22 de abril de 2025
Ana Basualdo nació en Buenos Aires y vive en Barcelona. Se formó como periodista en el semanario Panorama. En 1975 tuvo que exiliarse a España, donde entre otros medios trabajó en los diarios El País y La Vanguardia. Publicó el libro de cuentos Oldsmobile 1962 (1985, 2012), el ensayo Paseos por Barcelona fugitiva. Rastros de la ciudad ácrata (2015) y una recopilación de crónicas, El presente (2020). También editó Crónicas ejemplares. Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975), de Enrique Raab (1999).

En tren al Tigre pasan bordes como de orilla de río: un corredor fulgurante de verde que se hizo solo, unidos los espacios (que el tejido de alambre separa) en un abigarramiento de yuyos, plantas y árboles florecidos: jacarandás, ceibos, tipas, Santa Rita rojas, violetas y amarillas, magnolios, jazmines celestes, jazmines del Cabo, rosas de Japón, lilos. Si no, medianeras de casas viejas de dos o tres pisos con resquicios y fondos de zaguanes por donde asoman ramajes rojos de Santa Rita y matas verdes con orquídeas amarillas minúsculas en cascada. Y las filas de casuarinas y los plátanos y las tipas de troncos descomunales y arqueados en las cuadras de una sola vereda donde las casas miran a las vías, como si el tren fuera fluvial. Ahora, en Núñez ya empieza el paisaje de las torres altas. Entre La Lucila y Beccar, el tiempo no pasó.
Es casi mediodía, hace un calor pegajoso de pleno verano y cruzando bajo el sol a pico el puente sobre el río Tigre se ve a una mujer a un lado y a dos hombres al otro apoyando bolsos y carteras en las respectivas barandas, quitándose ropa: el puente es de un blanco cegador y no dan ganas de pararse a mirar el río sino de apurarse hasta la sombra del gomero que tapa, desde aquí, la media manzana vallada donde estuvo el palacete que en los años cincuenta fue sede social del Club Atlético Tigre. La visión de ese edificio desde el tren anunciaba la entrada parsimoniosa al lugar: ciudad e islas. Al comienzo del Paseo Victorica, frente al río, sigue intacta la ferretería donde vivía una compañera del secundario que, complacida, solía contar que los lunes al amanecer pasaban ahogados flotando por delante de su casa.
En amaneceres de niebla cerrada, cuando se oía el ruido inconfundible del motor de la lancha colectiva, había que llevar a la punta del muelle el sol de noche, balancearlo como un péndulo y, en cuanto parecía que la lancha ya cruzaba el río apuntando al muelle, había que apagar el sol de noche y, corriendo, dejarlo colgado de un clavo en una viga, abajo de la casa, entre los pilotes, mientras la lancha se materializaba en la orilla y un muchacho bien despierto con una mano enlazaba la soga a un poste del muelle y te daba la otra para saltar.
Al salir de la estación, en la vereda, un par de muchachos disfrazados de hippies exponen, dispersos sobre una alfombra vieja, pedruscos de cuarzo de las minas de Catamarca. Adormilados bajo el sol, explican –turnándose, corrigiéndose– que esas minas no son de propiedad argentina: «Se lo llevan gratis los rusos. Esto que tenemos acá es lo que a ellos se les cae de las bolsas. Nosotros las piedritas las engarzamos en anillos, collares, pulseritas…».
Pasa lento un camalote por el medio del Paraná Miní soleado y ancho; pasa y desaparece en la curva del Chaná.
