8 de noviembre de 2024
Dramaturgas, directoras y actrices, las gemelas pisan fuerte en la cartelera porteña con La Pilarcita, Lo que el río hace y Yo no duermo la siesta. Teatro, escritura e identidad.
«Si podés comprobar que fuiste rey o reina de carnaval, de una fiesta provincial o nacional, pescador o pescadora, sos nuestr@ invitad@». La convocatoria para la función especial de Lo que el río hace del 16 de octubre pasado fue un éxito rotundo, pero no inesperado. Antes, habían invitado a gemelos: pensaban que 10 o tal vez 12 parejas de hermanos podrían inscribirse, pero se anotaron 180. El Teatro Astros desbordó. Al final de la obra, junto al río inventado sobre el escenario, los 360 invitados se tomaron una foto con sus anfitrionas, las gemelas rosarinas que se han convertido en una marca registrada del teatro argentino contemporáneo: Las Marull. Todo lo que tocan, crece. Florece. Se agiganta como una planta mágica que busca el sol.
«La convocatoria fue una excusa para celebrar con el público», cuentan las hermanas, que terminan el año con tres obras en cartel: La Pilarcita, escrita y dirigida por María, que cumplió diez años en escena; Yo no duermo la siesta, escrita y dirigida por Paula, con María al frente del elenco; y Lo que el río hace, creada, dirigida y protagonizada por las dos, que bate records de público con cinco funciones semanales y cosecha premios de todos los colores.
«Se ve que era una manera que teníamos de procesar: escribíamos para entender lo que estaba pasando. Y después eso fue transformándose en una herramienta.»
Las piezas conforman una suerte de trilogía que une la gran ciudad con los pueblos del interior. En Lo que el río hace, ambas interpretan el mismo papel: Amelia, una mujer que viaja de Buenos Aires a Esquina, Corrientes, para resolver la venta de un campo de su fallecido padre. Visitante del pueblo donde pasó su infancia, se lleva a cuestas los problemas de la vida urbana, que retumban en su teléfono. Hasta que vuelve a sentirse local en la Fiesta Nacional del Pacú, donde alguna vez fue reina, en una vida que parece otra.
Las Marull solían visitar Esquina todos los veranos para pasar tiempo con su papá, que se había separado de su mamá cuando ellas tenían dos años. El mundo que narran en la obra está basado en aquel pueblo que conocieron de chicas, y que nunca dejaron atrás.
–Siempre vuelven a Esquina y en los últimos años viajan al carnaval con sus hijas. ¿Hay ahí un deseo de continuidad, de que ellas vivan algo de la experiencia de ustedes?
–Paula: En un punto sí, pero no es solamente un deseo intelectual, sino que nosotras seguimos disfrutando en el presente. Cuando encontrás algo lindo, lo querés compartir antes que nada con tus hijos. Por un lado, sucede eso. Por otro, ahí el tiempo está un poco detenido, hay como una infancia más parecida a la que era antes. Eso nos gusta y ellas también perciben esa diferencia: jugar en la calle, estar todo un día sin comprar nada, tomando un mate en la vereda. Bailar, estar en contacto con el río. Esquina es para nosotras un lugar de pertenencia. Y es un lugar donde la gente disfruta, celebra. Siempre hay una fiesta, de la torta Carasucia, de la sandía. O dos que se pusieron al tocar un chamamé. Nos hace bien ir. Y también nos gusta que ellas salgan un poco de la ciudad y vean cómo se vive en otros lugares, vivan más que vean, disfruten de estar haciendo nada, mirando el río.
–María: Es divertido para ellas porque van las cinco primas juntas. Ahora salimos también a pescar. Nosotras íbamos más a la costa que a navegar, pero cuando tuvimos que escribir la obra, nos metimos con un guía de pesca para aprender un poco más el vocabulario de la pesca profesional. Y nos encantó.
–Paula: Ahora todo es pesca con devolución, claro, pero la pasamos bárbaro, son programas únicos que a su vez nos traen muchos recuerdos.
–¿Recuerdan puntualmente cuándo fue que empezaron a escribir?
