Cuento | Por Humberto Bas

¡Shiki, shiki, Codorniz!

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Humberto Bas nació en Yaguaracamygta, Paraguay, en 1965, y vive en Neuquén. Publicó las novelas El Superpalo (2010), El sr. Ug… (2015), Gil Wolf (2019) y los volúmenes de relatos La culeada y otros cruentos (2008) y Varoncitos (2014). Entre otras publicaciones colectivas fue incluido en las antologías Mar fantasma: veintidós cuentistas contemporáneos de Bolivia y Paraguay (2018) y Paraguay cuenta: cinco siglos en cuarenta ficciones (2019).

Ilustración: Alejandra Karageorgiu

«En el ojo maduro de la perdiz bailaba una espina»
(José Lezama Lima, Paradiso)

Primero divisé su plumita. Era una cresta apenachada que sobresalía como un signo de interrogación.

¿Un faisán? ¿Una codorniz?

Debía acercarme para despejar la duda… Pero si me acercaba, la duda no se despejaría. ¿Era una ilusión o estaba viviendo en carne propia la famosa cosa de la indeterminación?

Seguí avanzando.

Ni el ruido de la camioneta, ni el crujido de las ruedas en el ripio parecían perturbarla. Se ladeaba de izquierda a derecha, con pequeñas inclinaciones. En cada una, el extremo ovillado de su copete despedía tornasoles diferentes. Era una invitación a detenerse para contemplar en silencio.

Pero la curiosidad…

Y seguí avanzando.

Frené a una distancia desde la que su plumita asomaba sobre el capot como un mascarón mosquetero.

La plumita seguía ladeándose aun después de los bocinazos con los que intenté ahuyentarla.

La supuse herida y bajé.

Una hermosa codorniz copetona.

Ya no el cuerpo, si no la cabeza, lateraleaba. Alternadamente me tenía ante uno y otro ojo.

Izquierdo, derecho. Derecho, izquierdo.

Suponiendo un lenguaje universal para espantar aves, procedí a aplicar el método de mi abuela de espantar gallinas.

¡Shiki!

Nada.

¡Shiki!

Ni mis zapateos, mucho menos mis brazos imitando un vuelo, la convencieron de volar.

Entonces me agaché. Se dejó tomar mansamente, sin perder el pestañeo sincopado.

En mi vehículo hizo de acompañante diligente. No dejaba de mirar mi faena conductora. Tuve la sensación de que, si el viaje se alargaba, terminaría hablándome. Pero el camino a mi casa era corto.

Apenas llegamos la maté. Torniquete en el cogote y un tirón, hasta que sonara el típico ¡cruc! de vertebras quebradas.

Así mataba sus gallinas mi abuela.

La puse en una cacerola para desplumarla.

Inmersa en agua caliente su cabeza seguía moviéndose como un mecanismo dislocado. No me extrañó. Solía sucederle a mi abuela que alguna gallina siguiera correteando con el cuello lánguido después de haber sido degollada.

Ansia de muerte, decía que se llamaba ese movimiento postmortem. Y era mi explicación de lo que pasaba con la codorniz escaldada.

La desplumé y al abrir su vientre apareció una trasparente cápsula ovoide. Un puntito metálico parecía ser el pestillo. Lo apreté y la cubierta se corrió como puerta corrediza.

El interior de su pancita era un típico laboratorio. Alquitaras, fraguas, alambiques colgados de un techo gelatinoso. Desparramados en el piso, retortas, matraces y una incubadora, en la que el azogue empezaba a ponerse dorado.

Por todos lados bullían cositas y de entre ellos se manifestó una vocecita.

¿Quién abrió la puerta?

Yo

¿Quién es «Yo»?

Al recobrarme de la sorpresa, retomé la iniciativa.

Es usted quien debe decirme quién es usted. Esta es mi casa.

Fue usted quien nos trajo y se ha metido a nuestra nave.

Entonces apareció un ser diminuto, que si no fuera por la voz lo hubiera confundido con uno de esos alfileres con cabeza esférica. La desproporción entre cabeza y tronco era como lo que suponemos sobre estos seres. Pero este, además, tenía las extremidades como aguja y se deslizaba levitando sobre una nubecilla de plasma.

