De cerca

Cazador de historias

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El escritor repasa ciertos momentos críticos de su vida y las experiencias que marcaron su trayectoria en la literatura y el periodismo. Los libros raros que rescata en una colección que dirige en la actualidad. El rol de la ficción y el núcleo de asombro que subyace en lo real.


Es escritor, autor de un libro de cuentos memorables como Nadar de noche y de novelas como Corazones, Puras mentiras y María Domecq. Como periodista, durante años fue director del suplemento Radar, de Página/12, y luego escribió las contratapas de los viernes en el diario, donde se ocupó de contar la vida de escritores y extraños personajes de todos los tiempos y latitudes con un estilo elegante y poético que le valió una legión de fervientes seguidores. Resultado de aquellas columnas son los tres tomos de Los viernes. Pero Juan Forn es también editor y hoy se encuentra al frente de la colección de un importante sello. Después de una pancreatitis que hace más de una década lo tuvo al borde la muerte, cambió radicalmente de vida, se mudó a Villa Gesell y dos veces al mes regresa a Buenos Aires, para dar un taller literario en el departamento que le presta una amiga. Allí fue donde, con Acción, hizo un extenso repaso de su vida y su destino literario.
–Estás dirigiendo la colección Rara Avis para Tusquets, ¿cómo se gestó el proyecto?
–El jefazo actual de Planeta un día me dijo: «De tantos libros de los que solés hablar, ¿por qué no hacemos una colección con algunos de ellos?». Le dije que sí, encantado, pero pensaba que no iban a estar disponibles los derechos, que todo iba a ser complicado en el mundo editorial de hoy. Y la verdad es que conseguimos unos cuantos títulos muy atractivos, y además, me armó un paraguas protector dentro de la editorial que me permite trabajar como en los viejos tiempos.
–¿Y cómo sería eso?
–Y… antes entrabas a una editorial y era poca gente que hacía un trabajo completamente personalizado con cada libro. El principio rector era el valor literario. Mi objetivo es un libro que tenga las suficientes capas de cebolla como para que le guste tanto a un pibe de 18 que leyó poco como a un lector hipersofisticado adulto. Y el hilo conductor de la colección es lo que se llama la cruza de géneros o libros anfibios. Esos que ni el librero ni la academia ni la editorial saben en qué categoría o qué etiqueta ponerles porque no son ensayos, ni biografías, ni exactamente ficción.
–Ya salieron seis títulos, ¿no?
–Sí, en principio serán ocho. Comenzó con Crónica de mi familia, de Vasco Pratolini; Anticonferencias, de Isidoro Blaistein; el diario Antártida negra, de la fotógrafa Adriana Lestido. Y ahora salieron El forastero misterioso, de Mark Twain, y Trimalción, de Francis Scott Fitzgerald. También hay un libro del húngaro Frigyes Karinthy –escritor favorito de Sándor Márai–, que se llama Viaje alrededor de mi cráneo. Karinthy era un columnista muy popular y un día le dicen que las molestias que tenía en la cabeza son un tumor cerebral. El único que lo puede operar está en Suecia y se empieza una colecta nacional con la que llegan sobres con billetes arrugados desde distintos lugares de Hungría, porque este tipo era un rata. Entonces tiene la loca idea de contar todo en su columna semanal: los diagnósticos que va recibiendo, el viaje a Suecia, la operación, en la que tiene que estar consciente. Según Oliver Sacks, es el libro que le hizo convertirse en neurólogo. A mí me gustan mucho los libros de enfermedades, pero hay gente que les tiene un poco de rechazo.
–¿Cuándo empezaste a escribir con alguna meta?
–Cuando estuve en España, a los 20 años. Escribía poesía y ahí me leí de un saque Los siete locos, pero primero Trópico de Cáncer, de Henry Miller, Rayuela y Cien años de soledad. Yo quería ser un poeta y me parecía que leer narrativa era una especie de claudicación. Y cuando leí estos libros descubrí que lo que a mí me había gustado siempre era que me cuenten y contar historias. A partir de ahí, empecé con la típica pregunta: «¿De qué escribo?, no tengo nada que contar, no vi ni viví nada». Después, con el tiempo, descubrís que usar lo autobiográfico es la manera más fácil. Ahí empecé a escribir lo que después fue mi primera novela, Corazones cautivos más arriba, que salió en el 87, hoy reeditada como Corazones.
–¿Cómo empezaste a vincularte con la literatura al regresar?
–Cuando volví comencé a trabajar como cadete en Emecé. De cadete pasé a recepcionista, de recepcionista a corregir traducciones de novelas románticas y así fui subiendo escalón por escalón el espinel editorial.

–Después de un grave problema de salud te mudaste a Villa Gesell y te quedaste allá. ¿Cómo cambió tu vida?

