De cerca

Literatura de lo maravilloso

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Referente ineludible de la ciencia ficción en castellano, Angélica Gorodischer evoca su temprano despertar como lectora voraz. De Balzac a Borges, los autores que marcaron su camino.

 

Difícilmente no se reconozca a Angélica Gorodischer (1928) como una de las escritoras excepcionales de la literatura argentina. Suele ser considerada una de las novelistas latinoamericanas de ciencia ficción y género fantástico de mayor prestigio, en especial desde que en 2003 Ursula K. Le Guin (una de las principales exponentes de la materia) tradujo al inglés su novela Kalpa imperial (1984). De cualquier manera, los lectores de Gorodischer saben que su literatura está más allá de los géneros. La entrevista que concedió a Acción se realizó en Rosario, en su cálida casa de una planta ubicada al sur de la ciudad. Vital y extrovertida, apasionada y lúcida, de cuerpo delgado y mirada afable, se dejó llevar por los episodios de su vida, que hicieron del oficio de escribir algunas de las más maravillosas fábulas de las letras argentinas, un destino.
–En una entrevista, usted contó que desde niña quería ser escritora. ¿Cómo sucedió eso?
–A los 7 años me di cuenta. Porque desde los 5 leía todo lo que encontraba en la biblioteca de mis padres. No entendía, pero a mí no me importaba. Yo igual leía y leía. Es que nací entre libros. Mi papá leía, mi mamá leía. Me acuerdo que hasta leí un libro de filosofía. Por supuesto, no entendía ni jota. Pero lo importante era leer y leer.
–¿Aprendió sola a leer?
–No sé. Mi mamá decía que yo había aprendido sola, pero no creo. Alguien debe haberme ayudado, alguna tía, alguna niñera; no puede ser que haya aprendido sola. Todo el mundo leía en mi familia. Además, mi mamá escribía y publicó libros y todo. Y yo, a los 5 años, ya leía el Billiken, pero también algunos libros que sacaba de la biblioteca. Entonces, a los 7, leyendo Las minas del rey Salomón, de Rider Haggard, me di cuenta de que yo quería hacer eso, de que yo quería escribir libros.
–¿Libros de aventuras?
–Tanto no sabía, porque ni siquiera tenía idea de que existían géneros, pero sí sabía que quería escribir libros para contarle cosas maravillosas a la gente. Y creo eso todavía. Lamentablemente, después, como dijo Bernard Shaw, tuve que suspender mi educación para ir a la escuela. Y después uno tiene que crecer, pelearse con el papá y la mamá, ir a la facultad, casarse, tener hijos.
–¿Alguien de su familia sabía que usted quería ser escritora?
–No, yo no necesitaba contárselo a nadie. Además, era una chica muy solitaria. Reunía esas condiciones que según Margaret Atwood forman a todo escritor: la soledad y los libros.
–¿Recuerda algún otro libro especial de esas lecturas tempranas?
–Sí, desde luego, uno que todavía conservo y que está en un lugar muy especial de mi biblioteca como si fuera un cuadro de Leonardo Da Vinci. Se llama Capullo rojo y es un libro de cuentos para niños. Fue el primero que fue mío, porque todos los demás eran de mi papá y de mi mamá. Pero Capullo rojo era mío porque alguien, no me acuerdo quién, me lo regaló.
–¿Quién es el autor?
–No figura. Es un libro de cuentos para niños muy lindo, con algunas cosas maravillosas. Todavía uso una de las escenas de uno de los cuentitos donde había, en un país que no tenía lámparas, una princesa que era tan hermosa, pero tan hermosa, que cuando oscurecía y ella salía a la terraza iluminaba todo; algo maravilloso. Hay otras escenas maravillosas, pero esa, la princesa que ilumina todo el reino con su belleza, la uso a cada rato en mi trabajo, de una u otra manera. Porque a mí me gusta la literatura de lo maravilloso. La literatura realista me parece de lo más estúpida y trivial. Cuando se hacen novelas de la vida real, lo que sale es un pastiche horrible, salvo que la escriba un genio como Balzac. Pero más que lo maravilloso, a mí me interesa lo inexplicable.
