24 de septiembre de 2025
Daniela Pasik es escritora, periodista y coordina talleres de escritura. Es autora de Biografía de Irene Gruss. El corazón del asunto (2024), el libro de poemas Alucinada (2017), y la nouvelle Inicio (2011), y de las investigaciones Porno Nuestro. Crónicas de sexo y cine (2014) y Hacerse (2010). Participó en antologías de cuentos, entre otras Miedo. Historias de terror y suspenso (Desde la Gente, 2019) y El libro de las pasiones (2018).

Montgomery azul. Es un deseo al que Alejandra le termina de dar forma mientras camina entre las góndolas del supermercado chino de su barrio, ese no-lugar que podría ser Balvanera o Almagro. Queda en el límite de la zona de comercios con la de barcitos para turistas y casas que fueron conventillos. La primera vez que él fue a visitarla llegó alucinado con la fusión cosmopolita trash, dijo. Trató de encontrarle una mejor descripción, ensayó «un punto en el espacio que contiene todos los puntos», pero a ella le pareció pretencioso vivir en el Aleph, así que lo bautizaron Abastonce. Se rieron porque todas las cosas que decían, cuando estaban juntos, les parecían geniales.
Alejandra busca algo para comer que no implique ensuciar muchos chirimbolos. La palabra chirimbolo se la robó él y acaba de recuperarla. Planea reapropiarse de todos los modismos y giros del lenguaje que son suyos y ese chico –así lo define su cerebro– había empezado a usar o a considerar que era el destinatario si ella los decía. En esta situación puede nombrar cada vez menos cosas. Ella necesita decir sin sentir que es a él o para él o de él. Quiere hablar sin pensar qué, a quién.
Unos pibes toman cerveza en la puerta del supermercado. Están siempre, hacen el turno completo en la vereda. Casi no hablan. Son una ronda de capuchas. Alejandra los ve desde la caja cuando paga su sopa instantánea. Demora la salida. Sopla un viento helado. No quiere cualquier montgomery azul. Necesita el que ahora debe estar archivado en un ropero europeo. Él se lo llevó sin su permiso.
Hace un rato entró un murciélago a su casa. Las gatas entraron en estado de alerta. Britney quedó al borde de un ataque de asma, porque todo la estresa, pero Taylor se puso tensa, vivaz. Lo acorraló entre un mueble y la pared. A Alejandra se le arrugaron los dedos de los pies. Con la columna vertebral estremecida y un colapso de asco, dijo me voy. Salió como estaba, en buzo, calzas, ojotas con medias y la muerte en la espalda. Decidió que cuando volviera el tema estaría resuelto. No quería saber, ver ni sentir.
Cristina, de la caja, le dice en su español oriental que va a cerrar. Alejandra se queda un microsegundo en la puerta antes de acceder a la noche. Un perfume que sobreactúa virilidad la sacude. No puede seguir preguntándose si él, en París, ya tendrá un gato como un ancla que determina que no va a volver a Buenos Aires. Cuando pisa la vereda, una de las capuchas toma forma de cara y desde la sombra se deja adivinar una sonrisa blanca brillante.
El olor a colonia de los hombres de Abastonce la encuentra en los lugares más inapropiados. La cerrajería el sábado a la mañana cuando quedó encerrada afuera, la librería donde mira libros que no puede comprar, el locutorio desde el que hace llamadas internacionales y corta cuando escucha «aló». Siempre le pica la nariz y se le llenan los ojos de lágrimas. Esta vez no. El perfume se le mete al cuerpo, lo siente en la lengua. Tiene una arcada, como la de sus gatas antes de expulsar la bola de pelo. La cara con sonrisa en la capucha exuda esa fragancia más fuerte que las otras. Emana algo que la invita y le hace nacer un estornudo que expulsa la intoxicación. Ahora extraña el sabor aterciopelado en la lengua.
Alejandra quiere acercarse y sigue quieta. Necesita volver a su casa, le castañean los dientes, pero no sabe qué masacre va a encontrar. Si estuviera abrigada podría dar una vuelta. Se pregunta si él tendrá un bar favorito en Château Rouge, el barrio en el que se instaló con tanta naturalidad y al que no la invita claramente. Le comentó que se parece a Abastonce. Hay africanos que venden telas y alhajas, es como un bazar a cielo abierto y te va a gustar, sugirió. Es como allá, pero acá, así que de alguna forma seguimos en el mismo lugar. Dijo, había dicho. Una chispa, chamuscada.
