Cuento | Por Daniela Rafael

Sunchales

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Daniela Rafael nació en Fernández, provincia de Santiago del Estero, y vive en la ciudad de Santiago del Estero. Abogada y escritora, publicó los libros de cuentos Las dos casas (2005), Los gusanos no se volverán moscas (cuentos, 2012) y Perros de tribunales (2021) y el libro de poemas Un sapo aplastado en la avenida (2021). Dirigió la revista de narrativa Los inquilinos.

–Esto debe ser como mil hectáreas.
–Novecientas ochenta y nueve.
–Mucho monte… ¿hay bichos grandes como para cazar?
–Palomas nomás.
–Lindo para hacer unos tiros.
–Son plaga. A mí me pagan por matarlas.
–Seguro, seguro… ¿sos de aquí?
– Por un tiempo. Después me voy. Y después vuelvo.
–¿Cómo es eso?
–Soy papero.
–¿Neuquén o Río Negro?
–Buenos Aires también.
–Linda, linda… la cordillera… yo tengo una casa desde donde puede verse el Lanín.
–¿Lejos?
–Dos mil cuatrocientos kilómetros. O más, ponele.
–Ah, lejos.
–El Lanín, el volcán, digo… sabes, digo…
–El volcán que echó cenizas… sí, andaba en Buenos Aires. Montón de paperos, bueno, no eran paperos, llegaron buscando trabajo. Venían porque allá estaban con la ceniza hasta en el upiti. Por el volcán, dijeron, ese debe ser el mismo ¿quenó?
–Lo de las cenizas, sí, pero era del otro lado, de Chile vino… la ceniza. Mi mujer vive en esa casa. Y por ahí aparece alguno de mis hijos desde Buenos Aires, ellos viven ahí, son…Yo soy comisionista y voy de una punta a la otra del país buscando campos.
–Ah.
–¿Con quién debo hablar por este campo? Escuché que andan queriendo venderlo.
–Esos deben ser los tíos de Buenos Aires.
–¿Tíos? ¿Sos uno de los dueños?
–El único dueño era don Hito Páez. Soy el hijo de don Hito. Mi madre me lo dijo y me dejó aquí cuando tenía 4 años
–¿Y los de Buenos Aires?
–Los hermanos. Ellos vivieron aquí, sí, pero cuando crecieron un poco se fueron a la mierda. A Buenos Aires se fueron.
–Yo no soy de Buenos Aires.
–Ah, bueno.
–¿Sabes lo que están pidiendo por hectárea?
–No. ¿Cuánto?
–Un disparate. Nadie va a comprar. Pero vos, si sos el hijo, abrí la sucesión antes que ellos. Te busco un abogado y… ¿el tipo tenía otros hijos?
–¿Don Hito?
–Sí, claro, Hito dijiste que se llamaba el dueño… ¿Don Hito tenía más hijos?
–No.
–¿Entonces qué esperas? ¿Necesitas dinero? Yo te banco el juicio si quieres.
–No.
–¿No necesitas dinero?
–No me reconoció. Don Hito era mi padre pero nunca fue a la oficina a hacer el trámite.
–¿Sos o no sos?
–Mi madre me dijo que soy el hijo de….
–Hacete un ADN.
–Eso me dijo el juez de paz de Fernández.
–¡Fernández! Ahí hay muy buena tierra, muy cara, pero buena.
–Sunchales no está lejos.
–Cuarenta kilómetros, ya sé.
–Entonces éstas deben ser tan caras como aquellas.
–Pero estas no tienen riego. Y mirá todo el monte que hay. Necesitas mucha plata para ponerlo en condiciones. Inversionistas necesitas.
–Yo no quiero venderlas. El juez de paz me dijo que me pagaba el adeene ese, el juicio o algo así y que íbamos a media.
–Te está jodiendo.
–¿Y usted? ¿Qué ofrece?
–El análisis debe costar como diez mil pesos. Exhumar el cadáver otro tanto. El abogado puede salir unas veinte lucas. ¿Vas sumando?
–Cuarenta.
–Yo te ofrezco eso, arriesgándome a que no seas hijo del dueño. Si no sos, pierdo yo la guita. Pero si sos, me vendes las mil hectáreas.
