De cerca

Humor sin límites

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Cumple diez años al frente de «Metro y medio», pero dice que disfruta de su programa como el primer día. El conductor evoca su temprana fascinación por la radio y su aprendizaje junto a Fernando Peña. Protagonista de un unipersonal de su autoría, analiza el stand up y el poder de la provocación.


Distendido, sereno, como si tuviera todo el tiempo del mundo, Sebastián Wainraich llega un rato antes de lo habitual a la Metro, en el barrio porteño de Colegiales, la radio donde cada tarde conduce, junto con Julieta Pink, Metro y medio, para recibir a Acción. Tiene rostro amigable y, pese a lucir serio, todo el tiempo parece estar preparado para lanzar un chascarrillo, por lo general sobre su humanidad: la cabeza, la altura, el judaísmo siempre latente, como cuando un poco en broma y otro poco en serio habla de su abuelo, que murió en un campo de concentración. El comentario, con su rostro imperturbable, descoloca pero a la vez promueve la risa.
Mira a su alrededor y saluda la llegada del equipo de producción del programa, que en febrero cumplió diez años al aire, un número fuerte, pero que no lo sorprende. «Creo que nuestra continuidad con el programa se fue dando naturalmente. Si bien es cierto que nunca estuve tanto tiempo en un mismo lugar, la Metro tiene algo distinto que no encontrás en ninguna otra radio, que es la comodidad, la libertad y un grupo de amigos, conductores de otros programas, con los que tenemos una relación bárbara», justifica.
–Con tantos años en el medio, ¿te llama la atención la afinidad que tienen con Matías Martin, Andy Kusnetzoff y Juan Pablo Varsky?
–No deja de ser llamativo, pese a que forma parte de nuestra cotidianeidad. Poder saludar a todos, que cada uno pueda hacer la transición de su programa con el otro es un mérito, es un ejemplo de convivencia en tiempos de grietas y pases de factura. No es nada forzado. Es algo que fluye y no dejamos de valorarlo y reconocerlo cada día. ¿Sabés lo que es llegar a un ámbito laboral y ser recibido con un abrazo? ¡Es impagable!
–¿Tu contrato cuándo vence?
–El 31 de diciembre de 2017. Yo firmo cada dos años, es lo que me propone la radio y lo acepto. Me parece justo.
–¿Te han hecho propuestas para llevar tu programa a otra radio?
–Sí, algunas. Pero acá estoy.
–¿Nunca te viste tentado?
–No. Tiene que pasar de todo para que nos vayamos de la Metro.
–¿No sentís la rutina del programa?
–Para nada. Laburo con la intensidad del primer día. Y más, porque creo que ya es una marca que está instalada. Entonces, cuando siento que un día no salió bien, llego a casa amargado, conflictuado.
–¿Nunca pusiste piloto automático?
–Jamás. Cuando cumplís tanto tiempo al aire, tenés que entregar cada vez más, porque el oyente advierte si te quedás, si te achanchás, si te tirás a chanta. Además, yo respiro radio por los poros: me encanta.

Señal de vida
Tenía 16 años cuando, en 1990, arrancó en FM Sol. Cursaba el cuarto año en el Vieytes y ya se perfilaba como hombre de radio. «Sentía que estaba bocetando al periodista convencional, orientado hacia el deporte», recuerda. Hacía, de manera premonitoria, una suerte de Metro y medio en radios FM de bajo alcance, como Sol y Universal. Pero la llama del periodista se fue apagando, hasta que surgió la del comediante, la del conductor. «Empecé a inclinarme para el lado de la música y tenía secciones de humor», cuenta.
–¿Cuándo te empezó a interesar la radio?
–Fui un oyente compulsivo. Y estar frente a un micrófono me gustó siempre, no encuentro explicación. Pasaron los años y me sigue apasionando, me divierte. En aquel momento, además, me ayudaba a socializar, a ganarme minitas diciendo que tenía mi propio programa.
–¿Qué cosas te motivan para mantener la llama viva?
–Por empezar, en Metro y medio me siento como en casa. Hay un entusiasmo natural, un incentivo que está dentro del cuerpo que me motiva para venir a la radio contento todos los días. Por otra parte, con Julieta tenemos la responsabilidad de no dormirnos en los laureles, de renovarnos, de plantear ideas y nuevas secciones, de estar atentos a lo que pasa con cada emisión. Y después hay algo mágico, abstracto e inexplicable, que hace que las cosas funcionen.

