Cultura

Cultura liberada

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Internet y la tecnología digital mediante, cada vez más músicos, escritores y cineastas apuestan a la circulación abierta de sus obras. Una nueva forma de entender la propiedad intelectual.

 

Obra en mano. El escritor Magnani y Vautista, uno de los directores de La educación prohibida, a favor del copyleft. (Guadalupe Lombardo)

Como un portal hacia una nueva dimensión, escritores, cineastas, músicos, artistas y poetas hallaron diversas herramientas tecnológicas y legales que les permiten difundir sus obras a través de Internet, liberando su circulación y logrando así mayores audiencias. Frente al dominante modelo restrictivo impuesto por el copyright y la industria del entretenimiento, en la era digital comenzó a crecer el movimiento social de la cultura libre. Hoy es una alternativa válida para los autores a la hora de distribuir sus creaciones. Una filosofía cuya piedra basal podría resumirse así: «La cultura se protege compartiéndola».
En este nuevo contexto, las licencias legales de uso libre y gratuito, conocidas como copyleft, ofrecen a los creadores la posibilidad de ejercer su derecho de autor y de pactar de antemano las condiciones de uso de su obra: formas de reproducción, copias, redistribución y versiones modificadas. De esta forma, los bienes culturales quedan liberados y otorgan un mejor acceso a quienes se interesen por los mismos, dejando fuera del circuito a empresas y organizaciones intermediarias. Las mismas que, con sus presiones económicas e incluso legales hacia los usuarios, suelen enarbolar eslogans como «todos los derechos reservados» y «prohibida su reproducción».
«Uno tiene instalado como sentido común que lo mejor es proteger tu obra, cuando en realidad lo que estás haciendo es aislarla», opina Esteban Magnani, escritor, periodista y profesor en la Universidad de Buenos Aires. Lleva publicados tres libros: El cambio silencioso, sobre fábricas recuperadas; la novela Desde la revolución y el reciente Ciencia para leer en bicicleta. «Creo que las ideas no son como las cosas: si alguien las usa, no me faltan a mí. Porque aun el objetivo de ganar dinero por mi arte creo que está más cerca cuanta más gente me lee. Y, si no es así, igual me importa más que me lean», asegura.
Sus libros se pueden encontrar en formato papel en diversas librerías, editados por Prometeo, Gárgola y Capital Intelectual. Y, al mismo tiempo, se pueden descargar de forma libre y gratuita desde la página web y el blog del autor, ya que Magnani permite y alienta la copia de sus contenidos. La novela, por caso, cuenta con licencia libre de Creative Commons. Su página web, además, cuenta con una sección donde se pueden encargar y pagar los libros o hacer aportes voluntarios, como otra forma de financiación con respecto a la histórica pequeña ganancia del escritor por el porcentaje del precio de tapa.

 

Mío, tuyo, nuestro
En los últimos años, en relación con el movimiento de la cultura libre y su entorno digital, han surgido una serie de iniciativas independientes que son económicamente viables y que a la vez favorecen la creación de contenidos colaborativos. Esta lógica, que tiene sus orígenes en el modelo de construcción comunitaria propuesto desde el software libre, genera otros circuitos de producción, distribución y circulación. Un abanico de posibilidades que ya está siendo aprovechado por numerosos autores en proyectos individuales y colectivos.
En el rubro musical, son cada vez más los que eligen este camino. Uf Caruf!, por ejemplo, es un sello virtual que tiene por objetivo liberar las canciones editando los discos bajo las licencias copyleft de Creative Commons. Todos están disponibles para ser descargados de manera gratuita desde su sitio. «El negocio no está en el disco», asegura Lautaro Barceló, guitarrista de Orquesta de Perros y uno de los fundadores de la escudería platense inaugurada en 2009. «Hoy son múltiples las posibilidades abiertas por la tecnología, como laburar cooperativamente desde diferentes países, o compartir con el mundo una canción. Cada acción genera público, y la mayoría de los pasos que dan las bandas del sello son por cuenta propia. A su vez, eso alimenta el colectivo y mezcla los públicos. La gente se moviliza por las canciones, se identifica con ellas. Y nosotros necesitamos de su respuesta para cerrar el círculo», explica.
La educación prohibida es una película documental que se inició a partir de una idea de German Doin, su realizador integral, y la dirección de Juan Vautista. Culminó con un relevamiento que abarcó ocho países y que incluyó la participación de 704 coproductores. «Al avanzar con el proyecto, conocimos el crowdfunding (financiación colectiva) y lo montamos en nuestro sitio», relata Franco Iacomella, coproductor y asesor en plataformas web colaborativas y modelos de distribución copyleft. «El modelo consiste en aportes de personas que apoyan un proyecto y obtienen a cambio un tipo de participación especial: un certificado oficial para imprimir, un perfil público en nuestro sitio web y una mención como coproductor en los créditos finales de la película», detalla Iacomella.
«No sólo logramos financiar la totalidad de la película, sino que se alcanzó a recaudar el 108% del total que necesitábamos originalmente», agrega. Para la realización técnica del film, lo mismo que en las plataformas web de comunicación, los realizadores emplearon herramientas provenientes del software libre. En cuanto a los aspectos legales, el documental fue lanzado bajo una licencia abierta de Creative Commons, que permite su copia, modificación y redistribución, a la vez que prohíbe su uso comercial o con fines de lucro. La distribución fue resuelta por diversos canales: desde su estreno en salas en agosto de 2012, está disponible para su descarga en el sitio web oficial y también puede ser vista online en diferentes plataformas como YouTube y Vimeo.

