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Historias mínimas

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La escritora Ana María Shua explica por qué encontró en el microrrelato la medida justa para sus cuentos. Memorias de una lectora empedernida que siempre supo cuál era su vocación.

Al apreciar la cantidad de libros escritos por Ana María Shua surge, espontánea, la certeza de que es una mujer de un constante trabajo con la palabra, de una vida dedicada al arte de ensayar combinaciones nuevas para los signos que conforman nuestra lengua. Ella misma dice que tenía su vocación definida desde los 8 años, y no parece haberse desviado ni un ápice de ese norte que le señalaba su brújula interior. Lejos de haberle procurado a su expresión un aspecto grave, lo que se percibe al ir a su encuentro es una alegría fresca, incluso juvenil, y un tono suave y relajado, que confirman que su íntima convicción se desplegó por su cauce natural.
Ni los premios recibidos ni la variedad de géneros a los que se abocó con oficio hicieron que su figura de escritora experimentada la volviera una persona solemne. Por el contrario, durante la charla con Acción, su risa franca y su abierta predisposición a involucrarse con pasión en cada respuesta remarcan lo que ella misma señala como uno de los más importantes réditos obtenidos por su trabajo: una inmensa felicidad. «Cuando terminé el secundario, empecé a cursar la carrera de Letras y, al mismo tiempo, busqué algún trabajo que tuviera que ver con escribir, porque era lo que mejor se me daba. Yo tenía una franca actitud para todo lo que fuera palabra escrita», afirma Shua.
–¿Qué hecho despertó tu interés por hacer ficción?
–Es muy simple: escribir es leer. Desde muy chica fui una lectora apasionada, y tanto leer finalmente tuvo consecuencias. Las primeras consecuencias fueron en verso, cuando estaba todavía en la primaria. Y rápidamente me convertí en la poetisa más famosa de la Escuela Nº 15, Consejo Escolar Nº 7. Escribí poemas para todas las fiestas escolares. En un momento dado, la directora planeó presentarle mis poemas a la inspectora, pero antes quiso convencerse de que los escribía realmente yo y no mis padres. Me llevó a la dirección y me pidió que escribiera un poema sobre un tema que ella me iba a dar, lo cual me resultó particularmente fácil pues el problema era, a veces, sobre qué escribir. Salí muy airosa de esa situación.
–No todos los lectores se sienten motivados a escribir.
–Yo sentía que escribir era lo que más me gustaba en el mundo y sabía, desde aproximadamente los 8 años, que eso era lo que quería hacer. Por otra parte, a la vez, me parecía que era algo imposible, muy lejano, sin la certeza de si lo iba a lograr. Yo quería imitar lo que me daba tanto placer. De todas maneras, para mí saber a narrar fue un aprendizaje lento y duro. Entre otras cosas, en la escuela, en esa época, no se estimulaba la narración, sino que lo que nos pedían eran pequeños ensayos. Si vos lo pensás, la famosa composición tema «La vaca» es un ensayo. Y más bien esa era el tipo de producción en la que trabajábamos. O eran cosas descriptivas: nos traían una lámina, por ejemplo, y había que describirla, o nos hacían escribir sobre «mi cumpleaños». Ciertamente, un chico puede llegar a tener un relámpago de poesía que va a durar un instante, pero escribir narraciones –que no es mejor ni más loable que hacer poesía– exige más madurez.
–En tu casa, ¿existía un ambiente propicio para desplegar este tipo de actividad?
–Mis padres eran profesionales, mi mamá odontóloga y mi papá ingeniero agrónomo. En la biblioteca había muchos libros referidos a sus carreras, pero también algo de literatura. Ellos siempre me estimularon a que leyera, hasta cierto punto, porque mi manera de leer excedía un poco lo normal. Y cuando pasaba ciertos límites que la sociedad entendía como aceptable para leer, por supuesto trataban de reprimirme un poco, como, por ejemplo, que no leyera en la mesa a la hora de comer.
–¿Tenés algún ritual o hábito a la hora de ponerte a escribir?
–Necesito tomar cortaditos constantemente. De hecho, en mi oficina tengo una jarra eléctrica para no tener que levantarme a cada rato, y me hago unos menjunjes de café descafeinado y leche deslactosada. En otra época fumaba y llegué a creer que mi literatura la escribía el cigarrillo, estaba convencida de que cuando dejara de fumar no iba a poder escribir. Y no fue así.