–¿Estás satisfecho con la dupla que formás con Pink?
–Sí, venimos trabajando hace muchos años, y la verdad es que nos complementamos muy bien. Conocernos tanto influye para que el programa funcione mejor. No hay muchas duplas mixtas de conductores radiales y es interesante. La dupla con Julieta es la base del programa, dentro de una radio mayoritariamente masculina. Pero es mérito de Julieta, que se hace querer.
–¿Cómo te sentís con tu rol de jefe?
–A veces conforme y otras disconforme, como suele ocurrir. No sé si soy un buen jefe, sí soy la cabeza de grupo. Soy el que define, el que tiene la última palabra. El tema es cuando no sé si tengo razón, si estoy acertado.
–¿Te pesa esa responsabilidad?
–No, ya no. Aunque reconozco que no me sale natural. Siempre tomar decisiones implica riesgos, miradas de reojo, pulgares arriba y también abajo.
–Estos aspectos profesionales tuyos ¿los fuiste aprendiendo a partir de tu formación con Fernando Peña?
–Fernando era un tipo más complejo, tenía una mente superior que traía un montón de ventajas, pero también una pila de problemas. Peña era una persona ultrasensible ante todo lo que sucedía. Su humor y su estado emocional eran mucho más cambiantes que los de cualquier otro ser humano con el que me haya cruzado alguna vez, por lo que la relación con él era con los altibajos propios de quien tiene una mente distinta.
–¿A Peña no se lo valoró como se merecía?
–Tuvo la mala suerte de haber nacido en Sudamérica, pero si Fernando hubiera nacido en Estados Unidos… De haber existido un Peña en Nueva York o en Londres, por ejemplo, nos habríamos enterado. Igual la huella que dejó es imborrable. Tenía una cabeza tremenda, capaz de hacer diez personajes distintos simultáneamente. Traía unas historias increíbles. Un tipo único, que rompió con las estructuras y los esquemas, que nunca temió ser él, ser cursi y profundo a la vez, o ser ridículo y ser un niño. Él solo quería jugar, y creo que pude copiar de Fernando eso, querer jugar siempre. En la radio, en el teatro y en la tele busco eso: ser un hinchapelotas, un tipo inquieto, curioso, al que también la gusta provocar.
–¿Provocar es transgredir?
–Provocar no es molestar al otro, sino provocar un momento, generarlo. Eso también busco llevarlo a la radio, provocar a Julieta para que pueda gestarse algo distinto en el programa.
–¿Qué otra cosa te contagió Peña?
–Su entrega ciento por ciento, tanto en la radio como en un escenario. Una entrega que no me sucede en otros ámbitos. Y se lo agradezco eternamente.
–¿Y tu estado anímico? ¿Sos ciclotímico como era él?
–Sí, lo soy, y me desconozco. No entiendo por qué a veces estoy muy bien y otras muy abajo. Me descolocan mis propias emociones.
–Parece ser un denominador de los que hacen humor.
–Puede ser. Todo el mundo cree que quien se gana la vida con el humor, después, fuera del escenario, tiene que ser un tipo divertido. Y nada más lejos.

