14 de diciembre de 2025
Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963) es licenciado en Sociología y se desempeña como docente en la Universidad de Buenos Aires y en bachilleratos para adultos. En 2010 recibió el Premio Emecé de Novela por Dóberman. Entre otros libros, publicó además las novelas El amparo (1994, 2018, 2024), El desamparo (1999), El director (2005, 2025), La familia (2014, 2025), Piquito a secas (2016), Los peregrinos del fin del mundo (2018) y Piquito en los vientos (2024).

La camita, apenas una cuna grande, le quedaba chica. Él sacaba los piecitos entre los finos barrotes de madera. A veces, apoyaba las plantas en esos barrotes y, estirando el cuerpo, hacía fuerza con la coronilla contra los del cabezal como si pretendiese extender las maderas de la cama. Aspiraba a ciertos poderes o, más bien, le gustaba sentir la presión de los barrotes en su cráneo y saberse en una puja contra lo que no era más que una cuna, lo admitía, pero que a los cuatro años ya la juzgaba una suerte de destino.
Sabía también que si lo hacía en uno de los costados del cabezal, la cuna crujía lo suficiente como para que Elena escuchase, aun cuando la puerta de la habitación estuviera entornada. Es que la cuna se estaba descuajeringando y los tornillos chirriaban en arandelas y tuercas oxidadas y en lo poco de madera que los ajustaban. Fue su forma de avisarle a la doméstica que estaba despierto. Y a poco que lo hizo Elena entró, como si estuviera con el oído aguzado para escuchar esos crujidos. Se dirigió a la ventana y levantó la persiana. Era febrero y fornidos rayos de sol cayeron sobre la cama matrimonial de Mole, su madre. Aun en verano ella dormía con una especie de frazada, cosa inusitada para una mujer de semejantes volúmenes, y el sol reverberó en los hilitos de nylon que salían de la tela gastada, hecha un guiñapo a los pies de la cama. Era una frazada que había dejado Alitas de pollo, su abuela, cuando se había ido de la casa dos meses atrás. A causa de esto, había llegado Elena.
La mujer lo miró desde la ventana con su gesto adusto, casi imperturbable. De vez en cuando, emitía un chasquido apagado que ni siquiera era de disgusto. Sonaba como a resignación de estar en el mundo. Al nene no le parecía mal ese chasquido de caballo que tira de la carreta y que ignora cualquier otro camino. Le sonaba a paciencia infinita, un mensaje de que más valía ser cosa. Él la miraba con sus grandes ojos castaños, el mentón metido entre los hombros. La esperaba. Ella fue a él y lo levantó como hacía todas las mañanas. Él se dejaba hacer. Dejaba blando el cuerpo y apenas si estiraba los brazos. Luego ubicaba una pierna por delante del cuerpo de ella y la otra por detrás. Elena lo apretaba contra su cuerpo con su brazo de hierro. Volvía a la otra habitación del departamento y seguía con sus quehaceres con él a upa. No pasaban más de unos momentos y al nene se le paraba el pitito. Entonces, ella aflojaba el brazo un instante apenas y después de que el pitito duro quedaba acomodado, volvía a su brazo de hierro, a esa autoridad del brazo que lo apretaba contra el cálido cuerpo, contra las carnes de mujer.
