12 de febrero de 2014
Entre el cine industrial y el de autor, Pablo Trapero encontró su lugar en el país y ahora también en el exterior. Antes de irse a filmar a la India, analiza su obra y el oficio de director.
El de Pablo Trapero es un caso bastante atípico dentro del mundo del cine argentino. Nacido hace 42 años en San Justo, pleno corazón del conurbano bonaerense, debutó con Mundo grúa (1999), una película filmada en 16 milímetros que hoy es considerada una bisagra generacional. Con esa antiépica protagonizada por un modesto héroe de la clase trabajadora, Trapero se colocó de movida dentro de un pelotón de nombres que hoy son ineludibles cuando se habla de la fundamental renovación que el cine nacional vivió en la década del 90: él, Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Martín Rejtman e Israel Adrián Caetano; artistas con estéticas divergentes, pero igualmente pregnantes.
Vista en perspectiva, esa ópera prima daba algunas pistas de las claves del cine que Trapero desarrollaría más tarde, una combinación bien dosificada de la voluntad de exploración del indie con la búsqueda del diálogo abierto con el espectador que caracteriza a la vertiente más industrial. No hay barroquismos formales ni demasiado discurso subliminal en las películas de Trapero. La energía está puesta en la fluidez narrativa, la velocidad que no resigna precisión y la búsqueda del efecto, un menú de intereses que lo vinculan con Adolfo Aristarain, quizás su antecesor más evidente.
La relación de Trapero con el público se ha ido fortaleciendo con el paso de los años, sobre todo cuando afianzó su sociedad con Ricardo Darín, la joya más preciada del incipiente star system argentino, en Carancho (2010) y más tarde en Elefante blanco (2012). Con la crítica, el clima ha sido más inestable: Nacido y criado (2006), probablemente su producción más cercana al universo de Aristarain, nunca recibió la atención que merece, y Familia rodante (2004) fue señalada por algunos como una concesión, cuando en realidad es una road movie intensa y emotiva que inició la construcción de ese puente hacia un cine popular, pero reacio a la complicidad simplificada, que El bonaerense (2002) ya insinuaba.
Hoy Trapero tiene dos proyectos muy diferentes en carpeta. Lo cuenta él mismo: «Estoy escribiendo una película para filmar acá, en Argentina, que está en etapa de desarrollo e investigación, pero lo que está más evolucionado es un proyecto que voy a filmar en la India. Se llama Seis sospechosos y es la adaptación al cine de una novela de Vikas Swarup». Se trata del escritor y diplomático indio en cuya primera novela, Q&A, se basó el guión de la ganadora de ocho premios Oscar ¿Quién quiere ser millonario?
«La producción de la película está a cargo de las compañías Working Title y Starfield y se va a hacer con financiación de BBC Films», continúa el realizador. «Cuenta el asesinato del hijo de un ministro indio. Hay seis sospechosos, cada uno de ellos representa una realidad distinta del país: una estrella de Hollywood, un yanqui que va a casarse a la India, el propio ministro… Es una película muy clásica, dentro de lo que se conoce como whodunit». El término es la contracción en una sola palabra de la pregunta Who has done it? (¿Quién lo ha hecho?), que se usa para designar en inglés a una variedad del policial.
«Para mí es un proyecto extraño, muy seductor. Traduce una realidad que tiene muchos más puntos de contacto con lo que pasa acá, en Argentina, que lo que uno en principio podría sospechar», agrega el director. «Hoy en día, no se hacen tanto este tipo de películas. Ya hicimos dos versiones del guión, estamos terminando la última para filmar este año. Es un rodaje largo, de 12 semanas, que va a arrancar en setiembre, calculo. Ya en la época de El bonaerense me contactaron para filmar afuera, pero yo no quería hacer el camino tradicional: filmar películas chicas en Hollywood hasta que te den una gran producción. Esto llegó por otro lado, de la mano de un productor que vio mis películas y me propuso este laburo».
–Suena como un proyecto riesgoso.
