De cerca

Fibras íntimas

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El director de Historias mínimas y El perro incursiona por primera vez en las plataformas de streaming con el estreno de su nueva película. El presente de la industria audiovisual, entre el ocaso de las salas de cine y el auge de las series. Influencias y proyectos de un realizador singular.

Carlos Sorín disfruta como nunca del aire libre en su casa de campo. Salvo para hacer algunas compras en cuatriciclo, desde que se desató la pandemia casi no sale del amplio espacio verde que habita en Capilla del Señor, a 75 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. «Me armé una serie de rutinas que ayudaron a sobrellevar este encierro privilegiado que tuve junto con mi mujer y mi hija menor. Arrío el ganado, ordeño vacas, limpio el gallinero, corto el pasto, voy a pescar cuando puedo. Camino mucho porque disfruto el bosque que me rodea, pero también leo y trabajo en una cabaña donde tengo mi oficina, en la que edito mis trabajos», cuenta el director.
En un departamento, dice, no sabría cómo hacer para sobrellevar el aislamiento social. «Ni a Ray Bradbury se le hubiese ocurrido algo así para uno de sus libros de ciencia ficción. Y diríamos que sería una exageración si Steven Spielberg hubiera hecho una película de las características de lo que estamos atravesando», dice. Sorín considera que «la Argentina pasará meses muy duros pospandemia, la economía y la industria están muy golpeados. En cuanto a mi entorno, la cuarentena aceleró e instaló una serie de cosas que se veían venir: como el teletrabajo, las reuniones por zoom y el cine en casa. Creo que el coronavirus marcará el ocaso de la experiencia de ir al cine».
–¿Esa clase de salida se termina?
–El temor a las multitudes y a estar encerrado en una sala, frente a un posible contagio de coronavirus, es un golpe de nocaut que recibe el cine, que desde hace un tiempo está sufriendo el relegamiento. No quiero ser pesimista ni agorero, pero estimo que tiene los días contados.
–¿Van a cerrar todos?
–Todos no, quedarán unos pocos. Si hay unos 250 en Capital y Gran Buenos Aires, puede que subsistan unos 30. Y esas salas serán para una élite. Lo dice un hombre de cine que está advirtiendo desde hace tiempo, y ahora como nunca antes, el avance de las plataformas online.
–¿Qué será de los directores, de los actores que hacen películas?
–Todos atravesaremos una metamorfosis, una conversión, será algo acelerado y gradual a la vez. Por otra parte, también es notorio el avance de las series por sobre las películas: hoy tienen muchos seguidores las historias de varias temporadas, algo que para mí no solo es impensado sino que no me atrae como espectador, no tengo paciencia. Pero soy un estudioso del mercado y es el formato que se terminará imponiendo.
–¿Por qué no ves series?
–¿La verdad? Me da mucha fiaca, sobre todo cuando son de más de una temporada, no me gusta ser rehén. A veces mi hija me pide que miremos una juntos y hago el esfuerzo, pero rara vez me engancho.
–¿Y cómo te llevás con la televisión?
–No tengo televisión en casa. Desde hace un tiempo lo que más me seduce es YouTube, soy muy fan de la música clásica: me zambullo en conciertos y óperas soñadas, como Don Giovanni, o repaso obras de Puccini, Verdi. Quisiera en el futuro tener las agallas de ver a Wagner, una tarea muy compleja.

