12 de julio de 2025
Andreina D’Ambruoso Duffau nació en 1990 en Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires. Se crió y educó en el campo. En septiembre de 2020 publicó Hasta hoy, y en 2023, su primera novela, Hasta que la vida los separe. En 2024, su novela Un cuerpo muerto no sangra obtuvo el Premio Luis Chitarroni.

Las paredes eran finitas, como las hojas de la Biblia, decía mi abuela Irma. Eso de que las paredes escuchan es una pelotudez, decía, las que escuchan son tu tía Susana y la vecina de enfrente, y la enfermera esa que me pusieron para que no me muera sola.
Era verdad eso de la enfermera. Mi papá y la tía Susana no podían estar todo el tiempo y la vecina solo iba cuando estaba mi tía, según mi abuela iba a tantear la cosa.
Ese día me acerqué al oído derecho que era del que mejor escuchaba y le conté que mi amiga Verónica me decía que Facundo nunca se iba a fijar en mí porque todavía no me dejaban ir al boliche, pero yo le decía que sí iba al boliche y ella me decía que igual, que mi papá me iba a buscar a las tres de la mañana y que eso era de nenita. Mi abuela cerró los ojos y levantó las cejas y me dijo que esa Verónica no era mi amiga, era una envidiosa. Y yo no sé si era eso, porque no sé qué podía envidiarme a mí y las amigas se dicen la verdad y ella capaz me estaba diciendo una verdad y como dice mi abuela, la verdad no duele, mortifica.
En medio de nuestra charla apareció la enfermera diciendo a ver Irmita, vamos a sacar un poco de sangre para ver cómo vienen esos glóbulos y la abuela estiró el brazo como quien actúa una muerte inminente y deja caer el peso propio del cuerpo sobre lo que haya debajo.
Cuando la enfermera salió de la habitación con la muestra de sangre, la abuela Irma quedó con el brazo contra el pecho, apretando la gasa, y dijo que además de estar acompañada, mi papá y la tía Susana querían que se muriera sana. Yo le acaricié la cabeza como hace mi amiga Eliana con su perro Manteca, moviendo la mano para los costados, rápido, como desparramándole las pulgas. A mi abuela se le desparramaron los pelos blancos, que más que pelos parecían babas de diablo.
Eliana, además de un perro, tenía un amigo nuevo, uno que venía de vivir en Buenos Aires. Era grande, tenía como veintidós años y parecía saber de cosas. Algunos decían que había tenido problemas con la droga en Buenos Aires y que por eso se había vuelto. A mí me parecía gracioso y canchero. Pensando en lo que me había dicho Verónica no creía que él se pudiera fijar en mí. Ese año me estaba creciendo el pelo después de un corte muy drástico y ya no tenía ni forma, y mucho menos tenía forma mi cuerpo. Verónica me decía que los varones no gustaban de mí porque no tenía culo ni teta. Y era verdad, todas se habían desarrollado un año antes que yo y al lado mío parecían las vedettes de la revista Pronto que tiene mi abuela en la mesa de luz.
Al boliche fuimos temprano, cerca de las dos de la mañana, todavía no había mucha gente y era raro ver el lugar vacío, o raro no, era triste, porque un boliche es boliche cuando está lleno de gente y de aire espeso, así vacío parecía otra cosa y me hacía sentir que yo también era otra cosa, sobre todo en la parte del baile en la que mis amigas habían formado un círculo y movían el cuerpo sin coreografía y se miraban y se reían y se guiñaban y yo no estaba preparada para bailar todavía, nos veíamos demasiado.
