Cuento | Por Leticia Martin

Un baldío

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Leticia Martin

Leticia Martin es escritora y editora. Obtuvo la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA) y el Posgrado Internacional en Gestión Cultural y Políticas de Comunicación (Flacso). En 2017 creó la editorial qejaediciones.com. Publicó el libro de ensayos Feminismos (2017) y las novelas El Gusto (2012), Estrógenos (2016 en Argentina y 2019 en España) y Un ruido nuevo, (2020 en Argentina y 2022 en España). En 2023 ganó el Premio Lumen de Novela por su obra Vladimir.

Salí a la calle con la bici y anduve de esquina a esquina durante más de una hora. Antes de volver a entrar, porque empezaba a aburrirme, miré por la ventana. Mi mamá seguía escribiendo en la computadora. Así que me quedé afuera un rato más pensando qué podía hacer. Siempre que mi mamá está entretenida en algo es buen momento para las aventuras. 

Di como cinco vueltas a la manzana, me compré un paquete de chicles que comí todos juntos y también crucé la calle con la bici. No fue tan grave. Los mayores hablan de más. Después anduve un rato por el barrio y fui hasta el otro lado del paso a nivel a mirar pasar los trenes. 

Cerca del bar de don Salerno me crucé con un perro. Ya lo había visto otras veces merodeando, pero nunca le había prestado atención. Era blanco y el pelo le brillaba. No parecía abandonado, ni tan fiero, como otros perros callejeros. Sobre el pelo blanco del lomo tenía una mancha negra que se le repetía alrededor del ojo, como si fuera un aplique. Bajé de la bici en silencio y sin que se diera cuenta le pasé la rueda por encima de la cola. Lo hice a propósito, no sé por qué. Tal vez solo para molestarlo. El perro me miró y levantó el labio de arriba dejando asomar sus dientes filosos. Después empezó a ladrar y a saltar en el lugar tirando alaridos y tarascones al aire hasta que se metió adentro del bar. Yo me quedé en la vereda, haciéndole caras mientras él rugía enojado. Salerno tenía un lápiz enganchado en la oreja y anotaba en un cuaderno lo que antes había anotado en unos papelitos sueltos. Estaba tan concentrado que ni se dio cuenta de que un perro había entrado y estaba oliendo las mesas y comiendo los restos y migas esparcidos por el suelo. La libreta de don Salerno me pareció asquerosa. Estaba un poco amarillenta y manoseada. Me imaginé que tenía restos de puré en las tapas, o grasa de pollo y de frituras, y que las moscas iban ahí cuando el viejo la soltaba.

Salerno eructó y se frotó las manos para sacarse el frío. Después empinó el vasito de vino hasta vaciarlo y volvió a transcribir números. Con el dedo índice los señalaba y, enseguida, después, pasaba a dibujarlos en las páginas de la libreta con cuidado.

En eso el perro me miró y salió del bar como invitándome a correr. Parecía poseído. No logró tirarme al piso, porque lo esquivé, pero me dejó tambaleando. Subí a mi bicicleta y empecé a seguirlo. Traté de embocarle una escupida en el lomo, pero el mañoso se apuraba y corría como en zig zag. Dimos tantas vueltas que terminé haciéndome amiga del Bravo. Ah, sí, ya me olvidaba, le puse Bravo.

Cuando pasé por la casa con garaje de la señora gorda que barre la vereda todos los días quise esquivar la montaña de basura y hojas que había en el piso, pero terminé chocando contra la bolsa negra donde ella juntaba todo.

–¡Bravo, bravo! –me gritó ella con sarcasmo, y levantó la escoba como si fuera a pegarme. Así quedó el nombre de mi nueva mascota. 

–Bravo –le dije–. ¿Te gusta, Bravo? –volví a decir en voz alta. Él se dio vuelta como asintiendo y ahí mismo quedó bautizado.

 –Desde ahora te voy a llamar así, ¿escuchaste? –le dije. 