–En cada película que se filma se corren riesgos, sobre todo si te exponés a reglas que no están bajo tu control. Es un poco una ilusión pensar que tenés todo bajo control; es una fantasía, no pasa ni en las películas más chiquitas. No podés controlar el clima, ni lo que va pasando con los actores, por ejemplo. En Mundo grúa, Adriana Aizemberg era la única conocida del elenco. En ese momento, era la mamá de Adrián Suar en Poliladron. Y en el medio del rodaje se tuvo que ir, así que hubo que adaptarse. Lo que me ayudó a tomar esta decisión de aceptar el proyecto en la India es lo que hicieron en su momento directores que yo admiro, como Luis Buñuel, que se fue a filmar a México porque ahí había plata para producir, o Federico Fellini, que filmaba con Anita Ekberg, en su época una megaestrella alrededor de la cual giraba toda una película, o con Mastroianni. El riesgo es que si te equivocás, lo ve más gente, pero es el proceso que vengo haciendo con mi cine. Pensá en Herzog haciendo una película con Christian Bale, como Rescate al amanecer, cuando Bale estaba haciendo de Batman. ¿Esa es una película de Bale o de Herzog? Creo que está bueno tomar esos riesgos.
–¿Te sentís más cerca de cineastas independientes como Lisandro Alonso y Lucrecia Martel o de directores de la industria como Juan José Campanella?
–Es buena la pregunta. Me siento cerca de los dos casos. Por cómo trabajan Lisandro y Lucrecia, por la convicción que tienen, me identifico con ellos. Pero también me identifico con cierta proyección de Campanella, con cómo piensa sus películas en relación con el espectador. Yo llego al cine como espectador raso, viendo a Chaplin, Scorsese y Fellini en la tele. También disfruto de Antonioni, pero las películas que me llevaron a hacer cine son las que encontré de una manera más casual, no en el cineclub. También soy fanático de Bresson, obvio, pero ese tipo de directores no son muy conocidos fuera de un determinado círculo. Howard Hawks representa un buen equilibrio: un cineasta de la industria que también es un autor. O Hitchcock, que lograba mediar entre estos dos mundos aparentemente irreconciliables. En Argentina, esa dicotomía está muy marcada. Pasa en el cine y también en la literatura. Es una discusión que hace perder el tiempo. Para mí, no son cosas incompatibles; son espacios que uno quiere ocupar. Lisandro está cómodo donde está y Campanella también. Mis películas no están tan claramente dentro del cine industrial, pero como está Darín, que es una figura, los cinéfilos las pueden mirar con cierta desconfianza. Es una discusión que no genera nada productivo, es algo puramente discursivo.
–Esa discusión en torno a tu cine se agudizó con tu última película, Elefante blanco.
–Sí, puede ser, pero le fue muy bien con la crítica. Me parece que la película es rara, es un poco incómoda para el mainstream y para el cine independiente, incluso narrativamante es incómoda. Carancho es más clásica, porque responde a la idea del género. En Elefante blanco me propuse reproducir el caos que significa vivir en una villa de emergencia, y eso no siempre fue percibido. Una de las cosas que ordenan la película es el random de la vida de estos tipos. Una de las primeras cosas que escuché cuando empecé a investigar sobre el tema es eso: los curas de la villa me contaban de esa dinámica, de ese ordean aleatorio con el que conviven. Hay mucho aquí y ahora, no hay tiempo para pensar en la santidad y en abstracciones que son más propias de los religiosos que laburan en otros lugares. Es una realidad que te pone en jaque permanentemente.
–Te fue bien con Darín. ¿Harías ahora una película sin una estrella?
–Cuando se habla del star system argentino, parece que eso fuera un problema. Pero se olvidan de que buena parte de la historia del cine se escribió con la vigencia del star system de Hollywood. Si ves una buena película, te olvidás de Darín: ves la historia, el personaje, como pasa con Clint Eastwood. Es legítimo ir al cine por una crítica, por un director o por un actor. No sé exactamente por qué la gente va a ver una película, pero los actores famosos son un elemento convocante, sin dudas. Yo no veo un problema ahí. El problema es que acá hay un star system muy acotado, no tenés a DiCaprio, De Niro y Eastwood para elegir. Pero no sé muy bien qué voy a hacer en mi próxima película argentina. Es probable que llame a Ricardo, o a Francella, quién sabe. Estoy en un momento de trancisión.