De a poco empezaron a llegar grupitos y el DJ se animó al humo. Eliana me preguntó si la acompañaba al baño y le dije que sí porque me aburría quedarme parada en el mismo lugar. Mientras le sostenía la puerta llena de «Ariel te amo», «Cami lo +», «Aguante el Nacio» y cosas así, Eliana me dijo que seguro estaba por caer su amigo, que le había dicho que yo le parecía linda y yo le dije que qué pavada y ella me dijo que le creyera, que para qué me iba a mentir, que no fuera cagona y le dé bola. Cuando salimos del baño el amigo de mi amiga estaba en nuestro círculo, saludando con una cerveza Corona en la mano. Me uní al grupo y me saludó y aproveché y le pregunté por el limón y él me dijo qué limón y le señalé el porrón, se sonrió y me dijo que los que le ponen limón no les gusta la cerveza y me pareció que tenía sentido.
El boliche ya estaba colmado hacía un par de horas cuando me dijo si quería irme con él a su casa. Yo le dije que sí sabiendo exactamente de lo que se trataba. Pensé en que seguro vivía en un departamento en el centro, con muebles modernos y una tele grande. Esperamos sentados en el cordón de la vereda un remise y cuando nos subimos le dijo una dirección que a mí no me sonaba y resultó ser una calle de un barrio alejado en donde vivía con sus papás. No hagamos ruido que duermen, me dijo, y aprovechemos antes de que llegue Marito. Compartía la habitación con el hermano que seguro también estaba en el boliche.
A oscuras nos acostamos en su cama. Él me empezó a dar besos. Eso yo ya lo sabía hacer así que no tuve inconveniente. Después me empezó a sacar la ropa y yo me quedé quieta, así que la ropa de él se la tuvo que sacar solo. Me agarró una mano y la apoyó arriba de su calzoncillo y yo sentí como un mini flota-flota de algodón y me seguí quedando quieta. Él no, no se quedó quieto y siguió. En la cortina se empezaban a marcar rayitas de luz de la persiana. Era verano y hacía calor en la habitación, la sábana estaba arrollada a un lado de la cama y yo estaba arrollada al otro.
La abuela Irma estaba acostada como siempre. Con cinco almohadas y dos almohadoncitos. Cuando entré me miró de costado porque se ve que tenía la cabeza justo en la posición que quería. Mientras le daba un beso sentí su piel tibia y me pregunté cuánto tiempo más iba a mantener esa temperatura. ¿Qué te pasa, nena? Tenés cara de trasnochada, me dijo, y yo le dije que nada, que estaba cansada, que sí, que me había acostado tarde. Agarré la crema Hinds que tenía al lado de las revistas y mientras le masajeaba las manos le pregunté si toda la vida se había puesto cremas. En las manos, en la cara. Me dijo que usar cremas era algo de ahora, que antes eso de cuidarse no existía, pero que desde que la tía Susana la había convencido de empezar a usar le había agarrado el gustito y yo le dije que más que el gustito el olorcito y de paso le dije que esa crema no tenía muy rico olor, que tenía olor a vieja y ella me dijo que entonces estaba bien que ella la usara, pero yo le dije que ella no tenía que andar con ese olor rancio por ser vieja, que ya iba tener tiempo para lo rancio y la hice reír. Cuando la abuela Irma se reía se le estiraban los labios y casi que desaparecían, era piel tibia y dientes postizos; los ojos se le quedaban de la misma forma, cosa que me parecía difícil de lograr y con la excusa de ir al baño me paré frente al espejo a simular una sonrisa sin mover los ojos y no lo logré, y eso que lo intenté varias veces. Cuando volví a la habitación le pregunté por la tía Susana y me dijo que todavía no había llegado, que seguro estaba en la farmacia. Por papá no pregunté porque ya sabía que solo iba los lunes de tarde. La que sí andaba dando vueltas era la enfermera. «¿Está cómoda Irmita? ¿O le cambio las almohadas? Me parece que tiene la cabeza muy empinada, no estamos para sumar un dolor de cervicales, Irmita». La abuela le contestó con un gesto con la mano como diciendo vaya, vaya. Cuando la enfermera se fue del dormitorio le pregunté cómo se sentía. Yo ya no me siento, nena, me dijo, y miró para la ventana por donde entraba una claridad insoportable que la obligó a cerrar los ojos.