Cuento | Por Cynthia Rimsky

Ramal

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Cynthia Rimsky nació en Santiago de Chile en 1962 y vive en Argentina desde 2012. Ha publicado, entre otros, los libros de narrativa Poste restante, La novela de otro, Los perplejos, El futuro es un lugar extraño (Premio Municipal de Literatura de Santiago de Chile y Premio Mejores Obras Literarias), En obra, La revolución a dedo (premio Municipal de literatura 2021) y Yomurí.

En un alto del camino, bajo la escuálida sombra de un espino, el que viene de afuera mastica un huevo duro y un pan. Una seguidilla de pasos cortos y rápidos lo hacen incorporarse, piensa en una liebre y como una liebre se desliza la niña pecosa hacia abajo. Ey, le grita. La niña retrocede. ¿Adónde vas tan apurada? A hacer un mandado, contesta ella. Más tarde reconocerá que se volvió a buscarlo. Cuando llegue a la casa, mi madre me va a pegar, pero no importa. Ella después dice que me quiere aunque soy mala, y a veces no me quiere y ya no me duele que me pegue.
No hay camino que se escape a la niña y, aunque su madre le pega cuando llega tarde, está en su naturaleza irse por ellos. El que viene de afuera le pregunta cómo conoce tantos caminos. Antes, cuando tenía seis años, no conocía ninguno, hasta que a los diez salí y los conocí todos, le dice. Siempre sé de dónde vengo y adónde voy, y nunca desde que salí me he perdido.
El único camino en el que se pierde es el que la conduce a la escuela. En vez de media hora, demora una y hay mañanas en las que no llega. En el riachuelo le confía que no sabe quién es su padre. Su madre le contó que intentó regalarla y que su hermano mayor se lo impidió. Vive con la madre, el padrastro, un hermanastro que nació hace poco, un viejo ciego a quien sus hijos dejaron botado y que su madre recogió, seis cachorros, dos cabras, un neumático, una yegua que le pertenece por mitades con su hermana, y dos corderos que lleva a pastar y, aunque a veces se le pierden, siempre los encuentra. También tengo dos tencas chiquititas que crío en un estanque y conozco un lugar en el bosque donde vive un pájaro de pico largo y alas negras que de noche es pájaro y de día, gallina, le dice.
A su madre le quisieron hacer un mal y el mal se trasladó a su pequeño cuerpo. Casi murió del dolor de estómago, le enseña orgullosa el tajo del apéndice. No me gustan mis pecas, dice. Y en el verano te deben salir más, sugiere él. La niña sonríe ante la complicidad que le otorga el camino que por primera vez transita acompañada. Ahora tengo que ir a ver a un abuelito que está solo. ¿Y por qué está solo? Su señora enfermó y el hijo se la llevó a Santiago, ya van dos meses y todavía no vuelve, le explica.
Al abuelo le extirparon a su compañera como a un órgano vital. No respira, no come, no habla. Durante la visita advierten que el clavel del aire está demasiado arriba para que alcance a regarlo. La niña se encarama sobre una piedra y con la punta de sus dedos desata la cuerda que sostiene la flor. Discuten a qué altura debiera quedar. Antes de marcharse, lo riega. Es su aliento el que mantiene con vida al abuelo y al clavel.
En la casa de la niña el que viene de afuera es presentado al hermanastro, al neumático, a las cabras, la media yegua, los seis cachorros y, en fotografías, al padrastro, la hermana y el hermano que viven en Talca. La niña susurra al oído de su madre para que el de afuera no escuche. Sus palabras se convierten en un plato de sopa con verduras y un trozo de pan. La misma sopa se la ponen al gato en el suelo y en un tazón más pequeño, al ciego. La madre y el ciego increpan continuamente a la niña; le dicen mala, inquieta, insoportable, le piden a la caminante que se vuelva estatua de sal. Al que viene de afuera se le hace insoportable la pobreza de esa casa.
De camino a visitar el lagar, la madre le cuenta que tuvo a su primer hijo a los catorce años y así hasta enterar tres. A la niña la quiso botar. La mujer que crió a la madre cortó el cordón umbilical y la bañó. El hijo mayor le suplicó que no la regalara. «Fíjese cómo es la vida, tengo cuatro hijos y al único que quise tener fue a este último.» Señala a un niño sin pañales al que le cuelgan los mocos y que se orina a cada momento.
Los verdaderos hijos de la mujer que crio a la madre cerraron la bodega donde está el lagar y deben pasar por entre las tablas. Cuando la sucesión se resuelva, la madre y sus cuatro hijos, el ciego, los cachorros, las cabras, la media yegua, los dos corderos y el neumático, tendrán que irse. No ha pensado adónde.
Esa niña está mal de la cabeza, le confidencia. ¿Ah sí? Sí, tuvo un mal de la memoria, le empezó a los diez años. Sale a caminar sin rumbo, a veces se le olvida volver y nadie sabe lo que hace. Venga, vamos a la casa a tomar once, lo invita. El que viene de afuera invoca que el tren está por pasar. Tome once y se va. Todavía me queda un largo camino, se excusa.
La niña le pide a la madre un pan amasado y media docena de huevos que mete en una bolsa. Lo único que el de afuera tiene para regalarle es una flor de crin de caballo que compró en una feria. La niña prende la flor en su camiseta y camina adelante para enseñarle el trayecto.
La bajada es silenciosa.
La niña se detiene a recoger la flor de la perdiz, azulillas, amarillas, naranjas, violetas. El que viene de afuera se pregunta si caminan en círculo. Recuerda lo que ella le dijo sobre la escuela: Algunas veces tardo media hora o una y a veces no llego. Desconoce cuál es el camino que baja al río, si debieron haber llegado o todavía están lejos. Se pregunta si la niña lo dejará partir. Seguro que ella piensa lo mismo al agacharse a recoger las flores. Intenta convencerla de que son suficientes pero siempre hay una distinta.
En la franja de tierra que el río inunda todos los inviernos, la niña insiste en que no se vaya. El légamo se vuelve su cómplice. Los pasos de él se hacen lentos. A la niña le entristece perder a su compañero de viaje. Habiendo descubierto que no está loca como dicen, no quiere imaginar lo que será volver a estar sola con sus pensamientos. Insiste en que ese y no Colín es el lugar que el de afuera vino a buscar. Dice conocer quién le puede vender un terreno, construirle una casa y venderle una cocina a leña, quién podrá arar su tierra, plantar vides y cultivar su maíz. La casa tendrá una gran ventana para que él vea a la niña aparecer por el camino. Ella llevará a pastar sus cabras y después de la lluvia saldrán a buscar hongos que venderán en la feria de Constitución; le mostrará todos los caminos que conoce y los que no, irán juntos; convencerá a su hermana de que le venda la mitad de la yegua y le regalará un cachorro, dos cachorros para que no se sienta solo por las noches.
El que viene de afuera intenta convencerla de que cuando ya no le queden caminos por conocer, ella también partirá a Talca como sus hermanos. Las flores pesan en sus brazos cansados. La niña contesta que jamás. Quédese conmigo, ruega. Todavía me faltan lugares por conocer, le explica él. No va a encontrar uno mejor que este, replica ella. El que viene de afuera calla. Prométame que volverá.