Equilibrio emocional
La charla con el realizador de Historias mínimas y El perro, entre otras perlas, fluye con naturalidad y desemboca en el plano laboral. Por estos días se estrena El cuaderno de Tomy, en Netflix, con Valeria Bertucelli y Esteban Lamothe como protagonistas. La película está basada en El cuaderno de Nippur, el best seller de María Vázquez: mientras atravesaba los últimos siete meses de una enfermedad terminal, Vázquez le escribió un cuaderno a su hijo Nippur, de entonces 3 años, en el que compartía sus reflexiones sobre la vida, el amor y la muerte. «Se trata de la primera película que hago por encargo, es decir que no fue una iniciativa mía; es más, creo que a mí no se me hubiera ocurrido nunca filmarla, pero estoy muy satisfecho con el resultado», afirma.
–¿Qué fue lo que te cautivó de la propuesta?
–Que sea Netflix quien me contratara, que me diera todas las posibilidades para trabajar y solo pensar en hacer la película, cuyo guion me llevó más de dos años realizar, sin preocuparme de otra cosa y, por supuesto, la historia que se cuenta fueron motivos suficientes para agarrar viaje sin dudarlo, a pesar de que se trata de un tema durísimo, que está inspirado en una historia real y que casi no tiene elementos de ficción.
–Dada la densidad dramática del tema, ¿no hubo tensiones en el rodaje?
–Por suerte no las hubo, aunque claramente podía haberlas habido por el grado de conflictividad de las escenas. Estamos hablando de situaciones muy difíciles, pero tanto Valeria como Esteban las resolvieron con maestría. Por otra parte, fue clave el aporte continuo de la familia de María Vázquez y también los amigos, quienes se brindaron en un ciento por ciento.
–¿Qué fue lo más difícil a la hora de adaptar el libro?
–Conservar el equilibrio para que la historia funcione y emocione. La principal cruzada fue evitar los golpes bajos, pero cómo hacerlo cuando se trata una madre que se está muriendo y le escribe a su pequeño hijo.


–¿Qué balance hacés de tu primer trabajo para una plataforma de alcance global?
–Muy positivo. Un poco por lo que decía antes respecto de que el cine está en franca retirada y todos los porotos están depositados en las grandes plataformas. En mi caso, filmé con una holgura que nunca antes en mi vida lo había hecho, con un equipo grande de profesionales, casi no sentí el esfuerzo. Yo estaba acostumbrado a escribir, dirigir y producir, con todo lo que eso significa. Para mí, terminar una película era como volver de la guerra.
–¿Por qué?
–Porque quedaba destruido. Ojo, era una batalla que había ganado, pero me dejaba secuelas, quedaba de cama y me decía «basta, nunca más filmo y produzco y menos en la Patagonia». Pero siempre volvía al sur, porque el amor que sentía por esas locaciones era más fuerte. Muchas veces hablábamos con los actores de las inclemencias climáticas, que terminaban siendo como una motivación, un desafío. Hace dos años filmamos Joel en Tolhuin, Tierra del Fuego. Y llovía, hacía un viento jodidísimo, pero la pudimos terminar y celebramos a lo loco, como su hubiera sido una gesta heroica.
–¿De dónde viene tu fascinación por el sur, la Patagonia?
–Cuando estaba haciendo la colimba, hace más de 50 años, me mandaron a Comodoro Rivadavia, un destino nada sencillo, pero a mí me cautivó su geografía, su aridez y esos vientos huracanados que espantan a cualquiera. Pude apreciar la ciudad haciendo el servicio militar, el año en el que tuve más frío en toda mi vida. Sin embargo, me enamoré de ese combo climático y me prometí volver, aunque en ese momento no sabía para qué.
–¿Y vas a volver?
–Lo pensaba días atrás, imaginaba cómo sería volver a viajar después de la pandemia. No será nada sencillo. Pero claro que me gustaría volver a esos parajes de ensueño, aunque no sé si para filmar sino, quizás, para una despedida. Aunque conmigo nunca se sabe, hoy digo una cosa y mañana otra. Quizás vaya a pasear y en el camino me invada una historia y, sin proponérmelo, me instalo y empiezo un rodaje. No tengo la menor idea, pero volver, vuelvo.
–Recién mencionaste a Joel, tu película anterior, que fue la primera de tu filmografía con una mirada femenina. ¿Cuánto tuvo que ver el arribo del feminismo para tomar esa decisión?
–El feminismo no tuvo nada que ver, no me dejo influenciar tan fácilmente por los cambios sociales. Yo creo que se trató más de una inquietud mía, tenía ganas de hacer otra cosa, darle a la mujer protagonismo en mis películas, después de que el hombre fuera el centro de la escena en La película del rey, Historias mínimas, El perro, El camino de San Diego, La ventana. En Días de pesca empezó a cambiar esa tendencia y, si bien se centraba en un viajante de comercio, también estaba la mirada de la hija, quien se alejaba de su padre por su egoísmo. Y Joel, si bien habla de un matrimonio que quiere adoptar un hijo, el ojo está puesto en esa mujer que ansía ser madre.
–En El cuaderno de Tomy repetís el procedimiento con otra historia femenina.
–Me hacía ruido que en muchas de mis películas la mujer estuviera a un costado, como en un plano secundario. Hoy, a la distancia, me lo pregunto y no tengo una respuesta. No sé por qué se dio así, pero no me arrepiento, simplemente no sé qué responder. Y volver a poner el eje en una mujer, si bien fue por encargo, también se trataba de una necesidad personal.
–¿Qué diferencia notás cuando el personaje central es una mujer?
–Tengo que confesar que después de muchos años ligado al mundo cinematográfico entendí que los personajes femeninos son mucho más ricos, versátiles, heterogéneos y sutiles que los masculinos, que son algo más toscos. En Joel hubo una bisagra: el tema de la adopción me movilizó, alteró mis fibras más íntimas.