Los africanos tienen un tipo de piel que hace que los perfumes huelan diferente. Más intensos. Alejandra expande la nariz y siente cosquillas en la garganta cuando pasa por el medio de la ronda. La vereda es finita y no tiene mucho espacio, así que tiene que acercarse mucho a cara-sonriente. Entonces lo ve. Los ojos chocolate, la piel dorada. Él, que tiene su montgomery azul enmoheciéndose, es pálido como un papel en blanco que podría proponer tanto, pero no dice nada.
La cabeza no quiere girar, pero gira. Qué lindo sos, le diría. Iba a pensarlo nomás, pero la frase salió al mundo. Al menos llegó a bajarle el volumen, cree. Si capucha-sonriente la escuchó podrían reírse de su arrojo infantil. Silencio. Alejandra sale de la ronda, camina en dirección a su casa. Está un poco avergonzada. O temerosa. No puede definirlo.
Se va yendo despacio, con la intención de que capucha-sonriente le diga algo y ser ella la que decida no ir. O por ahí sorprenderse de sí misma y volver. No estaría bueno interesarse en un borrachín que tal vez ni siquiera habla castellano. ¿De qué se reirían? Es lindo, pero quizás le robaría las pocas cosas que tiene en su casa. Podría encargarse del murciélago, evalúa, o asesinarla. Frena en la esquina. Tiene que cruzar la calle y él la mira, está segura aunque le da la espalda, sabe que está ahí, dos metros arriba del suelo, la boca carnosa perdida en la oscuridad de la capucha.
Vuelve sobre sus pasos. Aprieta las piernas entre sí para ir justo por sobre la línea que separa las baldosas y no mirar a la ronda. Tiene una sensación extraña en la vejiga, cree que podría ser pis, pero no termina de definirse. Pasa de largo. Está yendo al locutorio, se da cuenta. Faltan dos cuadras. Sabe el número de memoria, aunque solo hablan por Skype, cuando llama él. Esta vez no va a cortar cuando escuche «aló». Le va a decir que quiere su montgomery azul, que se lo traiga, y también va a sugerir que ella podría ir a buscarlo.
–Perdón, no te vi –dice el hombre que la acaba de chocar desde atrás.
La luz de la calle brilla en sus anillos dorados. Habla con un acento extraño, ¿francés? La mira fijo y Alejandra lo huele. Contesta «no es nada». Lo dice bajito, levanta la vista, sonríe. Le interesaría saber por qué su perfume es tan limpio y reconocible. Ella está acostumbrada a otra cosa, a ese olor a hombrecito sensible que le cuenta sus fobias y problemas como si estuviera develándole el secreto de cómo se creó el universo. ¿Cuánta gente te llama en Francia que atendés tan en otro idioma?, le va a preguntar.
El hombre alto –así lo define ahora su cerebro– es como una estatua. Alejandra sabe que debajo de la campera hay dos brazos fibrosos y una espalda triangular. Le está mirando la garganta ancha, la vena que palpita al costado del cuello. El perfume flota, la rodea y un calor impregna su bucito desabrigado. «Me tengo que ir», explica, y siente cómo sube el fuego a sus mejillas. Lo ve levantar los hombros, sonreír dentro de la capucha y volver a su ronda.
Hace una inspiración profunda y suelta el aire de los pulmones de a poco. Siempre tiene la sensación de que no entra todo lo que tenía que entrar y que al salir, no sale todo lo que tenía que salir. Estoy secuestrando aire desde que te fuiste, piensa. Un día voy a explotar, siente. Me la paso llena de suspiros, a veces algunos se me caen sin querer. Planea comentar eso después del «aló». No, no va a decir eso. Le va a contar del murciélago. Tampoco. Va a llamarlo y no cortar. Al menos. Llamarlo y decirle qué. Está en la puerta del locutorio. Inspira, respira, suspira, tiembla.
Alejandra se queda un rato parada en el inicio de un invierno bastante cruel, con los labios violetas y la piel de gallina. Ya no le importa el montgomery azul. Cambió su deseo. Corre las cuatro cuadras que la separan de su casa. Llega sin nada de frío y una adrenalina que la empuja a creer que es capaz de atrapar al murciélago para sacarlo por la ventana. Sube en el ascensor pensando que quiere saber quién es el hombre alto. ¿Qué música escucha?, ¿escucha música? ¿Qué libros lee?, ¿lee libros? Decide que mañana va a volver a buscarlo y ver qué pasa si le baja la capucha. Entra y está sonando Skype. Con la sopa instantánea en la bolsa, la bolsa colgada del brazo, Alejandra atiende. «Yo le pondría a los huracanes nombres de tragos», dice él, sin saludar. «Huracán Tom Collins», contesta ella y se sienta frente a la computadora, sin prender la luz del living. «Ahora quiero un Huracán Campari con soda y limón», dice él. Ella no. Tiene frío y escucha revolotear al murciélago.