De cerca

Humor de ruptura

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Del teatro a la televisión, pasando por el cine y la radio, Fabio Alberti hizo reír a varias generaciones con sus personajes delirantes. Sus inicios en el under y su pasión por la gastronomía.

 

(Kala Moreno Parra)

De chico no participaba en los actos de la escuela. Tampoco fue influido por sus padres en el gusto por las «tablas». Sin embargo, después de probar con unas clases de teatro que dictaba un amigo cerca de su casa, casi por casualidad, Fabio Alberti descubrió que la actuación era lo suyo. «Lo supe de grande, a los veintipico», cuenta.
Su primer trabajo en la televisión fue junto a Tato Bores. Hacía «bolos» en Tato, la leyenda continúa. Luego, en los 90, formó parte de una serie de programas que renovaron la manera de hacer humor en la Argentina. Desde entonces, participó en distintos medios con sus personajes más emblemáticos: el cura que relata la vida del mártir Peperino Pómoro en el sketch «Todos juntos en capilla», Coty Nosiglia, la conductora de «Boluda total» y el ventrílocuo Beto Tony, son algunos de ellos. Escéptico por naturaleza, asegura que elige el humor porque no cree demasiado en nada. «El teatro es mentira, básicamente, y cuando me quieren hacer creer algo, me pasa que no me lo creo», dice.
Pero no sólo de la actuación vive el hombre. Como siempre se interesó por la gastronomía, cuando finalizó la secundaria se ofreció como ayudante en una de las pocas escuelas de cocina que existían por entonces. Más tarde, se le presentó la oportunidad de lanzar su propia salsa artesanal de tomate y no lo dudó. La idea daba vueltas en su cabeza desde que había visto en un supermercado la salsa del mismísimo Paul Newman. Así fue como, en el último verano, puso en marcha su último microemprendimiento: se trata de una casa rodante que, en el Bajo de San Isidro, funciona como puesto de venta de hamburguesas.
Artista polifacético –a veces, más ácido, y otras, más sutil en su ironía–, Alberti repasa los inicios de su carrera y los recuerdos del Parakultural, el centro paradigmático de la movida under porteña entre mediados de los 80 y comienzos de la década siguiente. Además, habla de su obra Peperino Superestar, que estrenó este año en el teatro Chacarerean. Y, también, de su vida más allá de los escenarios.
–¿Cómo llegaste a la actuación?
–Cuando comencé a estudiar teatro, lo hice con un amigo que daba clases. Estaba cerca de donde yo vivía y, como tenía tiempo libre, fui y me gustó. Después empecé a tomar clases con Ricardo Bartís, Alejandro Urdapilleta y Pompeyo Audivert, maestros con los que me interesaba seguir estudiando.
–¿Qué relación tuviste con el under, con el Parakultural?
–Fui asiduo del Parakultural, pero como espectador, no trabajé ahí. Mucha gente dice que trabajó y no lo hizo. Yo sé quiénes trabajaron y quiénes no, porque iba siempre. El under para mí fue el Parakultural, Bolivia, El Dorado, Ave Porco. Y no sé si volvió a pasar algo así como en aquella época: me parece que no se dio otra vez esa movida.
–¿Y por qué elegiste el humor?
–Mayormente, no creo demasiado en nada. Me cuesta creerles a los actores, me cuesta creer en la escenografía. Todo me parece bastante berreta. Entonces, como soy descreído, pensé hacerlo por el lado del humor. No me escapo de nada, simplemente no me creo que te estés muriendo. El teatro es mentira, básicamente, y cuando me quieren hacer creer algo, no me lo creo.
–¿No hay algún actor al que le creas?
–Sí, algunos hay. Urdapilleta, por ejemplo, era uno. Alejandro era brillante, genial: una topadora arriba del escenario, un tipo que escribió sus propios guiones. Era totalmente coherente consigo mismo y un actor tremendo.
–De los cómicos, ¿a quiénes admirás?
–Admirar, no admiro a nadie. Tampoco es que miro tanto. Hay gente que me gusta cómo trabaja. De afuera, Ugo Tognazzi, y, de acá, Niní Marshall: lo que pasa es que, como era mujer, tiene menos prensa.
–¿Qué recordás de tus comienzos?
–Mi primer trabajo fue en el programa de Tato Bores. Hacíamos los bolos junto con un grupo de estudiantes de teatro en Tato, la leyenda continúa. Uno de mis compañeros de las clases de teatro conocía a Sebastián Borensztein, y él le dijo que necesitaban a cuatro actores. Entonces, fuimos y quedamos todo el año.
–Empezar con Tato Bores habrá sido interesante.
–Sí, estuvo bueno. No teníamos letra, pero estaba bueno. Yo me quedaba a ver a Federico Manuel Peralta Ramos, porque me divertía, me gustaba mucho verlo.

