Cuento | Por Julián López

Una conversación muy larga

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Julián López (Buenos Aires, 1965) es escritor, actor y docente. Publicó los libros de poesía Bienamado (2004) y Meteoro (2020) y las novelas Una muchacha muy bella (2013), La ilusión de los mamíferos (2018) y El bosque infinitesimal (2022).

–Buen día, disculpe, vamos a hacer un poco de ruido, poco, será rápido, vamos a tirar el tronco.
–Buen día, no había visto, estaba acá mirando el verde. ¿Fue con la tormenta de la noche?
–No, está así de la última semana, pero hay que sacarlo, recostarlo sobre el verde antes de que caiga solo.
–Claro, es un peligro, puede caer para cualquier lado.
–No se preocupe, él va a inclinarlo para nuestro lado, no hay peligro, nadie va a salir lastimado.
–Nadie va a salir lastimado.
–Nadie va a salir lastimado.
El hombre llegó con una soga blanca de tres pulgadas, un natural de los bosques de alta mar, un hombre capaz de resolver la ecuación del viento, saber para dónde sopla. El viento que derrumba. Un hombre capaz de hacer flotar las naves y de echarlas a su suerte.
Lanzó entonces la soga blanca de tres pulgadas y enlazó el mástil recostado vertical sobre otro mástil. El hombre se enredó a si mismo con el mismo lazo, en diagonal, como una casaca de oficial del ejército imperial, quedó unido al tronco desde su propio tronco y empezó a cinchar.
–Este barco no navega más. Este bosque se va a pique. Un bosque cada vez más quieto.
–Yo estaba sentado en la silla junto a la mesa en la galería mirando el residuo de la lluvia sobre el verde, el recuerdo de la lluvia persistente, toda una noche de lluvia sostenida, una decisión de tormenta dócil, derramada desde el borde de un día de calor insoportable.
Estaba sentado y tranquilo. Esa es la manera en que paso los días de la renuncia. Los días de ver el barco que se aleja y que lo que queda es el mar. Interminable.
–Buen día, disculpe, vamos a serrar el tronco ahora. Serán solo unos minutos en que escuchará la sierra, un motor a babor de este bosque.
–Buen día, claro, un pistón menos en la nave. El bosque a veces clava su verdad como un rayo. Ya está. Es necesario desechar lo que no sirve, que cada quien arrope como pueda su corazón insignificante. Que cada quien mire como pueda la escena mítica del griego que cincha en el mar con su soga blanca de tres pulgadas. Hay hombres que tienen una voluntad descomunal: cinchar para obligar al mar a convertirse en nave.
–Buen día. Sí. Disculpe.
–¿Se puede saber qué piensan hacer con eso? Buen día.
–Sí, buen día.
–Ese árbol se recostó sobre el lomo de su compañero durante la noche, durante la tormenta, durante la renuncia.
–Buen día, está así desde la semana pasada, le dije.
–Sí. Buen día, me dijo. Buen día.
–Vamos a transportarlo.
–Podrían dejármelo aquí, a los pies de esta escalinata. Yo podría mirarlo por las tardes y nadie repetiría el buen día. Ni las disculpas.
–Disculpe, no quise importunarlo. Era necesario hacerlo, era peligroso dejarlo, nadie sabe para dónde puede resbalar, para dónde se puede caer, dónde están los remolinos, dónde la mar serena, dónde el remanso.
–Habla como un recuerdo, como aprontándose a recibir el mástil que cae, viendo a la flota quieta sobre el mar desde el minarete. Yo hablo como un loco. Y ese griego permanece en silencio. Solo sabe cinchar, solo sabe que las palabras son insuficientes, guijarros también insignificantes.
–Usted exagera y este es un buen día de los días tristes. Y nosotros tenemos que hacer el trabajo y el trabajo debe ser hecho. Usted exagera.
–Puede ser, es cierto, me lo han dicho. Un magma, algo absurdo, insignificante. ¿Se puede saber qué van a hacer con el tronco después de serrarlo? Así, caído como está, o en secciones, podría dejarlo al pie de esta escalera. Yo podría mirarlo.