–Cuando empezás a escribir, ¿tenés algo en mente o seguís lo que te surge en el momento?
–Algo tengo que tener previamente, pero a veces surge en el momento mismo en que lo pienso. Yo escribo a la mañana, todos los días, durante tres o cuatro horas, por alguna razón después del mediodía no se me ocurre nada. Por la tarde escribo notas o hago adaptaciones de leyendas o cosas por el estilo, que son trabajos más de oficio y que no requieren tanta invención.
–¿Cómo vivís la etapa de corrección de un texto?
–Es la más placentera y la que me da felicidad. Lo lindo y lo bueno de escribir es esa etapa; lo penoso, duro y difícil es la primera versión. La primera versión es angustiosa y, cuando se trata de una novela, mucho peor: es una angustia larga que dura meses, años en los que uno está produciendo, metiendo mucho tiempo y energía en algo que uno no sabe si realmente va a existir o no, si eso va a ser o no una novela, si va a ser algo que valga la pena publicar. Y esa es la gran ventaja del cuento y más todavía del microcuento, porque en aproximadamente cuatro horas ya tengo un texto que puedo dedicarme a pulir o tirar a la basura.
–A lo largo de tu carrera has abarcado muchos géneros, ¿en qué tipo de producción textual te sentís más a gusto?
–En el microrrelato, es el género en el que me siento verdaderamente como pez en el agua. Pero no sé si eso es excepcional o si le pasa al todo el mundo. Me parece que la novela para todos, incluso para novelistas natos, tiene algún elemento de angustia y de dificultad extra.
–¿Cuál es el origen de los microrrelatos como forma narrativa?
–En realidad es antiguo como la humanidad, porque lo primero que los hombres se contaron unos a otros fueron microrrelatos. Eran historias brevísimas por razones mnemotécnicas, pues se transmitían oralmente. Así que en cierto modo no tiene nada de actual. Por otra parte, si uno piensa en el microrrelato de autor, hay antecedentes como Kafka: la mayor parte de sus relatos son microrrelatos. O los de Italo Calvino en su libro Las ciudades invisibles. Pero además, en Argentina, todos nuestros grandes maestros escribieron microrrelatos, empezando por Borges, Cortázar, Bioy Casares, Denevi. La primera antología del microrrelato la publicaron en 1953 Borges y Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios. Y simultáneamente, en México, estaban trabajando Arreola y Monterroso en este tipo de textos.
–¿Hay hoy un auge de este género?
–Hay un auge particular del género, pero es curioso, porque es un auge de escritores sin lectores. Tiene tan pocos lectores casi como la poesía. Y de hecho en toda América Latina, donde hay mucha gente que está escribiendo microrrelato, no hay editoriales que acompañen el fenómeno porque el microrrelato se vende muy poquito. Hay gente que dice: lo que pasa es que el microrrelato es el género de esta época, no hay tiempo para nada, todo es fugaz, entonces no hay tiempo para leer. Y yo les digo: no es así, si quieren ver cuál es el género de esta época miren la lista de best sellers y se van a encontrar con novelas de más de 500 páginas. El microcuento es una especie de exquisitez que sólo aprecian realmente unos pocos lectores. Lo que pasó es que en los últimos 20 años la crítica descubrió al microcuento como un género diferente del cuento y entonces se lanzaron a producir textos críticos y empezaron a crear lectores a través de sus cátedras. En algunos países de América Latina y España, casi simultáneamente, varios críticos muy importantes empezaron a interesarse en el género y a darle un casillero propio, y eso le dio mayor auge.
–¿Cómo ves el panorama de la industria editorial en la Argentina?
–Sin duda se publica más y se venden muchos más títulos que hace 50 años. No cabe ninguna duda de que la industria editorial ha crecido mucho. Ya no es, de todas maneras, aquella industria editorial que en los años 60 era la primera exportadora de libros en el mundo de habla hispana. En este momento se publica muchísima literatura argentina porque hay muchas pequeñas editoriales que, a veces, están constituidas como cooperativas de escritores jóvenes. Creo que hay una literatura joven interesantísima, lo cual constituye un semillero de nuevos autores como nunca hubo en la Argentina.