 

Cambios y regulaciones
Las licencias libres y abiertas son dispositivos que habilitan la posibilidad, hasta hace poco negada, de que los creadores decidan sobre las formas de circulación y reapropiación de sus obras. En ese sentido, vienen a reconfigurar las relaciones de poder en el contexto de las industrias culturales, como indica uno de los conocidos lemas del movimiento Copyleft: «Saltar al intermediario».
En este nuevo esquema, las grandes corporaciones de multimedios transnacionales se ven forzadas a readecuarse. La concentración del juego en unas pocas manos parece haber quedado atrás: todo indica que el viejo panorama cultural del siglo pasado está dando lugar a uno nuevo donde intervienen una mayor cantidad de actores. Sin embargo, el nuevo escenario que va tomando forma no garantiza la diversidad: han surgido corporaciones en la red que concentran el poder de una forma mucho más eficaz que sus antecesoras.
«¿Qué pasa si alguien me quiere leer en Japón? ¿Tiene sentido gastar combustible de avión para algo que con un click podría estar en sus manos?», plantea Magnani, ante la llegada directa e inmediata al público que habilitan Internet y los formatos digitales. Los libros digitales casi no tienen costo una vez editados. ¿Por qué valen muy poco menos que los de papel? Se trata de uno de los interrogantes propios de esta época.
Todo indica que hacen falta nuevas herramientas, tanto en el aspecto legal como en el organizativo. Hasta ahora, esas formas de agrupamiento estuvieron ligadas al mercado (como las grandes corporaciones de medios) o al Estado (como las gestoras colectivas). «Hoy es necesario crear nuevas formas de construcción de poder: sin representaciones ni centros, más abiertas y distribuidas. En principio, hace falta que los creadores se organicen de forma autónoma y construyan dispositivos técnico-legales con una lógica diferente a la que hasta ahora se ha empleado», manifiesta Iacomella.
«Sin dudas hacen falta nuevas legislaciones», afirma Laura Marotias, socióloga, vicepresidenta de SoLAr (Software Libre Argentina). «Las leyes que hoy regulan la circulación de la producción cultural, específicamente las de propiedad intelectual, fueron producidas para regular el mundo de los bienes materiales, siempre asociados a un soporte físico, como un disco o un libro. Uno de los grandes cambios tecnológicos, que ha impactado fuertemente sobre el modo de producción y circulación de la cultura, es la digitalización, la posibilidad de separar un bien cultural de su soporte físico. Este acontecimiento tecnológico-cultural es uno de los elementos que más desafía a las legislaciones actuales, ya que los bienes inmateriales, aquellos no asociados a un soporte físico, pueden reproducirse y distribuirse a un precio bastante cercano a cero, de manera que generan una relación nueva muy diferente a la que las normativas que aún nos rigen tenían por objeto regular», señala la socióloga.
A su vez, las posibilidades que brinda la tecnología ponen de manifiesto la legitimidad que tiene para la sociedad actual la idea de compartir la cultura. «Es algo que siempre hicimos: basta recordar la revolución de la doble casetera, los compilados caseros o los VHS copiados en casa de algún amigo afortunado con dos videocaseteras», recuerda Marotias. «Lo que ha cambiado drásticamente es la escala. Y es allí donde se está experimentando una especie de explosión de esta filosofía de compartir: desde el caso Napster hasta el de Taringa, hace casi 15 años que venimos hablando del choque entre las prácticas consideradas legítimas por la mayoría de los ciudadanos y las legislaciones existentes en materia de propiedad intelectual. Son necesarias, por lo tanto, legislaciones nuevas que, además de contemplar los enormes cambios tecnológicos de las últimas décadas, deben reconocer y amparar el derecho de los ciudadanos a la cultura y a la información, sin ninguna clase de barrera jurídica, política, económica o tecnológica».

—Andrea Pereyra

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