17 de diciembre de 2025
En su cuarto disco solista, Charo Bogarín retoma la senda de su exgrupo Tonolec para cantar en lenguas qom, guaraní, aché guayaki, tehuelche y mapuche, entre otras. El recuerdo de su padre desaparecido.

La historia de Charo Bogarín está atravesada por la tragedia, la lucha, el arte y la convicción. Con ancestros guaraníes, nacida en 1972 en Formosa, su padre fue secuestrado en 1976 y desde entonces integra la ominosa lista de desaparecidos. Era pequeña: tiene un recuerdo brumoso de ese momento que partió en dos a la familia. Su madre sacó una fortaleza quién sabe de dónde y sola, con dos hijas, se propuso no caer y salir adelante. Con esos ejemplos –su padre, militante, Pancho Bogarín; su madre, Dora, recibida abogada a los 60 años–, Charo se constituyó como mujer, cantante, compositora, investigadora y periodista. Les ha dedicado canciones a muchísimos de sus afectos. Para el padre escribió la bella «En mi voz como paloma»: «Cómo pensar querer en estos tiempos/ si de tu lado yo me fuera/ defiende siempre mis sueños/ Y ahora que pienso en que ya no te tengo/ Soles brillarán al estero de tus recuerdos».
Su madre se mudó de Clorinda a Resistencia, Charo estudió Comunicación Social y trabajó casi una década como periodista gráfica. Lentamente el canto le fue ganando a la cronista; ella entiende ambas actividades como complementarias. Ya en Buenos Aires, profundizó un vector específico de la música argentina: la combinación de la raíz y las lenguas de pueblos originarios con la electrónica. Esa fue la fórmula de Tonolec, el grupo que formó con Diego Pérez hace 20 años. El sonido de esta banda fue un hallazgo que sorprendió a una escena folclórica reacia a la experimentación.
«Con Tonolec marcamos un camino de fusionar la música electrónica con el canto de raíz, indígena. Este tipo de fusión sigue siendo novedosa en el siglo XXI.»
Sacaron una serie de discos, en perspectiva, disruptivos. En paralelo, encaró cono La Charo una carrera solista, con una impronta más cancionera, ortodoxa si se quiere. Hizo temas propios, repertorios latinoamericanos y hasta un emblemático homenaje a Mercedes Sosa que tituló Legado, a pedido del hijo de la tucumana, Fabián Matus.
En pareja con el actor Juan Palomino («hace siete años que estamos juntos, totalmente enamorados, ¡todas las mañanas me sirve el desayuno en la cama!») y vicepresidenta del Instituto Nacional de Música, ahora volvió a sorprender con un disco en el que de alguna manera regresa a los orígenes de Tonolec: Areté. El álbum ya suena en las plataformas y tiene una preciosa edición en vinilo. Son nueve canciones en lenguas originarias en las que, como ella misma dice, reconecta con su «ADN nativo de mujer guaraní». Con la producción de Juan Sardi y Juan Blas Caballero, Charo canta en clave pop sobre un colchón electrónico en qom, guaraní, aché guayaki, tehuelche, mapuche y selknam, entre otras. «Es mi cuarto álbum. Me gusta pensar estas canciones como punta de flecha de una simbología que tiene que ver con ser mujer y guaraní», dice. Este viernes 19 lo presenta en vivo en Niceto Club.
–¿Por qué Areté?
–Significa «Tiempo verdadero» y es una celebración que hacen los guaraníes en territorio paraguayo que se llama el Areté Guazú. Es una fiesta análoga a la Semana Santa de los cristianos. Ahí está la espiritualidad, la religiosidad. Se reúnen para cantar, para bailar, para fortalecer ese estado de comunión de aldea. Y es muy pintoresco. Con máscaras, plumas. Me interesó volver a esa idea de encuentro.
–Por cómo suena y por estar cantado en lenguas originarias, se escucha como un regreso a Tonolec.
–Sí, tiene que ver. Con Tonolec marcamos un camino de fusionar la música electrónica con el canto de raíz, con el canto indígena. Y de repente mi cuarto álbum solista me encuentra acá, como trazando un círculo que se cierra o que se abre para siempre. Es imposible no agradecer esos comienzos que tuve con mi compañero de Tonolec, Diego Pérez. Este tipo de fusión sigue siendo novedosa en este siglo XXI. Ahora se sumó lo que se denomina «música urbana». Fijate lo que hace Milo J: yo me siento muy cercana a su propuesta. O a la de Feli Colina, que tiene unas versiones folclóricas impresionantes. O a la de una artista de la Patagonia que se llama La Valenti que rescata el loncomeo y la obra de los Berbel. O propio lo de Cazzu, desde Jujuy.
–La mujer está siempre presente en tu obra y en tus comentarios.
–Sí. En Areté hay colaboraciones clave. Llamé a una cantante que amo, la formoseña Ema Cuañeri. Ella aporta dos cantos ancestrales que le trasmitió su padre. Uno de ellos, «Eikanoi», es un canto para curar, de chamanes. Otra de las invitadas es Carina Carriqueo, que canta en lengua selk’nam. Los selk’nam son de Tierra del Fuego.