–También has escrito varios textos de literatura infantil, en ese caso, ¿tuviste en cuenta premisas particulares?
–Uno escribe para un lector parecido a uno y, cuando escribe para chicos, escribe para un lector parecido al niño que fue. Uno piensa qué me gustaría leer hoy si tuviera 8 o 10 años. Para nada estamos obligados a pretender una moraleja, que además nunca fue una característica de la mejor literatura infantil, porque vos lees, por ejemplo, Alicia en el país de las maravillas, y ¿qué te enseña? Muchas cosas, pero muy sutiles, muy ambiguas e imprecisas. Y esta es la verdadera literatura, la que te plantea muchas preguntas y te da pocas respuestas.
–Otro aspecto de tu producción lo constituye una serie de libros que se asientan en la recopilación de relatos de diversos orígenes y tradiciones.
–Mi último libro se llama Todo sobre las mujeres y tiene que ver con relatos folclóricos de todo el mundo. Relacionados con este tema, tengo también Cabras, mujeres y mulas y El libro de las mujeres. He escrito muchos libros que son adaptaciones de cuentos populares, algunos para grandes y otros para chicos, todos basados en investigaciones propias. En la misma línea, tengo trabajos anteriores como El libro de los pecados, los vicios y las virtudes y El libro del ingenio y la sabiduría. Son libros que a mí no me llevaron mucho tiempo, porque en realidad provienen de muchos años de leer cuentos populares. Si me preguntan cuánto te llevó este libro, diría 6 meses y 25 años, porque son muchos años de ir sumergiéndome poco a poco en ese mundo. Yo creo que empecé con los cuentos populares italianos recopilados por Italo Calvino, que se los leía a mis hijas cuando eran chicas. Son 200 cuentos y se los leía como uno les lee a los chicos, es decir, muchas veces; entonces hubo un momento en que ya prácticamente me los sabía de memoria. Y esa es la mejor manera de meterse en un universo: uno domina una pequeñísima parte de ese corpus y, a partir de ahí, puede ir avanzando en otras direcciones y ya tiene con qué comparar. Después leí los cuentos rusos recopilados por Aleksandr Afanásiev, los de la familia y el hogar de los hermanos Grimm, cuentos azerbaijanos, Las mil y una noches. Y entonces se va incorporando y, sin darte cuenta, te vas haciendo una especie de imagen mental de lo que es y dónde está el cuento folclórico. Más adelante fui sumando otros cuentos de lugares más lejanos como, por ejemplo, de países del Lejano Oriente. No son tan diferentes: los cuentos viajan mucho y se generan distintas versiones.
–¿Cómo te resultó sumergirte en la representación literaria del mundo de las mujeres?
–Fue muy interesante. Todo partió de una recopilación de coplas populares que estaba haciendo y, al revisar material antiguo, me encontré con muchas coplas que eran ferozmente antimujer, tenían una carga de violencia misógina impresionante. Para darte un ejemplo: «A la mujer hay que amarla y quererla de rodillas /y en la primera ocasión romperle cuatro costillas». O: «Más vale querer a un perro que querer a una mujer /el perro no desampara al que le da de comer». Ese libro que yo estaba armando quería que fuera utilizado en las escuelas y, obviamente, eso no iba para las escuelas. Entonces dije: esto lo tengo que aprovechar de algún modo. Y me empecé a acordar de muchos otros cuentos populares, que yo les leía a mis hijas cuando eran chicas, algunos directamente los salteaba o los leía, pero les daba muchas explicaciones para que los entendieran en su contexto y supieran cómo era la condición de la mujer en ese momento. Y así, simplemente, los fui a buscar, ya sabía dónde estaban, sabía cuáles eran, con lo cual no tuve que hacer una profunda investigación. Me resultó muy fuerte darme cuenta de que tenía una respuesta para algo que me decía muchas veces uno de mis abuelos. Él me daba plata y notaba que yo me la gastaba en libros, entonces miraba mi biblioteca y me decía: «Pero, Any, ¿qué valor de reventa tienen los libros?». Ahí está, ese es el valor.
–Hablando de valores, ¿qué valores básicos están presentes en tu vasta experiencia cómo escritora?
–Estoy muy orgullosa de dos aspectos de mi escritura. Por un lado, de haber podido ganarme la vida como escritora, eso me pone absolutamente feliz. Y, por otra parte, de haber sabido mantener la literatura de ficción –que para mí es lo más importante– totalmente libre de cualquier designio comercial. Esto me produce enorme felicidad.

Marcela Fernández Vidal
Fotos: Jorge Aloy

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