 

Gracias por la vida
Después de semejante bautismo de fuego, lo que vino fue De la cabeza, aquel programa que marcaría un quiebre en la forma de hacer humor en la televisión argentina, sobre todo a partir de su continuación con Cha cha cha. «A Roberto Cenderelli, que era el gerente de programación de América, se le ocurrió juntar a gente desconocida que venía del under y darle un espacio en la tele. Ahí también llegué por un vecino que me comentó que estaban buscando gente. Fuimos con Alfredo Casero, nos vendimos como dúo y empezamos a grabar en De la cabeza. Cada uno tenía su espacio y también hacíamos cosas juntos».
–¿Sentís nostalgia por esos tiempos?
–No, nostalgia no. Estuvo bárbaro poder hacerlo y también está bárbaro que hoy encuentres todo en Internet y lo puedas volver a ver, porque se suma gente que antes no lo vio. Luego vino Cha cha cha, que fue un programa pionero en ese tipo de humor.
–¿Ahí te empezaron a conocer más en la calle?
–Sí, igual nunca demasiado, por suerte.
–¿Por qué?
–Me encanta el reconocimiento, pero está bueno que no sea algo que no te deja salir a la calle. Debe ser terrible para el tipo que no puede salir porque todos lo miran. No debe estar bueno sentirte mirado todo el tiempo. Yo salgo a la calle y voy tranquilo. Y el que se me acerca lo hace con buena onda, para decirme: «Che, gracias por hacerme reír». Y alguna vez me han llamado por el nombre de alguno de mis personajes, me han gritado: «¡Boludaaa!».
–El humor no convencional que se mostró en esos programas, ¿se masificó?
–Después se hizo más popular, y varios programas empezaron a tomar algo de aquellos ciclos y lo masificaron un poco. Lo que pasó también es que, con el tiempo, la gente fue entendiendo más ese humor que hacíamos nosotros. Otros programas tomaron algo del absurdo, por ejemplo. De todas maneras, nunca lo pudieron hacer bien, porque el original es el original.
–¿Cómo surgió Todo por dos pesos?
–Nos propusieron a Diego Capusotto y a mí hacer un programa. Primero fue en Canal 9, con producción de Tinelli. Y ahí empezamos. Duró tres meses, lo levantaron, y después, al tiempo, volvimos por la pantalla de ATC. Ahí estuvimos dos o tres años.
–Cuando terminó Duro de almorzar en Canal 13, en 2009, dijiste que estabas pasando por una especie de «crisis profesional».
–Me cansé del maltrato y de la falta de respeto. Y ahí me puse a hacer teatro. En el Chacarerean hice tres espectáculos. El más reciente es Peperino Superestar, pero antes hice Políticamente incorrecto y Boluda en café concert. Junto con Capusotto, hicimos Una noche en Carlos Paz y Qué noche Bariloche.
–¿Te sentís más cómodo en el teatro?
–Todo es diferente y está bueno. Yo estudié teatro y disfruto hacerlo: es un lugar más mágico que la televisión. Además, te da toda la libertad. Igual, la libertad está en uno.
–¿Por qué creés que levantaron la columna de humor que hacías en La cornisa, el programa de Luis Majul?
–No tengo idea. Toda mi vida me levantaron de todos lados, así que… (se ríe). Así es la tele.
–Tu última aparición en televisión fue en Farsantes.
–Tuve la oportunidad de aparecer en un par de episodios con Alfredo Casero y estuvo bueno, porque mi personaje era divertido y además nos juntamos con otros ex Cha cha cha, como Pablo Cedrón y Vivian El Jaber.

