilla rodante.
Sin embargo, Walensky no dudaba de que lo había visto morir. Pero como Lázaro, Smith hasta podía resucitar entre los muertos. Y ahora, lo tenía frente a él. A unos pasos, al borde del río. En el corazón oscuro de El Regatas.
Nada menos que ese día.
El hombre solo dijo:
–Soy el hermano de Smith.
–Nunca me dijo que tenía un hermano –le respondió. Tratando de recordar si decía la verdad o estaba mintiendo.
–No se lo decía a nadie.
–Son muy parecidos.
–Sí. Mucha gente cree que somos mellizos.
–¿No lo son?
–Un año de diferencia.
–Esto tiene algo siniestro.
–¿Por qué?
–Es como si usted hubiese salido del fondo del río.
–Mire, conozco cada centímetro del Regatas.
–Nunca lo vi por acá.
–Mi hermano me dibujó el plano.
–¿Smith dibujaba?
–Sí, y muy bien.
–Nunca me lo dijo.
–Tantas cosas no le habrá dicho.
–Su hermano me lo contaba todo.
–Esto no se lo contó.
–Es cierto.
–¿Nunca le dijo qué era lo que más le molestaba de usted?
–No.
–Que siempre lo llamó por el apellido.
–Una costumbre… nos llamábamos así
–Estoy seguro de que ni siquiera sabía su nombre.
–Bueno, no recuerdo…
–Su memoria es débil.
–Creo que nunca me lo dijo.
–O se olvidó.
–En el camión frigorífico nos contábamos todo.
–Qué extraño. Hablar adentro de una cámara frigorífica. Intercambiarían pocas palabras. Las palabras y los labios se deben congelar.
–Y cuando entrenábamos…
–Creo que, de verdad, no lo sabe.
–¿Por qué lo dice?
–Mi hermano se avergonzaba del nombre.
–Tan así.
–Si a veces hasta se lo cambiaba. Quizás hasta usted lo conoció con otro nombre. Alguno de los que solía inventar. En cada pueblo, en cada club, decía un nombre distinto.
–¿Por qué lo ocultaba?
–Le repito, le daba vergüenza.
–¿Por qué vino usted justo este día?
–Sabía que era su cumpleaños.
–Se lo dijo su hermano.
–Lo tenía anotado.
–Es verdad, se olvidaba de todo.
–Menos de cómo se llamaba.
–¿Quiere pasar al buffet? Acá hace mucho viento y un poco de frío.
–Prefiero el aire libre. Además, no querría encontrarme con el ucraniano.
–¿Conoce al dueño del buffet?
–Conozco cada centímetro del Regatas.
–Dígame, ¿a qué vino?
–A traerle un regalo para su cumpleaños.
Walensky se quedó en silencio. Esperaba ya una medalla olímpica de Smith. Y tuvo miedo de que pesara tanto y no poder sostenerla en el pecho. Y en la mano, verla caer al suelo y escuchar un ruido que nunca iba a olvidar.
Y también recordaba que el amigo Kent había arrojado sus cenizas al río y que estas volvieron con el viento sur que cada vez soplaba más fuerte.
–¿Y por qué?
–Se lo prometí a mi hermano.
–¿Qué es? Tratándose de Smith puedo esperar cualquier cosa.
–Acérquese.
Walensky caminó unos pasos en medio del muelle. Con cuidado. No veía que trajera alguna cosa con él.
Le pidió que se acercara más. Walensky lo hizo con sigilo. Solamente atinó a preguntarle:
–Y usted, ¿cómo se llama?
–Enrique. Me llamo Enrique Smith.
–Deme el regalo y váyase. Creo que no nos caemos simpáticos.
–En eso estamos de acuerdo. Acérquese un poco más, hombre, sin miedo. Mi hermano me dijo que usted era intrépido.
–¿Usó esa palabra?
–Sí.
–Qué raro. Nunca me la dijo.
–Tantas cosas no le habrá dicho.
–Hay mucho viento acá. Mejor vamos al buffet.
–No, ya me voy, solo vine a darle el regalo.
–Hágalo de una vez.
–Cierre los ojos.
–Usted está loco.
–Es una sorpresa. ¿O me tiene miedo?
Como si lo conociera de siempre. Como si toda la vida Smith le hubiera hablado a su hermano de Walensky, la frase bastó para que este cerrara los ojos y se arrimara.
Enrique Smith se acercó. Ahuecó las manos como queriendo detener el viento. Y al oído algo le susurró.
Después se dio media vuelta y se fue.
Walensky quedó petrificado. No tuvo fuerza ni ánimo para seguirlo.
Suponemos que al oído le regaló el nombre de su amigo. Pero solo lo suponemos. Con los Smith, se puede sospechar cualquier cosa.

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