Esa misma tarde, como a las seis, cuando estaba arrodillada en el cordón de la vereda tirándole pedacitos del pan a Bravo llegó mi papá. Apenas se acercó a la puerta Bravo ladró. Entonces él lo miró a los ojos y volvió a mirarme a mí. 

–Te presento a mi nueva mascota, papi.

–Ni lo pienses.

Esa misma noche Bravo corría por la terraza de baldosas anaranjadas, desde donde mirábamos hacia abajo y yo le tiraba huevos a los que pasaban. 

Un día estábamos molestando a los vecinos de la casa de al lado cuando Bravo se puso nervioso. Me acerqué y le miré las pupilas. No parecía enfermo. Apenas le solté el hocico, salió corriendo de mi lado y bajó las escaleras. Lo seguí a toda velocidad. Mi hermana, que estaba en la cuna, me vio cuando pasé por delante suyo. Creo que entendió que era grave. Cuando Bravo llegó a la puerta de calle empezó a saltar tratando de decirme algo. Odio que haya tantas diferencias entre el idioma de los perros y el nuestro. Parecía que Bravo quería hablarme porque abría la boca en un bostezo, lloriqueaba, babeaba, aullaba como si fuera un lobo, saltaba en el lugar y daba vueltas como si quisiera morderse la cola. Parecía un demonio. Cuando abrí la puerta, observé que se calmaba un poco, apenas, y que enseguida sacaba la cabeza y el cuerpo para huir corriendo hacia la esquina.

Lo seguí. Me costaba ir a su ritmo sin la bici, pero hice el esfuerzo. De tanto en tanto él giraba para verme.

Le recité una estrofa de la canción que le gustaba, pero no hizo efecto. De pronto, como si hubiera llegado al lugar que lo exaltaba, se detuvo en la vereda de un baldío y comenzó a olfatear las paredes y los descansos. Olía y aspiraba el polvo del piso, entre la puerta y la hendija. Metió las patas delanteras y empezó a cavar. Después volvió a oler y a escarbar la tierra, desde el hueco, hasta que empezó a pasar la luz del cielo que nos traía la imagen del baldío al otro lado. Aunque hubiera sabido a ciencia cierta que iban a castigarme, no habría podido volver a mi casa. El agujero que Bravo abría en la tierra era cada vez más grande.

En la esquina, unos metros más adelante, un policía tomaba notas en su libreta de mano, tal vez haciendo multas por mal estacionamiento. Me dio miedo que nos viera en esa situación. Calculé a ojo que por el espacio que había abierto Bravo yo podía pasar. «Si pasa la cabeza pasa el cuerpo» leí una vez, así que no perdí tiempo y comencé a intentar meterme detrás de Bravo. De a poco y forzando el paso de la cara y los hombros logré colarme. Una vez dentro del baldío, los ruidos de la calle comenzaron a escucharse como un eco lejano. Me sacudí el polvo y comencé a buscar a Bravo. Al principio, tranquila. Pasados unos minutos, con más ansiedad. Las plantas y los árboles habían crecido tanto que el lugar parecía una pequeña selva. 

Un ladrido de Bravo me devolvió el alma.

–Vení –grité después.

Me acerqué al lugar de donde venía aquel sonido gutural.

Bravo rascaba la puerta de una casilla abandonada que había detrás de un árbol de nísperos. Empujé el picaporte y la puerta se abrió sola. Entramos. Una ráfaga de olor a humedad asomó primero. Salí un segundo afuera, junté aire y dejé de respirar unos minutos. Cuando entré de nuevo la vi, sola, en el medio de la pieza y desvencijada. Una puerta amurada al piso, con una escalera detrás que bajaba. Bravo se metió sin avisarme. Yo fui más precavida y moví los pies, y salté en el primer escalón hacia abajo, probando que las maderas no se desprendieran. Justo en ese momento pasó lo que pasó.

–Apurate, vení –me dijo Bravo–. Animate.

La voz de mi perro era idéntica a la de Justin Bieber.  

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