«Atravesar la desaparición de Pancho Bogarín, mi viejo, un luchador, fue bravo. Por suerte tenemos memoria, y la ejercemos aún en estos tiempos aciagos.»
–Trabajaste como periodista en Chaco. ¿Qué te queda del oficio?
–Mucho. De mis veinte a mis treinta años ejercí el periodismo gráfico en Resistencia y ahora, cuando tengo que hacer una gacetilla de prensa, por ejemplo, me súper sirve ese bagaje. Ni hablar cuando difundo y me expreso a través de las redes. Hago todo yo sola, independiente, y le doy importancia a la comunicación. El periodismo lo llevo en las venas.
–¿Cómo observás a la distancia ese tajo en tu vida que es la desaparición de tu padre?
–Yo tenía cuatro años. Mi infancia está marcada por el dolor y el color de la siesta, el perfume de provincia. Fui criada en Clorinda, en Formosa, donde hay leyendas como la del Pombero, donde el tiempo se vive de otra manera. La evocación tiene los condimentos de un realismo mágico. Atravesar la desaparición de Pancho Bogarín, mi viejo, un luchador, fue bravo. Por suerte tenemos memoria, y la ejercemos aún en estos tiempos aciagos, verborrágicos, sobreinformados. Trato de tener resguardada esa infancia. Coexisten las ganas de bailar y también el tormento. Nos costó superarlo. Y habrá que hablar aquí del esfuerzo de mi madre. Se llama Dora y ella sola cargó conmigo y con mi hermana. Le puso el pecho a la tragedia y salió a buscarnos un futuro. Tremendo ejemplo: ¡A los 60 se puso a estudiar abogacía! Es una mina que no para. Estoy rodeada de mujeres fuertes, empoderadas. Por eso creo que no fue casual el disco dedicado a Mercedes Sosa, Legado. Allí tomamos unas pistas que tenía Sony con la voz de Mercedes. Fue nuestra manera de honrarla.
Legado salió en 2019 y es una buena muestra de los universos que atraviesan a Bogarín. Participan grupos de impronta electro-folk, como Chancha Vía Circuito, Tremor, King Coya, Nación Ekeko, Daniel Martin. Y los temas que se escuchan son «Razón de vivir» (Víctor Heredia), «La colina de la vida» (León Gieco), «La maza» (Silvio Rodríguez), «Soy pan, soy paz, soy más» (Piero), «Celador de sueños» (Orozco-Barrientos), «Volver a los 17» y «Gracias a la vida» (Violeta Parra), entre otros.

–¿Qué significa para una cantante argentina la figura de Mercedes Sosa?
–Para las cantoras de raíz, para las que mixturamos géneros, el sitio de Mercedes Sosa es gigante, definitivo. Sigue vacante. Es la más grande. El lugar que ocupa es único. Fue una artista con un ángel singular, que trasciende todo. Ella era una mujer ética, su palabra, las composiciones que elegía para interpretar tenían que ver con cada momento político, social, económico que estaba viviendo. Eso le valió el exilio y a su vez la admiración eterna de la gente. Mi homenaje fue por pedido de su hijo, Fabián Matus. Yo estaba por sacar mi tercer disco y vino Fabián y me dijo: «Charo, vamos a homenajear en 2019 a mamá porque van a ser diez años que pasó a mejor plano. Quisiera que hagas una interpretación de su obra, de lo que ella cantaba». Y entonces, como ahora en Areté, nos juntamos con Juan Blas Caballero y Juan Sardi para armar Legado.
–Sos vicepresidenta del Instituto Nacional de Música. ¿Cómo llevás esa tarea, en estos tiempos tan complicados?
–Hace cuatro años me convocó el que entonces era presidente, Diego Boris, junto a Celsa Mel Gowland. Y por supuesto acepté. Es un gran lugar para hacer cosas, para lograr pasar de lo individual a lo colectivo. El INAMU es un organismo que fomenta la actividad musical independiente y autogestiva. Puse mucha garra en la creación de la Fonoteca de Arte Sonoro Indígena.
«Para las cantoras de raíz, el sitio de Mercedes Sosa es gigante, definitivo. Todavía sigue vacante. Es la más grande. El lugar que ocupa es único.»
–¿Qué es, exactamente, la Fonoteca de Arte Sonoro Indígena?
–Es un sitio de consulta, libre y gratuito, un reservorio donde están digitalizados materiales ya editados de músicas de pueblos originarios. Y también investigaciones nuestras, como unas recopilaciones que hice de cantos ancestrales de abuelas de Chubut, de canto con caja, de canto mapuche. Leda Valladares lo hizo en su momento, con hondura. Pero hay nuevas generaciones que tienen más producciones que es necesario que queden registradas. Es una tarea de resguardo. También emprendimos un trabajo sobre inéditos del Cuchi, a través de su hijo, Delfín Leguizamón, que en su momento donó Daniel Melero. Es un concierto en el hall del Teatro San Martín, y otro de la sala Casacuberta. Y estamos también con un rescate de Los trovadores de Cuyo. El INAMU es un lugar hermoso para gestionar cultura. El dinero es importante, claro. Pero lo más importante es la convicción en lo que uno hace y la vocación de laburo. Y la convicción y las ganas de trabajar, la verdad, me sobran.