–¿Y cuándo comenzó a escribir relatos o algo parecido?
–En la escuela secundaria a mí me fascinaba algo que a mis compañeras las horrorizaba, que era escribir una composición. Algunas profesoras pedían la composición con un tema, como un deber, pero había una profesora, la Ernesta Robertacchio, que daba lo que se llamaba por entonces «Lenguaje». A mí me parecía una profesora sensacional, porque durante los primeros 20 minutos de sus clases había que escribir una composición de tema libre. Mis compañeras la odiaban y yo, feliz de la vida. Me sacaba siempre 10. Y no escribía sobre temas estúpidos como «Un día de campo» o «Retrato de mi compañera de banco». A mí esa materia me encantaba, así como no me gustaban las matemáticas. Fue un ejercicio de iniciación.
–¿Y que leía por entonces?
–Cuentos y novelas. Y lo único que me interesaba eran las peripecias, nada más. A los 14 años ya había leído a escritores argentinos, porque mi mamá los leía, como Bioy Casares o autores de la gauchesca. Uno de mis escritores favoritos era Fray Mocho. Siempre aconsejo, en los talleres de escritura que coordino, que lean a Fray Mocho si quieren aprender cómo se hacen diálogos. También ya había leído a Benito Lynch, que me encantaba. Y muy temprano leí a Victoria Ocampo.
–¿Qué le atraía de ella?
–Sus notas, sus comentarios. Además ella se relacionaba con escritores muy importantes, como Aldous Huxley o  Rabindranath Tagore. A mí me fascinaba todo ese mundo, porque ya había leído casi todo, incluso lo que no era para mí, según mi mamá. Ella me había dicho que había una parte de la biblioteca que estaba en casa que yo, porque era muy chica, no podía leer. Por supuesto, fue lo primero que leí.
–¿Y estaba justificada la prohibición?
–No sé, no me acuerdo. Probablemente no entendí nada. Pero, como mi mamá me había prohibido esos libros, tuve que leerlos.
–¿Tiene mucha facilidad para leer?
–Es que leer está en mi ADN. Desde hace 80 años leo sin parar, y lo hago rápido. Si quiero, leo un libro por día. Algunas madres desesperadas suelen consultarme y me piden que les haga listitas de libros para que el nene o la nena lean, porque no leen. Entonces, les pregunto a esas madres si ellas leen. Casi siempre la respuesta es que les encanta leer, pero que no lo hacen por falta de tiempo. A lo que yo respondo: «Si vos no leés, si tu marido no lee, si nadie en tu casa lee, tu nene o tu nena no va a leer por nada del mundo». Y no hay listita de libros que sirva. No digo que sea inevitable, pero cuando un chico vive en un hogar donde se leen libros, se habla de libros, se comentan los libros que se leen, él sabe entonces que leer libros es un placer y no un castigo, como hacen algunas madres que obligan a sus hijos a leer.
–¿A los 14 años había leído a Borges?
–Por supuesto. Hay escritores que para mí son señeros; uno es Borges y otro es Balzac. Después está Virginia Woolf y otras grandes escritoras. Lo que pasa es que he leído mucho. Por eso entré a la universidad a estudiar Letras. Sin embargo, la universidad no me sirvió para ser escritora. Me sirvió para sistematizar todo lo que yo sabía y había leído. Así que en el cuarto año de la carrera me di cuenta de que no sabía qué estaba haciendo ahí y abandoné. Yo no quería enseñar literatura, yo quería escribirla.
–¿A esa edad ya escribía?
–Yo siempre escribí. A los 7 años eran unas pavaditas que, más o menos, respondían a lo que había leído. Escribía una hojitas que tiraba, porque no me interesaba guardarlas. A esa edad yo sabía que quería ser escritora, pero no sabía qué era una escritora. No tenía ninguna imagen de lo que era una escritora de literatura. No sabía en lo que me estaba metiendo.