Con una mano se bastaba. Limpiaba todos los muebles de la habitación. Rociaba con un expendedor y luego la gamuza. Se estiraba hacia arriba y a veces se agachaba un poco. Entonces –se percibía apenas-, ella apretaba todavía más su brazo de hierro. Nunca dolía, más bien lo contrario; se hundía en el cuerpo de ella y el calor era más grato. Él tendía sus brazos sobre ella y solía agarrarse un poco de la tela de su vestido, sobre todo con el brazo que iba por delante de ella. La zona de su codo le rozaba un pecho. No apretaba los puñitos pero se sentía más seguro. También, le gusta sentir en sus palmas la tela del vestido de ella. Gozaba. No solo con el pitito sino con todo el cuerpo abrigado por el de ella. Estaban fundidos en una sola esfera de pertenencia y eran uno y otro completamente íntimos. Ella no lo miraba siquiera, su gesto seguía adusto y, cuando encontraba alguna dificultad con la gamuza, su boca ligeramente se torcía. En una de sus mejillas, Elena tenía una fea verruga negra, bastante protuberante. Por fortuna para él, ella lo levantaba siempre con el otro brazo y no tenía que verla. Debía de ser su brazo más fuerte. Para él, no obstante, no era un brazo fuerte meramente; era de hierro, continuidad y parte de una voluntad que estaba en ella. Lo sostenía y lo apretaba su voluntad, ese poder que emergía en tanto los dos se fundían en una intimidad en presente. Gozaba con el poder de Elena –él no sabía, claro, todo aquello que intuía– en tanto era un poder solamente actual. Era un poder que estaba en lo que para él era un paseo y duraba un rato. Era un poder en ese espacio, en ese contexto, y él era un gozador al cual se le daba ese placer por razones que ignoraba pero que estaba seguro de que existían. Era el gozador en su goce porque no había en el goce sino legitimidad, razones últimas. A veces sí, a veces apretaba sus puñitos y aferraba la tela.
¿Sospechaba el nene que, tout court, era un señorito para Elena? ¿Adivinaba que ella era siempre la doméstica? Tal vez supiera de algún modo que era la doméstica aun cuando las paredes del desvencijado departamento se descascaraban y caía más o menos por todos lados. No del techo, que solo griseaba y en algún rincón negreaba, pero sí de cada una de las paredes. Finas placas de pintura que no se habían apegado en verdad al revoque, que se doblaban y se separaban de él con aparente aversión. Iban sobresaliendo más y más y, a la altura que llegaba, el nene las tiraba al piso usando un lápiz. Se cansaba de ver esas alas que salían de la pared. Cuando nadie lo veía, con un lapicito corto y con la mina rota, instrumento de albañilería para él en tanto creía mejorar las cosas, de un solo golpecito las arrancaba. A su parecer, el manchón de revoque podía pasar por un dibujo, por adorno, una nube en un cielo pintado. Recogía los pedazos de pintura del piso y los llevaba a la basura. Su madre, Mole, no le decía nunca nada al respecto; ni siquiera parecía advertirlo. Su abuela, Alitas de pollo, cuando vivió allí, se sorprendía de la aparición de esos manchones y no los relacionaba con él. Buscaba los pedazos de pintura en el piso y, al no encontrarlos, suponía que era Mole la que se encargaba de ese asunto. «¿Qué hace?», decía en voz alta, en un rapto de exigencia que se diluía de inmediato, que enseguida se hundía en ella y desaparecía.
Esta vez, el nene hizo lo que nunca; apoyó su mejilla en el hombro de Elena. Se entregaba. Luego de hacerlo, luego de entregarse, se dio cuenta de que no lo había hecho antes, de que su cuello se había empecinado en apartar su cabeza siquiera un poco, de que su cabeza, ella, había pretendido algo incomprensible, enhiesta como una bandera en un mástil. Elena, al advertir su gesto, lo levantó, haciéndole pegar un pequeño salto y lo acomodó mejor. Luego, volvió a su brazo de hierro. No giró la cabeza hacia él ni hizo más que ese acomodarlo a su nueva posición. Él, en realidad, echó una ojeada rápida y constató de inmediato que no debía esperar otra cosa. Ella siguió en lo suyo, limpiando, solo que él estaba más cómodo y más abrigado y, de repente, quiso más, quiso más goce; se movió un poco en un espasmo contra el cuerpo de Elena y ella lo clavó literalmente con un brazo ya de acero. ¿Era un no? El nene, asustado, interpretó esto. Era un no, hasta cabrero. Aunque, por otro lado, su pitito, apretado todavía más contra las carnes de Elena, reclamaba en una suerte de empinamiento cosquilloso y sanguíneo. Estaba cercano a un paroxismo y no quería quedarse ahí, como si este estado, un umbral, fuese un fracaso para él. Aun asustado intentó algo, pero no pudo pasar de ese umbral. Hizo otro esfuerzo, llevando su boca hacia el vestido de Elena y raspándolo con sus dientes salivosos. No logró moverse un milímetro y gozaba y casi se dolía. Sin embargo, al fin se resignó a un apartamiento de ese umbral. Sacó su lengua y lamió el vestido de Elena y lo mojó con su saliva.