Pintor de interiores
El cine de Sorín es el de un pintor de interiores humanos, que se caracteriza por llevar a la pantalla a personas tiernamente ridículas, dueñas de insignificantes grandezas. «Con frecuencia mis películas muestran a gente poco interesante, digamos, sin motivaciones claras y que ha cometido errores que los ha pagado caros», describe. «Hay influencias del cine iraní, me sentí muy identificado con esas historias periféricas de realizadores como Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf, Jafar Panahi, emergentes de la posrevolución islámica. Especialmente Kiarostami, autor de maravillas como El sabor de las cerezas, Y la vida continúa y Primer plano. Forzado por la escasez de recursos, Kiarostami trabajó de forma habitual con gente ajena a la actuación».
–¿Ellos hicieron que te inclinaras por un cine de autor?
–Hacer un cine periférico como el iraní, fue como una reacción natural a mi disidencia con esas puestas casi obscenas.
–¿El cine con no profesionales te convirtió en un experto en casting?
–Hacer cine con inexpertos requiere una selección de casting muy acertada, con frecuencia hecha de forma puramente intuitiva. Es una fórmula que encaja perfectamente en un tipo de cine en el que el relato no necesita ser tan eficiente.
–¿Algún escritor te inspiró?
–Dicen que Raymond Carver, a quien descubrí tardíamente. Cuando se estrenó El perro en Francia, un periodista en una entrevista me dijo que mi cine tenía mucho que ver con Carver, a quien hasta ese momento no había leído. Comencé a leerlo, me devoré toda su obra en pocos días y pensé que si yo escribiese lo haría así.
–¿Por qué?
–Por un lado por sus personajes y sus historias nada heroicos y, fundamentalmente, porque al leerlo la literatura no se nota. No hay juegos de metáforas ni malabarismos con las frases. Todo fluye naturalmente como el agua de un arroyo. Yo siempre tendí, ahora un poco menos, a que el cine no se note en mis películas. Que la cámara sea invisible y que todo se desarrolle dentro de una normalidad. Que si la película conmueve sea por la historia y, especialmente, por la actuación.
–En un hipotético ranking de preferencias, ¿cuáles de tus películas subirías al podio?
–Trato de evitar ver mis películas una vez terminadas, porque mi visión es hipercrítica, pero mal, en serio lo digo. Más bien es enfermiza y algún detalle que no me gusta echa por tierra toda la película. Sí recuerdo con alguna satisfacción momentos, solo momentos de mis películas. Por ejemplo la conversación del viejo con la joven en el auto en Historias mínimas; la locura del director para filmar con maniquíes en el final de La película del rey; la caminata de despedida del viejo de La ventana. Es mejor conservarlas en la memoria que volverlas a ver: el recuerdo de la película no envejece tan rápidamente.

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