 

Vidas de santos
Solo o en coautoría, Alberti escribe sus propios guiones, pero, ¿cómo es el proceso creativo de un artista dueño de un espíritu libre y rebelde? «No soy sistemático, pero, para trabajar, hay que sentarse unas horas para pensar, para ensayar», dice. La inspiración puede venir a las cuatro de la mañana, cuando de repente se despierta y, entonces, ya no puede volver a la cama. A esa hora, cuando todo está en silencio, encuentra un buen momento para crear. «Generalmente, tengo que hacer las cosas, y son las nueve y digo que a las diez me siento. Y son las diez y me hago un mate y sigo así… Hasta que se hacen las siete de la tarde y no hice nada en todo el día. Entonces pienso: “Bueno, lo hago mañana”. Y termino haciendo todo a último momento», confiesa.
–¿Cómo nacen tus personajes?
–Por necesidad de trabajar, porque hay que hacer algo. De acuerdo con lo que tengo ganas de hacer, o capaz que veo algo que me inspira y digo: «Está bueno un personaje así».
–¿Te ocupás de cómo van a lucir?
–Sí, pero eso es lo último, porque no es lo más importante.
–¿Qué es lo más importante?
–Que sea creíble el personaje, que estés atravesado por él y que tu cabeza funcione de esa manera. Coty Nosiglia responde como tal: es como que ya tiene su vida propia. En el caso del sacerdote que habla de Peperino, es cualquier cura que habla, habla y habla y te toma la atención durante un rato. Pero cuando termina, decís: «¿Qué me dijo?». Y te das cuenta de que no te dijo nada.
–Fuiste a una escuela religiosa de San Isidro. ¿Qué recuerdos te dejó?
–Nada especial. Supongo que recuerdo el deseo de querer terminar la escuela y las pocas ganas de levantarme temprano.

–¿Creés en Dios?
–En los momentos de desesperación, uno se acerca por la necesidad de creer en algo más. Esa sería mi creencia.
–¿Rezás?
–En estado de desesperación puedo llegar a rezar (se ríe).
–¿Cómo ves a Jorge Bergoglio en su rol de papa?
–Lo veo mejor que a Joseph Ratzinger. No estoy muy al tanto de lo que hace Bergoglio. Sé que usa los mocasines de siempre, pero no sé si eso sirve para algo. Se podría poner unas botas Hunter,  pero me imagino que no debe ser muy fácil cambiar a la Iglesia.


Ollas y pinceles

El sacerdote mira al cielo, mientras sostiene un cáliz dorado donde se posa una paloma blanca. De fondo, unos racimos de peras y de tomates, bien colorados y redondos, forman un marco natural a la imagen. Más abajo, unos ángeles sostienen un pergamino que anuncia el nombre de la obra: Peperino Superestar. Fue el propio Alberti quien se ocupó del arte del cartel. Compró los tomates y las peras y armó todo. «Cuando terminé, me llevé los tomates a casa y, como me habían costado 100 pesos, pensé que algo había que hacer con ellos. Entonces se me ocurrió preparar esa salsa artesanal que siempre quise. Así que la primera tanda fue elaborada con los tomates que se usaron en esa gráfica».

–¿Dé dónde viene tu interés por la gastronomía?
–Siempre me interesó; me gusta comer y me gusta la cocina. En mi casa cocino todos los días. Y lo de la salsa es una idea que tenía desde hace 15 años y ahora la concreté. Empecé a hacerla en forma casera, la vendía en un lugar en Palermo y, en seis meses, logré que alguien se interesara: ahora la están elaborando en Mendoza. En unos días va a estar lista la producción. La idea es venderla en todo el país. Es una salsa de tomate Peperino Pómoro lista para usar. Y está sarpada: es muy buena.
–También sos artista plástico.
–Eso ya sería mucho decir, pero sí, es verdad que me gusta la plástica y hago esculturas. Trabajo con el material que encuentro: madera, piedra, piolines, hago ensambles. No gasto en materiales.
–Tenés dos hijos, ¿cómo vivís esa experiencia?
–No sé cómo es ser padre todavía. Por suerte, es lindo. Creo que, como padre, uno trata de hacer lo mejor, pero siempre te podés equivocar. De todas maneras, mientras uno vaya mejorando la especie; es decir, mis padres fueron muy buenos, pero yo creo que soy mejor padre de lo que fueron conmigo. Y espero que mis hijos lo sean con sus hijos.
–¿Qué es lo más importante que les trasmitís?
–Debe haber muchas cosas que quizás se las trasmito sin saber. Esas deben ser las más importantes, las que no me planteo. Pero han visto todos mis procesos y mis estados: lo fundamental es que vean cómo es uno y el sacrificio que hace.
–De todas las actividades que realizás, ¿dónde encontrás más placer?
–En todas, porque por suerte me gusta todo lo que hago. Son cosas que elijo; me siento muy afortunado en ese sentido.

Florencia Vidal

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