En el escenario
En su rol de actor, se anima a dar un paso más allá del stand-up con Wainraich y los frustrados, el unipersonal que, luego de pasar por el teatro Maipo, en febrero lo llevó por Mar del Plata. Allí interpreta a tres personajes que desde sus frustraciones no solo muestran su humor característico, sino que también reflejan la idiosincrasia argentina y porteña a través de sus costumbres, expresiones y lugares comunes. En la segunda parte de la obra, demuestra por qué es uno de los principales referentes del stand-up con un monólogo explosivo. «El teatro me produce una inconmensurable satisfacción: siento que estoy levitando», describe.
–La obra tiene tres personajes y un stand-up en el final. ¿Qué te desgasta más?
–Los personajes me obligan a transformarme, a utilizar vestuarios diferentes y a impostar una voz que no es la mía. Mientras que el monólogo del final es más personal, tiene que ver con mi niñez y adolescencia, con mi familia y mi casa en Villa Crespo, con mis frustraciones, con mi amor por el fútbol y por Atlanta. Si bien me voy desgastando a medida que transcurre la función, al monólogo llego entero. Y cuando aterrizo en el camarín caigo desmayado.
–Creciste en un hogar judío, ¿cómo se tomaban las burlas a la colectividad?
–Cierto humor melancólico siempre estuvo presente en mi casa, y eso es algo que se relaciona con el humor judío. Y en mi familia nos reíamos de esas burlas y hasta redoblábamos la apuesta.
–¿Por qué pega tanto el humor judío?
–Supongo que porque tiene que ver con las minorías. El gay habla de eso, el gallego habla de eso y el judío necesita hacer catarsis y relajar un poco un tema que en algún momento era muy delicado.
–¿Creciste con el humor de Woody Allen, Groucho Marx, Buster Keaton?
–Especialmente las películas de Woody Allen me acompañaron en mi adolescencia. En un momento, Woody era casi un integrante más de la familia.
–Uno de los personajes de la obra, Migue, dice que «la homosexualidad es una enfermedad como la alergia y el judaísmo».
–Migue es un personaje que parece muy simpático, pero tiene unas ideas que pueden parecer atroces y, sin embargo, es muchas veces el que más risas despierta. A mí me divierte hacerlo y se mueve en un mar de contradicciones que causa gracia y vergüenza en partes iguales.
–¿Y cómo sabés si estás pasando un límite?
–El humor no tiene límites. Es cada uno quien impone su límite. ¿Quién es la autoridad para decir hasta acá se puede y hasta acá no? Entonces cada uno supone hasta dónde puede ir.
–¿Escondés algo detrás del comediante, quizás alguien que no la pasó tan bien?
–«El que hace comedia pagó por eso», dice mi mujer, Dalia Gutman. No sé, no me va la de un tipo que se esconde en el humor, creo que todos la pasamos mal alguna vez. Más allá de lo puntual, lo más interesante que asocio a la pregunta es que uno no sabe qué está mostrando. Tal vez hay alguien que aprecia algo de lo que estás transmitiendo y vos no tenés la menor idea. Lo mismo cuando alguien me hace una observación con mis monólogos teatrales y advierte un tema puntual que no me había dado cuenta.
–¿Cómo es ese antihéroe, el «loser» con el que se te suele asociar?
–Francamente, no veo tanto a ese personaje de antihéroe, pero muchos me lo dicen. Creo que soy un tipo que, en realidad, se ríe mucho de sí mismo. Y se confunde al «loser» con alguien que desdramatiza todo.

–¿Sos una persona de obsesiones notorias?

–Las tengo, claro, no sé si notorias.
–¿La cabeza no para?
–Todo el tiempo pensando, no para de carburar, las ideas van y vienen, a veces ni siquiera vienen, pero necesito saber que dispongo de un espacio para volcar cosas que se me ocurren, de grabarme otras. Forma parte de mi trabajo, pero me sale naturalmente, no es que tengo que pensar en que debo hacerlo.
–Así como hacés radio todos los días, ¿podrías subirte al escenario cada noche?
–No, ni a palos. El desgaste físico y emocional es matador. Por otra parte, una obra como la mía no rendiría todos los días, por eso aplico el timing para saber cuándo es adecuado hacerla. Además, me gusta quedarme con las ganas de más.
–¿Qué opinás del crecimiento del stand-up?
–Es una locura, estoy sorprendido de la cantidad de ofertas que hay en la calle Corrientes. No sé a qué se debe, tampoco es sencillo, ni para cualquiera. Es cierto que es muy atractivo para quien lo hace, porque todos queremos subir a un escenario, decir cosas y hacer reír.
–¿Cómo es tu relación con el ego?
–Estoy tranquilo, y solo procuro hacer mi laburo lo mejor posible y disfrutar el momento. Parto de la base de que todo lo que hago es para que haya eco del otro lado. Quiero que la gente llene el teatro, vea mis películas y tener más oyentes en la radio. Todo eso juega un poco con la presión, pero lo hago con gusto.
–¿El tema es cuando uno hace algo solo para ser visto?
–En mi caso, trato de identificarme con lo que hago y hoy me siento bien. Las cosas que hago, bien distintas, me representan. Siento de verdad que soy honesto conmigo. Encontrar respuestas por hacer algo que querés hacer es lo más lindo que me da este trabajo.
–Tenés 42 años, ¿sentís que hiciste mucho?
–San Martín, a mi edad, había hecho mucho más. Y cosas más importantes.

Fotos: Juan Carlos Quiles