–Novecientas ochenta y nueve.
–Novecientas ochenta y nueve.
–Así es
–¿Pero vos qué crees? ¿Sos hijo o no sos hijo de don Hito?
–Mi madre me lo dijo: tenía dieciséis años cuando la dejaron aquí.
–Joven, che, menor de edad.
–No crea, mi abuela, la madre de ella, la tuvo a los catorce. La cuidó hasta los dieciséis y la trajo para que le sirviera a la familia Páez, los padres de don Hito. Era muy lindo esto, había una lagunita y muchos animales, como tres hornos de carbón y una casa muy grande con galerías de teja y todo. Los Páez eran gente de dinero, como cincuenta cabezas había.
–Ajá, ¿y tu madre…?
–Susana María Suárez. Sí, era muy chica. Vino la madre, mi abuela Suárez…
–El mismo apellido, o sea, ella tampoco.
–Tampoco.
–Ella era la número doce, o algo así, y mi abuela, una vieja mala, dijo que no tenía más ganas de cuidar uras.
–Uras.
–Sí, uras.
–Bueno, la dejó, y la recibieron aquí, en Sunchales. La dueña de casa, doña Páez, la madre de don Hito, tenía cuatro hijos varones. Don Hito el mayor.
–Muy chica, che. Pienso en esa chiquilla. Aquí, en medio del monte…
–Pero le digo que no era tanto monte. Y ella no era tan chica.
–Está pegando duro el sol. ¿Si vamos a la sombra? Allá, debajo de esas tuscas.
–Si usted quiere, sí, vamos ¿Y dice que es de campo? ¿Hombre de campo?
–Pero con estos calores… mierda pega fuerte… y mis años y mi peso…
–Vamos, le busco agua.
–¿Qué agua tienes? ¿De pozo?
–No. Es potable. Tengo un tanque y lo cargo cada semana. Cien pesos, cincuenta litros.
–Linda sombra. ¿Aquel es el tanque? ¿Y el pozo?
–Vendí la bomba.
–Che ¿no se meten cuando te vas?
–Me conocen. Don Hito me enseñó a defenderme bien.
–¿Era peleador?
–No. Agricultor y cazador, era.
–Ah.
–Y aquella es parte de la galería que le conté. Después de muerto don Hito me fui, y los de Buenos Aires quisieron quedarse con todo, metieron a un cuidador.
–Suena lógico.
–¿Suena qué?
– Que yo hubiera hecho lo mismo, digo, es normal que alguien cuide lo de uno y si no puede que se lo encargue a alguien.
–Aquí no es así. Si no vive adentro no tiene derecho, los de afuera no son los dueños, digo, los que no vienen y se quedan adentro.
–Pero vos te fuiste.
–Volví. Una sola vez me fui como dos años a Buenos Aires.
–¿Qué paso?
–¿En Buenos Aires?
–Sí.
–Conocí una chica. Tome el agua antes de que se caliente.
–¿Y por qué te viniste?
–A ver el campo.
–¿Y el cuidador que habían dejado tus tíos?
–No estaba. Los de Buenos Aires se cansaron rápido. Sembraron unas hectáreas de alfa y los jodieron, después hicieron cebolla y se la robaron.
–Brava la gente de por aquí.
–No señor, la gente de aquí es la que está en su campo. Los que roban vienen de afuera.
–¿Y vos?
–Yo vuelvo. Siempre vuelvo. Y saben quién soy.
–Entonces ¿qué hacemos?
–Usted, no sé. Yo estoy aquí. Ahora estoy aquí.
–Sí, ya sé, pero digo si quieres saber si sos hijo o no de don Hito.
–Yo soy el hijo.
–Ok, sos el hijo, pero los demás deben saberlo.
–Por aquí todos saben.
–Me refiero a los papeles, el registro, el acta de nacimiento, tu documento, el apellido de tu padre, lo que te corresponde por ley, digo ¿acaso no quieres reclamar lo que es tuyo?
–Yo estoy aquí, don. En el campo estoy yo.
–Tantas hectáreas para uno solo y encima no le sacas ni un peso. Mil hectáreas al pedo.
–Novecientas ochenta y nueve.

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