–¿Y de haberlo sabido?
–Me hubiera metido igual, por supuesto. No tenía idea de lo que era una escritora, pero leía y leía. A los 11 años leía las estúpidas novelas rosas que les daban a las niñas, que me daba mi mamá, pero también a Kafka. La verdad es que no entendía nada, pero lo leí. Y cuando leí a Borges, entendí lo que decía Kafka, porque ellos están muy emparentados. Lo que yo no había entendido era la indiferencia de la vida.
–¿Ese descubrimiento fue importante para usted?
–No tanto como leer a Balzac, que fue determinante para mí. Balzac es un genio; en menos de 50 años escribió 90 novelas. Evidentemente, estaba loco. Además, era muy mujeriego y las mujeres le sacaban hasta lo que no tenía. Se acostaba con mujeres caras, y entonces, a fuerza de café y cigarros, escribía una novela en dos semanas para conseguir dinero rápido. Las novelas de Balzac son geniales, incluso las más superficiales, porque no se lo aprecia si no se lee La comedia humana completa. Me hizo mucho bien leer a Balzac y todo lo que leí siendo chica. Pero Corín Tellado nunca me gustó: las novelas rosas que me daba mi mamá me parecían estúpidas, incomparables con los relatos de Edgar Allan Poe, que me fascinaba. Siempre les digo a las madres que me consultan que no les den a sus hijos literatura para niños, sino la gran literatura. Los chicos son truculentos: se vuelven locos con Poe o con La Ilíada.
–¿Todos esos autores estaban en la biblioteca de su casa?
–Por supuesto, yo vivía en un ambiente intelectual. En mi familia no solamente se hablaba como algo cotidiano de literatura y de libros, sino de cine, de teatro, de ópera, de música. Mis tíos y mis tías hablaban francés y sabían de todo. Todos tenían sus actividades propias, sus profesiones, sus negocios, pero eran gente culta. Y uno se contagia de eso. Mi mamá escribía poemas y publicó varios libros. Mi papá leía mucho, sobre todo ensayos, y también literatura gauchesca. Había sido hombre de campo, pero no estanciero: había arriado ganado en el sur.
–No deja de ser extraño que, en su caso, Balzac haya sido más determinante que Borges.
–Ah, bueno, pero me volví loca cuando leí a Borges. A veces me preguntan quiénes son mis padres literarios y yo digo: Flash Gordon y Balzac, mientras que mi madre literaria es la Duquesa de Alba. ¿Por qué? Porque también leía historietas, una tras otra. Y aprendí de las historietas el ritmo de la narración, porque en cada cuadrito tiene que pasar algo, porque si no, uno tira al diablo la revista. Y la Duquesa de Alba se explica por el retrato que le hizo Goya, donde ella está parada con un vestido blanco y una faja roja y sostiene la correa de un perrito ridículo. Atrás se ve un paisaje difuminado, y sobre eso yo inventaba historias. Por eso digo que la Duquesa de Alba es mi madre literaria y Flash Gordon y Balzac mis padres. Aparte, hay autores que me han enseñado mucho, como Borges. Confieso que también admiro a Cortázar, aunque hoy no me animo a releer sus novelas. De todas maneras, Borges me dio la noción del misterio de la vida, de aquello que está detrás del texto. Balzac, en cambio, me transmitió el modo de contar una novela. En otro orden, y de cierta manera, también le debo algo a Roberto Arlt; menos a Cortázar, aunque pienso que «Continuidad de los parques» es un cuento perfecto.
–También leía literatura policial.
–Todavía tengo en la biblioteca la colección completa de El Séptimo Círculo. Pero un día compré La dama del lago, que se había publicado en la colección, y no lo podía creer: era horrible. Claro, estaba acostumbrada a las casas inglesas de la campiña y a la aristocracia, no a la novela policial negra de Raymond Chandler.
–Así como mencionaba las historietas, ¿del cine aprendió algo?
–No tiene tanta importancia como la historieta, aunque iba mucho al cine cuando era chica. En la calle Córdoba, en Rosario, cuando tenía unos 8 años, había un cine donde daban los domingos una matiné para chicos. Era otro mundo aquel. Mi papá nos llevaba al cine en su auto con las hijas del vecino y veíamos series de cowboys, donde siempre había una chica que ataban a las vías mientras se acercaba el tren, y entonces aparecía el muchacho en un caballo blanco para salvarla. También veíamos películas cómicas y dibujitos animados. Mi papá nos daba plata para comprar maní con chocolate y nos dejaba en la sala, que estaba llena de chicos porque todos los padres los depositaban ahí. A eso de las cinco, mi papá venía buscarnos, porque a las seis empezaba la sección vermut.
–Sin embargo, desde el punto de vista narrativo, el cine no le ha interesado.
–Al contrario: me ha interesado mucho. Siempre digo que, en narrativa, se trata de narrar la peripecia y que el resto viene solo. Simplemente, en un texto de narrativa tienen que pasar cosas.
–¿Cómo fue su comienzo como escritora profesional?
–Ya estaba casada y tenía hijos chicos. Cuando algunas chicas casadas y con hijos que quieren escribir me dicen que no lo hacen porque no tienen tiempo, les digo: «Pero yo tenía un marido, una casa, un perro, una gata, un jardín, tres chicos y un trabajo fuera de mi casa, y me hacía tiempo para escribir».
–¿Y cómo hacía?
–A las tres de la mañana, cuando todos dormían, yo me levantaba, sacaba la máquina de escribir portátil que me había comprado de debajo de la cama, la ponía sobre una mesita y escribía. Me levantaba a las siete y llevaba a los chicos a la escuela. Así escribí 7 libros. Es que había llegado a una altura de la vida en que, si quería escribir libros, tenía que empezar ya.  Y empecé con la idea de publicar con todas esas dificultades, que no eran sólo eso, porque adoraba a mi marido y a mis hijos. No quería irme a París a vivir la loca bohemia y escribir libros, sino que quería todo: mi marido, mis hijos, mi casa. Así fue que gané un concurso de la revista Vea y lea con un cuento policial y, luego, de inmediato, el concurso de Emecé con la novela Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara.
–Un reconocimiento al esfuerzo.
–Había veces que no dormía; me quedaba dormida en el medio de una fiesta, pero no tenía alternativa.
–No se distraía mirando televisión.
–De ningún modo, y, en un momento, decidí que la televisión no entraría a mi casa. Me di cuenta enseguida de que era un veneno para la mente y lo sigue siendo. Entonces, los chicos se iban a ver televisión a las casas de sus amigos. Durante muchos años fue así, pero ocurrió que nuestro hijo mayor comenzó a estudiar Medicina y organizaron un viaje entre todos los compañeros y vendían una rifa para financiarlo. Nunca me saqué nada en una rifa, con la excepción de la que le compré a mi hijo mayor. ¿Y qué fue lo que me gané? ¡Un televisor!

Rubén H. Ríos
Fotos: Carlos Carrión
Desde Rosario

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