El homúnculo, lo llamo así por tener que llamarlo de algún modo, hablaba mientras se restregaba las manos en un delantal. Había cobrado un tamaño parecido al mío. Y no sentí que me achicara, ni que ellos se agrandaran.

Digo ellos, porque al igualar nuestras escalas, me encontré con otros homúnculos de cabezas esféricas bullendo por los pasillos. Unos parecían réplicas de los otros, salvo en los colores de sus cabezotas.

–Somos hijos del espectro luminoso. Cada uno es una frecuencia de la infinita gama –dijo el homúnculo del delantal respondiendo a mis pensamientos–. Y usted sabrá que no todo el espectro es visible –continuó.

Lo miré con fijeza por si me estuviera tomando el pelo. Pero las cabezotas titilantes que aparecían y desaparecían en una neblina cromática confirmaron sus palabras.

–¿De dónde son? –pregunté.

No nos es dado decirlo.

¿A dónde van?

A donde el diablo perdió su poncho.

¿…?

Es una broma, hombre.

¿Acaso nos espían?

No habría para qué.

¿Y qué hacen acá?

Un percance.

¿De qué tipo?

Ustedes lo llamarían «mecánico».

¿Y ustedes?

Hemotermodinámico.

¿Se pueden explicar?

Es justo.

¿Por qué es justo?

Porque necesitamos su ayuda.

¿Entonces?

Nuestra avería es un problema de ladillas.

¿Ladillas?

Digamos que las ladillas vuestras son nuestra fuente energética.

¿También la crían ahí?

No tenemos lo que llaman ahí, pero en un lugar equivalente.

¿Y qué hacen las ladillas?

Gases.

¿Gases?

Ustedes los llaman pedos.

Las ladillas hacen gases, ¿y?

Y los gases generan presión y la presión… ¿Le tengo que explicar todo?

No, no, entiendo… Es bueno el sistema educativo de nuestro planeta.

¿…?

¿Entonces?

¿Entonces qué?

¿Qué pasó con las ladillas?

Nos quedamos sin alimento.

¿De qué se alimentan?

¿Nosotros?

Las ladillas.

¿No sabe de qué se alimentan las ladillas?

De sangre, claro. ¿Eso buscaban en la codorniz?

Sí.

¿Y?

¿Ha visto usted ladillas alimentándose de codornices?

Nunca he visto una codorniz, hasta hoy.

Si su sistema educativo fuera tan bueno, debería saber que las ladillas sola toman sangre humana.

¿Y ustedes quieren mi sangre?

Al menos en inducción son buenos.

¿Y para tener mi sangre me van a abducir?

¡Abducir! No repita boberías ufonescas. Usted entró acá por su cuenta.

Ustedes se agrandaron.

Usted se achicó.

¿Cómo lo hicieron?

Teorema de Tales.

Qué hay con mi sangre. ¿Me van a vaciar como a la codorniz?

Una gota nos alcanza.

¿Tanto así?

Tanto así.

¿Y cómo es el procedimiento?

Espérese. No se asuste.

De un brinco el homúnculo se clavó en mi dedo. La breve molestia de una pinchadura de espina. Cuando se descolgó en su cabeza se licuaba la sangre mía.

Se perdió entre bastidores y al cabo de unos zumbidos, y entre vapores, volvió restregándose en su delantal.

Ya está, don.

¿Eso es todo?

Le estamos muy agradecidos.

Recobré mi antiguo tamaño y me encontré ante la mesada con la codorniz abierta. Embutí la cápsula en su pancita, la apañé con sus plumas y la llevé hasta un descampado de manzanillas. Quería que sus últimas impresiones de nuestro mundo fueran la de un campo florecido de hospitalidad y de aromáticas.

La deposité en el suelo y me puse a sus espaldas.

Se mantuvo quieta, con el copete sondando la orientación del viento.

–Vete –dije suavemente.

La codorniz siguió inmutable.

–Vete –repetí, y nada.

Fuera por coincidencia, o por los influjos de mi abuela, pero se me ocurrió gritar como ella:

¡Shiki!, ¡Shiki!

Y fue entonces que la codorniz arrancó a silbar, como silban las codornices cuando corretean para emprender vuelo.

Y voló.

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