–¿Y te animarías con una película chiquita, de bajo presupuesto?
–Si, por qué no. Le saco el peso a la decisión. El problema podría ser que mucha gente que fue a ver Elefante blanco podría decir: «¿Qué es esto? Yo quiero ver la de Trapero con Darín». Pero es verdad que tengo un anhelo desde el día que hice mi primer cortometraje: que el cine sea algo más inmediato, que no sea algo tan programado y tan alejado. Pensás un guión hoy, ya sea para una película grande o una chica, y es muy difícil que la puedas empezar a filmar mañana o en 15 días. El cine es una tarea colectiva, salvo que hagas algo muy autorreferencial y vos seas el camarógrafo, el sonidista y filmes a tu familia. Entonces, necesitás muchos elementos combinados para hacer una película. La fantasía que tengo es hacer una película sin el engorro de esa traducción que demora todo, desde que tenés listo el guión hasta que podés empezar a rodar. Es un sueño, un anhelo; me encantaría que suceda.
–¿Cómo evaluás la política del INCAA? Se están produciendo muchas películas, pero no hay espacios para estrenarlas.
–La ley de Cine es una especie de milagro. Hay que pensar que se sancionó en la época de Menem… ¡En pleno neoliberalismo apareció una medida proteccionista! De cada entrada vendida de cualquier película exhibida acá, sea nacional o extranjera, hay un porcentaje que va a engrosar el fondo de fomento destinado a producir películas argentinas. Eso tuvo mucho que ver con la renovación del cine argentino; es algo que muchos directores de la camada siguiente a la mía quizás no han sabido reconocer del todo. Obviamente, hubo mucha gente que usó la ley para hacer negocios rarísimos. Son casos conocidos, y por eso aparecieron restricciones. Hoy se están filmando cerca de 120 películas por año, pero nos enteramos de muy pocas. Se generó un paradigma raro: hay mucha producción con una vida pública casi desconocida. Entiendo por «vida pública» de una película que vaya a un festival, que se estrene en una sala y que tenga una crítica publicada, como mínimo. Yo termino viendo muchas películas que no sabía que existían cuando me llegan los DVD de la Academia de Cine para votar. Pero, en este problema, me parece que hay una responsabilidad compartida: el INCAA debe pensar cómo generar espacios para mostrar las películas y los que las filman deben exigirlos. La ley está: hay que usarla mejor. Es algo que hablo mucho con gente más joven que yo que se dedica al cine. Es un embole meterse en eso, claro. Yo me metí en la época de Mahárbiz en el Instituto, cuando el nivel de sensibilidad que había con películas como Mundo grúa era cero. Ahora se habla mucho de Alonso, Caetano, Martel y Trapero, pero a ninguno de nosotros nos resultó fácil filmar. Y en el medio cambió la tecnología: hoy alguien puede pensar en estrenar en un lugar que no sea una sala de cine, pero hace dos o tres años eso era impensable. Se tardaron 25 años en cambiar la ley de Medios, y en esa ley no hay nada referido a Internet. Nunca es fácil… Cuando nació la ley de Cine, estaba en una punta Luis Puenzo ganando el Oscar con La historia oficial y en la otra nosotros, un grupo de jóvenes proyectando sus películas en la calle. Esa ley surgió de una necesidad compartida. Ahora es un buen momento para aprovechar, pero hay que dedicarle tiempo a exigirle cosas al INCAA. Eso depende más de quienes hacemos las películas que de cualquier otro. Nadie va a hacer algo por vos en el mundo del cine. Lo tenés que hacer vos mismo.
—Alejandro Lingenti
Fotos: Jorge Aloy