El camalote o lirio de agua o jacinto de agua (Eichhornia rassipes) flota sostenido por pecíolos inflados de aire y por rizomas esponjosos con raíces largas y sueltas como cabelleras envolventes que los nadadores odian. Las hojas son gruesas y onduladas en el borde, las flores rosáceas o azuladas y los frutos cápsulas de centenares de semillas. El camalote forma un camalotal, que atrae, aloja y transporta en su capa visible y en la subacuática y en los intersticios, como un hotel viajero muy permisivo, otras plantas y cantidad de especies zoológicas terrestres y anfibias, en una ruta de dispersión biológica desaforada hacia el Río de la Plata. El ojo se queda prendido de aquella balsa natural que parece un tapiz barroco en el río casi vacío: alguna canoa, la lancha colectiva dos veces al día, un aliscafo algún domingo, un remero que bajó, dice, a las seis de la mañana por la rampa del club Canottieri, en el río Luján, y se acerca sudoroso al muelle a pedir un vaso de agua, a ser posible fría. Pero las preguntas sobre la naturaleza rara del camalote, si las hay, en el muelle o en la galería, desde que aparecía en una curva y desaparecía, a unos mil metros, en otra, huían con la corriente sin perturbar la contemplación muda. Cuál es su destino y su huella, por qué la especie Eichhornia crassipes tan escudriñada y admirada por los biólogos es a la vez temida como una de las plantas más invasoras y dañinas del mundo. El camalote reproduce por semillas y por estolones, crece a gran velocidad y, llevado por la subida del río, avanza poblándose de huéspedes. La lista completa de la fauna que transporta ocuparía varias páginas: sanguijuelas entre las raíces, nidos y huevos de aves, insectos, peces, arácnidos, ofidios, anfibios, mamíferos. Aguantan incluso, algunos, el peso de yacarés, yaguaretés, ciervos del monte, carpinchos.
Empujado por el viento, prisionero de algún remanso, el camalote prolifera hasta que no puede más, cubriendo rápidamente un arroyo, dejando el agua sin luz y sin oxígeno, taponando canales y tubos de conexión, matando plantas y peces. Investigadores del Conicet aprovechan la época de grandes crecientes –cuando avenidas de camalotales desfilan ante los muelles– para tomar muestras de la flora y la fauna subtropicales recién arribadas. Investigaciones que suelen concluir con un elogio del camalotal como «eficaz medio de dispersión de la biota costera», «como regulador de la biodiversidad en el sistema fluvial», atributos que deben ser atendidos «al planificar medidas paliativas contra los problemas que pueda causar la vegetación flotante».
¿Cómo proteger el camalotal y a la vez defenderse de su proliferación mortífera? «La política de conservación más simple y de costo económico más bajo sería dejar a los camalotales concluir su ciclo natural, dispersando animales y plantas por el sistema fluvial, el cual tarde o temprano limpia las playas y retira los restos. Lo más confrontable durante el último arribo de camalotales se vio en los contiguos partidos de Ensenada y de Berisso. En el primero, se ordenó retirar con pala mecánica la vegetación, cargarla en camiones y depositarla en el relleno sanitario, lo que provocó la muerte de todos los organismos y gran pérdida de dinero. En Berisso, no se quitaron los camalotes; solo se cerraron los balnearios y se dejó que el río mismo con sus mareas retire los restos».
Aparecen en lo alto del Miní, pasan balanceándose y se amontonarán, asfixiando el agua en los remansos, como una alegoría del crecimiento (inmobiliario) sin contención.
Procedo de familias isleñas y tigrenses de origen mayoritariamente italiano.
La alusión al Tigre y a las islas era continua, en la mesa larga del abuelo friulano, entre el humo de la cocina a carbón que la abuela genovesa abanicaba: de ahí venían la fruta y las viejas historias. Al tiempo de abundancia debida al mimbre y a la fruta (lanchas cargadas de cestas a rebosar de ciruelas, duraznos, manzanas y membrillos enfiladas en el Puerto de Frutos de San Fernando) siguió, después de las inundaciones de los años sesenta, el tiempo apenas sostenido por la madera del sauce álamo, solo útil para cajones. El astillero de mi abuelo materno se llamaba El Tigre. El periódico de mi bisabuelo paterno también se llamaba El Tigre. El primero sería, creo, mussoliniano; el otro, masón y socialista.