–María: Con continuidad, a los 11 años, cuando empezamos un diario personal. Bueno, Paula empezó el suyo, no era el mismo cuaderno. Pero sé que fue a esa edad porque los tenemos guardados. También tengo recuerdos de haber escrito antes, por ejemplo, poesía; una poesía que le hice a una empleada que trabajaba en casa, que se había ido y yo la extrañaba un montón. Otra también a nuestro abuelo, que vivía en Laboulaye, Córdoba. Él era gerente del Banco Italia, que un día cerró. Entonces yo le hice una poesía al Banco Italia. Se ve que era una manera que teníamos de procesar: escribíamos para entender lo que estaba pasando. Y después eso fue transformándose en una herramienta. A veces me pasa que con la escritura puedo entender o tengo una mirada que no me alcanza con el pensamiento: si yo pienso y pienso, llego a una conclusión; si voy a terapia, llego a otra; pero si escribo llego a otro lado, a un lugar único. A veces creo que es el más rico, incluso a veces queda lindo y lo uso para alguna obra. Pero si eso no ocurre, me lleva igualmente a un lugar como de autoconocimiento o que comprendo desde otro lugar. Y casi que no me importa lo triste que esté viviendo o lo mal que la esté pasando, porque ahí encuentro otra cosa.
–¿Se leían entre ustedes el diario de cada una?
–Paula: No sé si el diario… Quizás empezó como un diario: «Hoy me comí un helado, fui a la escuela, me senté al lado de tal». Después ya era un lugar donde volcar sentimientos, cosas. Eran como ensayos, sin llamarlos de esa manera. Una observación sobre algo, por ahí nos había pasado lo mismo: «Ay, mirá, escribí esto». También nos gustaba mucho leer poesía. Nosotras siempre compartimos la pieza y la noche era un momento donde cada una se ponía a escribir su diario y, si bien no era un constante «te relato lo que hice hoy», sí era un terreno donde compartíamos.
–María: Tal vez nos pasaba algo, de nuestra mamá o nuestro papá, y yo leía lo que ella escribía y tenía belleza. Era como un cactus que daba una flor.
–Paula: Como si eso hubiera podido transformarse en otra cosa, más interesante que el dolor.
–María: Bueno, un poco lo que es el arte, ¿no? Encontrar belleza en paletas de la vida que por ahí no son tan fáciles de digerir.
«Mauricio Kartun nos sigue enseñando a cómo llevar la obra adelante. Sabe muchísimo y tiene algo único: el don de entusiasmarte, como alumna y como autora.»
–¿Y cuándo sintieron que esa escritura era en verdad una vocación?
–Paula: Quizá por haber ido a un colegio industrial muy exigente, teníamos un poco disociado el trabajo de los intereses personales. Ya de más grandes empezamos a incursionar en talleres literarios, escribíamos cuentos. No teníamos una necesidad de que eso lo leyera otra gente. Pero nos gustaba escribir. Yo quizás sí imaginaba que, en algún momento, si no me iba bien, sería una viejita escritora, como que tenía ese as guardado: de última, voy a poder escribir. Sentía que había algo ahí que era mío y que me fluía, y que disfrutaba diferente de lo que disfrutaba otras cosas. Pero como si no hubiera puesto las fichas ahí.
–María: En el colegio no teníamos materias humanísticas, por ejemplo. Estábamos todo el día estudiando Química, Matemáticas, Física. No nos gustaba, sabíamos que no íbamos a dedicarnos a eso. Me acuerdo que en quinto año le decía al profesor: «apruébeme, yo voy a seguir otra cosa, seguramente haga psicología». De hecho, creo que por eso también, cuando nos dimos cuenta de que nos gustaban el teatro y los textos teatrales, nos volcamos a estudiar un montón. Era una muy gratificante estudiar algo que nos gustaba, que nos salía.
–Estudiaron con Mauricio Kartun, con Javier Daulte y con Ricardo Monti. ¿Qué les aportó cada uno?