–Al griego le da igual. Podemos dejarlo, pero, disculpe, necesito que deje de hablarme.
–Puedo dejar. Usted puede dejarme. Al pie de la escalera.
–Así puede mirarlo. Buen día.
–¿Y el griego?
–El griego puede dejarlo, claro.
–Claro. El trabajo debe ser hecho.
–Si tiene pensado conseguir leña fácil le advierto que eso no va a arder, está lleno de humedad, lleno de la lluvia persistente.
–No sé arder.
–Claro.
–Bueno, ahora voy a irme, usted no deja de hablarme y el trabajo de derrumbar requiere concentración porque es peligroso, alguien puede salir lastimado.
–Claro, disculpe. Buen día.
–Cuando lo deje aquí voy a mirarlo. Así voy a adentrarlo en toda sequedad, una tormenta que retira para siempre al mar de la hondonada. La sola nave supone el mar y la marea, la sola nave es la tragedia lenta en la caída, la entrada inaugural del bote nuevo en el agua inmemorial. La sola nave.
–Disculpe, este es un árbol caído, de él se hace leña, eso lo sabe cualquiera. Un árbol así es insignificante aunque pueda ser triste. Eso lo sabe cualquiera. Usted mismo podría saberlo si no exagerara.
–Necesito que deje de hablarme, el trabajo es peligroso y usted me desconcentra. ¿Por qué no puede dejarme y ya? ¿Por qué vuelve por tan poco? ¿Un like?
–Disculpe. No es nada agradable.
–Sí, disculpe. El magma.
–Usted estaba sentado en la silla junto a la mesa en la galería mirando.
–Es cierto, así estaba, pero el trabajo debe ser hecho y usted me desconcentra, me deja un like. Aprenda del griego, cincha en silencio con su soga blanca de tres pulgadas como una infantería.
–Es cierto, el griego no habla, hace el trabajo. Porque el trabajo debe ser hecho.
–Yo podría preguntarle, ¿ve la nave, ve la innumerable cantidad de astillas, ve la ecuación de Arquímedes sobre el volumen del agua?
–El griego se reiría de usted.
–Lo sé. Tengo que dejar de hablar y poner manos a la obra. Separar lo que se unió para vivir, para ser árbol, separar eso en hebras, recuperar astillas de eso que ahora no puede arder.
Una vez llegó hasta mi casa y dormimos juntos. A la mañana siguiente dijo: jjjjcghtrnzctpqrzklm y yo recordé al griego y a la cincha, la soga blanca como de tres pulgadas, recordé al árbol recostado que caía. Él siguió diciendo: …pero tenía venir, tenía que ver qué había acá. Yo no pude contestarle: ¿qué podía haber acá, en la casa de un hombre, qué podría encontrarse en la casa de un hombre?
–¿Herramientas?
–¿Herramientas?
–Usted está demasiado perplejo. Podría separar las astillas y enumerarlas, podría serrar concentrado para que se vuelvan fósforos. Podría arder, si quisiera. Aprender.
–No me desconcentre.
–Disculpe.
–Otra vez estábamos en la casa y el hombre dijo: esto es verdad.
Y otra vez: esta va a ser una conversación muy larga.
–No creo que exagere pero podría aprender.
–¿Del griego?
–Del árbol.
–El árbol está a los pies de la escalera. La escalera misma fue un bosque.
–Pero usted qué quiere.
–Arder. Hacer el trabajo porque el trabajo debe ser hecho.
–Disculpe, usted me da miedo, parece un hipocampo y habla solo.
–Esa es una soledad insignificante, una piedrita que se disuelve en el mar. Nadie lo sabe.
Él querría regresar, volver de la perplejidad, disolverse por fin. Nadie lo sabe.
–Pero mire todos los árboles que hay. Todo el bosque.
–Una vez vino a mi casa y dormimos juntos. Dijo: tenía que ver qué había y también esto es verdad y también esta será una conversación. También preguntó: ¿serás vos quien me abra los ojos?
Una vez dormimos juntos. Ahora es esta jangada que llega desde mar arriba. Una jangada a los pies. Una jangada incesante.
–Disculpe, buen día. Vamos a tirar al árbol caído.
–Claro, buen día. El trabajo debe ser hecho.

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