–A los 40 tuve una hija y a los 41 tuve la pancreatitis. Me dijeron que tenía que hacer otra vida, y tanto a la madre de mi hija como a mí –era el principio de 2002– nos parecía que ya estaba muy áspero, muy feo, acá en Buenos Aires. La verdad es que nos ilusionó mucho criar a nuestra hija en el verde, con arena y pastito debajo de los pies, y nos fuimos allá. Gesell era la única opción que estaba a una distancia más o menos accesible de la ciudad, tanto ella como yo teníamos que seguir trabajando, nuestros ingresos venían de acá, ella es psicóloga y yo escribía para Página/12 y daba talleres, así que nos fuimos y nos funcionó. De hecho, estoy separado ya hace como seis años, pero a los dos nos pareció tan bueno el lugar que seguimos viviendo ahí.
–¿Te costó cortar con el ritmo de vida de Buenos Aires?
–Sí. Yo me fui peleado, enojado con la ciudad. Y me hicieron cambiar por completo. Básicamente, la instrucción que me dieron fue «tiene que parar antes de estar cansado». Y para mí escribir siempre fue «entrar» en un lugar, y si yo tengo que estar pendiente de parar antes de estar cansado, estar pendiente de «salir» cuando a mí lo que me interesa es «entrar», imaginate. Trabajaba mucho en base a la adrenalina, mi combustible era la adrenalina, y el cambio fue brutal.
–Fue un barajar y dar de nuevo.
–Cuando llegamos a Gesell, a mí me agarró un horror vacui, tipo «qué hago, jubilado a los 40 años, no sirvo para nada». Y de pronto me di cuenta de que me había pasado la vida pidiendo «quiero tiempo para escribir», «quiero ser el escritor doméstico», el que está en su casa y no el que tiene que salir a trabajar todos los días, y de pronto se me dio esa oportunidad y estaba rodeado de todos mis libros. Uno, como lector, de cada cinco libros que compra lee con suerte dos, así que me dije «bueno, llegó el momento de leer todos estos libros», e incluso estaba la posibilidad espectacular de poder criar a mi hija como padre de jornada completa.
–Tu escritura es bastante autobiográfica, ¿se te criticó eso en alguna ocasión?
–Hay una regla no escrita en el mundo literario según la cual, supuestamente, el que escribe muy autobiográfico no tiene mucha imaginación. Eso después fue pasando. Me parece que es una concepción bastante simplista de la literatura. Con el tiempo te das cuenta de que no importa cómo enmascares, siempre estás siendo autobiográfico. Por otra parte, lo que se llama en narrativa imaginar tampoco tiene mérito siempre o necesariamente es una virtud. Lo que me pasa con la ficción hoy es que inventar un personaje y empezar a hablar de ese personaje como si fuera real… ¡me parece tan arbitrario! Ahora me conviene que sea alto, ahora que tenga bigote, ahora que se separe, ahora le mato al padre, es como todo muy fácil. Y en cambio, la potencia que tiene el uso de lo real es tremenda.

–Se podría decir que en las historias de las contratapas de Página/12 de los viernes hallaste un modo de entrar a lo real por un costado inesperado.
–Sí, con el tiempo le encontré la vuelta. Primero fueron notas largas que escribía para Radar, en los primeros tiempos en que me fui a Gesell; después me puse a escribir María Domecq, que es sin duda mi novela más autobiográfica, porque hasta aparezco con mi propio nombre como personaje, pero con el tiempo la veo como una especie de contratapa de 200 páginas. Y después empecé a hacer las contratapas de Página/12 que dieron como resultado los tres tomos de Los viernes, en donde confluyó todo. Encontré una manera de contar y al mismo tiempo dar información, dar un pantallazo de época, hacer como si fuera un peliculita. Que saliera en un diario, y más en tiempos de redes sociales, genera una especie de rutina y de cercanía con los lectores muy particular. Las devoluciones que recibís son emotivas.
–Y funcionó durante mucho tiempo.
–Al principio pensé que se me iban a acabar las historias al toque, porque iba a fundir biela o porque se me iban a acabar los libros, y la verdad es que seguí haciendo mis peregrinajes, seguí encontrando cosas. Mi coto de caza vendría a ser el siglo XX. Yo escribo sobre algo que me produce a mí una reverberación de familiaridad, cuando leo una historia y pienso: «entiendo lo que le pasa a ese tipo o a esa mujer, entiendo la época y las consecuencias de la época en esta persona». Y a partir de ahí voy hilando para hallar la mejor manera de contar la historia, encontrar los detalles más atractivos.
–Fuiste traductor de varios autores, entre otros, de Yasunari Kawabata. ¿Por qué un japonés?
–Después de la Segunda Guerra Mundial, la relación de los japoneses con Occidente se dio básicamente a través de la lengua inglesa. Muchos soldados que trabajaron en interpretación, se volvieron traductores, se convirtieron en los interlocutores casi ideales de los escritores japoneses. En el caso del libro de Kawabata, País de nieve, como soy un obsesivo, también me conseguí la traducción al portugués, aunque no lo leo mucho, y una al francés, además de la versión inglesa sobre la que trabajé.
–¿Y la ficción? ¿Ya fue?
–«Nunca digas nunca», pero no veo corporizarse ninguna cosa imaginada por mí para convertirla en ficción. No tiene la suficiente polenta. De pronto empiezo a juguetear con una idea y se me deshace. Por el contrario, cada vez que me cruzo con una historia extraordinaria, instantáneamente quiero saber más. Para mí, una de las cosas más fabulosas que tiene la literatura es que el valor supremo es la verosimilitud, es hacer que el lector se la crea. Cuando vos trabajás con algo que tiene la tensión de lo real, ya recorriste la mitad del camino, porque el lector ingenuamente cree que existió eso que vos le decís que existió.
–Fuiste al mismo secundario que el presidente. Para muchos, la llegada al poder de los «Newman’s boys», como vos los llamás, ha significado un retroceso en cuestiones culturales y sociales. ¿Volvimos a los 90?
–Me parece que en los 90 todavía éramos ingenuos en un montón de terrenos. El capitalismo fue derivando a un comportamiento cada vez más salvaje, en la medida que el afán de ganancia se fue convirtiendo en algo excluyente a todo nivel. Hoy por hoy, la única razón por la que Macri llegó al poder es porque tiene un apoyo descarado de sectores que utilizan la información para estupidizar. Si el menemismo hubiera apelado a esos recursos, habría tenido un poder casi omnímodo, por eso es tan inquietante lo que pasa ahora. La gente va como sonámbula sin registrar nada. El país se está derrumbando delante de nuestros propios ojos y no lo vemos.

Fotos: Juan Quiles / 3Estudio

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