–Paula: Creo que son tres maestros, que nos han aportado cosas diferentes. Javier, por ejemplo, siento que es la persona que me hizo sentir que mi universo valía la pena ser contado. Yo venía de estudiar, de leer mucho teatro, y sentía que tenía que escribir de temas grandilocuentes, importantes. Javier fue el que me dijo «no, esto es tu universo». Me ayudó a confiar en mi propia voz y a ir por ahí, que eso estaba bien y que eso alcanzaba. Y también me impulsó a dirigir. Con Monti estudié menos tiempo que María. Él era una persona muy sensible, me escuchaba con los ojos cerrados y tenía una escucha como si te leyera el alma, tenía esa sensibilidad. Y Kartun me ayudó mucho en lo que es pensar la estructura, analizar la pieza teatral. Yo con él hice la EMAD, que es como una formación más teórica, además de práctica. Javier y Kartun están constantemente con nosotras, les consultamos, les mostramos borradores, los invitamos a ver ensayos.
–María: Lo que el río hace fue supervisada por los dos, son como ángeles de la guarda para nosotras. Con Ricardo Monti hice taller durante más de 10 años, en diferentes etapas. Fue el primer maestro que tuve y siempre necesitaba volver. Daba taller individual, muy personalizado. Te veía. Creo que él me enseñó a ser auténtica, la importancia de la voz propia. Era un radar para eso. Y a escribir para vos, no para los demás, sin especular. Con Mauricio Kartun, que nos sigue enseñando, aprendí cómo llevar la obra adelante. Sabe muchísimo y tiene algo único: el don de entusiasmarte, como alumna y como autora. Tiene una generosidad que no existe, y siempre para adelante: «¿Qué tenés? ¿Dos caramelos rojos y uno verde? Bueno, te alcanza para hacer esto». De él aprendí también el trabajo. La inspiración, sí, pero hay que trabajar, con respeto, con alegría.
«Es muy importante que los artistas reciban apoyo del Estado. Las obras que hemos hecho en el teatro independiente se pudieron hacer en salas subsidiadas.»
–El documental que hicieron sobre la obra, que se puede ver completo en YouTube, cuenta todo el trabajo previo con los actores, la puesta en escena, los primeros ensayos aún en pandemia. ¿Son así de detallistas con todo lo que hacen?
–Paula: No sé si con todo, pero me gusta que si escribo un texto, esté lo mejor posible. Tengo mis limitaciones, a veces digo «hasta acá llegué, ensayémoslo». Pero pienso que en el detalle sí están las diferencias, o sea, no me gusta que sea trazo grueso. No me da igual que un personaje diga una cosa que otra. Me gusta que esté todo lo mejor que se pueda y disfruto de ese detalle desde el entusiasmo.
–María: En todas las circunstancias de la vida, hay una parte que depende de vos y otra que no depende de vos. Lo que depende de mí lo voy a hacer lo mejor que pueda. Creo que tiene que ver con nuestra personalidad de ser autoexigentes. El teatro es un trabajo artesanal donde el detalle cuenta, suma. A veces me pasa lo mismo con Damián Szifron, mi marido, que es director de cine. Dicen: «Ah, qué obsesivo». Yo lo veo a él y no me parece obsesivo, es un poco como nosotras, que somos apasionadas y autoexigentes en el buen sentido.
–Lo que el río hace fue posible gracias a la convocatoria del Complejo Teatral de Buenos Aires, una entidad pública. ¿Cómo debería ser en general el vínculo del Estado con el teatro?
–Paula: Es muy importante que los artistas reciban un apoyo del Estado. Las obras que hemos hecho en el teatro independiente, en el Espacio Callejón o El Camarín de las Musas, se pudieron concretar y hacer en salas que han estado subsidiadas. La cultura, y el teatro en particular en Buenos Aires, es muy celebrado, muy prestigioso. Lo que pasa en Buenos Aires con el teatro independiente no pasa en ninguna otra parte del mundo. No tienen esta usina creativa de los artistas argentinos, que han hecho salas en espacios pequeños en casas y que, por supuesto, necesitan de un Estado que los ayude. Es algo fundamental.