De cerca

Literatura en la periferia

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Afincada en una pequeña localidad cordobesa, la escritora construye en los bordes de los géneros una obra personal y destacada, que fue distinguida con el prestigioso premio Andersen a la narrativa infantil. El origen de su vocación y el rol central que adquiere el universo femenino en sus libros.


(Enrique Cabrera/Télam)

La escritura de las mujeres, las secuelas de la dictadura y la recuperación de saberes y experiencias soslayadas son líneas centrales en la obra de María Teresa Andruetto. Una sólida trama de voces e historias sostiene textos como Stefano (2001), el relato de un emigrante inspirado en el viaje de su propio padre, premiado y traducido a diversas lenguas, o la narración coral de Los manchados (2015), su última novela. Entre los reconocimientos que recibió, en 2011 obtuvo el Premio Hans Christian Andersen, el mayor galardón internacional para autores de literatura infantil y juvenil. Más allá de las distinciones, aunque vive y trabaja a distancia de los centros culturales del país, es una de las escritoras con mayor influencia en la literatura argentina contemporánea.
Andruetto nació en 1954 en Arroyo Cabral, Córdoba, y actualmente reside en otra pequeña localidad de la provincia, Cabana. Se siente a gusto, dice, en las periferias y los límites de las convenciones literarias, allí donde las divisiones entre los géneros se vuelven borrosas. Entre sus libros se encuentran las novelas Tama (2003), La mujer en cuestión (2009) y Lengua madre (2010), la nouvelle La niña, el corazón y la casa (2011), el ensayo La lectura, otra revolución (2014) y el poemario Beatriz (2005), escrito a partir de un encuentro con la poeta santafesina Beatriz Vallejos. Codirige una colección de narradoras argentinas olvidadas, que publica el sello Eduvim.
–En Tama, tu primera novela, aparece ya el mundo femenino, un eje de tu escritura. ¿Cómo llegaste a ese núcleo?
–Todo lo anterior, salvo el poema «Kodak», fueron borradores. En 1982, muy cerca del momento de Malvinas, tuve una enfermedad por la cual pasé un mes y pico internada y, después, vino un año de convalecencia en la casa de unas tías de mi exmarido, en Chilecito. Ellas me cuidaron y me contaron historias fabulosas en el borde de lo extraño, lo fantástico, el resentimiento. Ahí empecé a escribir la novela. Descubrí un universo que empezó a alternar «con el más propiamente mío», como diría la poeta Patrizia Cavalli, el de la llanura y la inmigración, la cultura de la que provengo. Una Latinoamérica profunda, de mujeres mestizas, descendientes de españoles, bastante indígenas y un poco negras; la mayoría sin marido, muy poderosas, muy entregadas y que también podían ser tremendas.
–Los varones están más del lado de la ausencia en tus novelas.
–Exacto. Aunque mi padre sea una presencia fuerte en mi vida. Mi madre proviene de una genealogía de mujeres pobres y muy fuertes. Mujeres que sostuvieron sus casas con su trabajo: una abuela colchonera, otra que era sastre en Italia, una bisabuela guardabarrera. Aquellas mujeres del norte argentino eran o habían sido enfermeras, empleadas en casas de familia, costureras. La vida me puso en lugares desde los cuales me vinculé muy fuertemente con ellas y también con mujeres ancianas. Lo que me produce admiración es una fortaleza de orden femenino para afrontar los dolores de la vida, la enfermedad, la ausencia del varón, la miseria, el hecho de darle de comer a los hijos de cualquier manera.
–¿Qué importancia le asignás a esa dimensión de lo femenino en tu obra?
–Creo que primero están las mujeres y después cualquier otra cosa. Mucho me vino relatado por mi madre, por esas otras mujeres. Mi mamá ha sido una gran contadora de las vidas que tenía alrededor. Las historias de la gente común me atraen, me vinculo rápidamente para hablar o para escuchar con alguien en un ómnibus, con una mujer en la calle. La voz de los otros me ha atravesado mucho, y sobre todo de las otras. Como me interesa la confluencia de lo privado con lo público, ese lugar de lo privado que refleja lo público se ve más en la vida de las mujeres.
–En tus novelas las mujeres remiten también a una tradición oral, opuesta a la letrada, y son portavoces de una versión alternativa de la Historia. ¿Los manchados es una reelaboración de la primera novela?
–Es una vuelta sorpresiva. En Tama la búsqueda era epistolar. Cuando me trasladé a la casa donde vivo, al mudar la biblioteca encontré en un libro dos hojas de cartas de mi mamá, de un período en que viví en Trelew. Hice un símil, continué esas cartas con su estilo. Tuve una revelación, pensé en una novela donde alguien encontraba cartas de la madre y después esa idea varió mucho. En Los manchados hay monólogos que escribí como unidades. En el primero aparecía esa frase «Llegó por la noche». «¿Y desde dónde?», me preguntaba. Desde Tama, me dije, ese mundo del norte que yo tenía en el imaginario y en lo real. Empezó a surgir esa voz, empecé a tirar de ese hilo. Sabía que la voz de Emérita, el personaje del primer monólogo, era una respuesta a Julieta, la chica que escucha acerca de su padre, y que de ahí se filtrarían otras cosas. Imagino a Julieta como alguien de la edad de mis hijas, que ahora tienen 34 y 31 años. Me di cuenta de eso avanzada la cuestión, en el sentido de que ellas tienen dos vertientes, el cruce de lo europeo con lo latinoamericano. Esa mujer joven, en Lengua madre y en Los manchados, que en un caso lee y en otro escucha, en realidad se busca a sí misma. Es algo que hago conmigo misma con la escritura, un camino de autoconocimiento: intentar comprender algo que desconozco, ponerme en el lugar de otro y desde ahí mirar, buscar.


(Penguin Random House / Hugo Suárez)

–Entre otros elementos, en Los manchados se filtran cuestiones de la historia reciente, como el asesinato del obispo Angelelli y los fusilamientos de José León Suárez. ¿El resto es ficción?
–Todo es ficción, solo que algunos personajes hacen referencia a hechos históricos externos, que yo quería mirar. No trabajo con un plan argumental sino más siguiendo una voz o una imagen. Con Los manchados me pasaron dos cosas: por una vía extraordinaria alguien me pasó el testimonio de un testigo de la muerte de Enrique Angelelli, y entonces en la novela hay fragmentos oralizados a partir de ese relato. Y, por otra parte, volví a un lugar donde hay un porcentaje muy alto de albinos, en el oeste, como le llama la gente en La Rioja, donde el grueso de la población es de apellido Ormeño. Pero la búsqueda no es el rigor histórico, el tema es que resulte creíble el relato. También me gusta mucho trabajar con el rumor y la incerteza de los personajes, sobre todo en los procesos de corrección: que la voz de uno relativice a la de otro. En La mujer en cuestión, cuidaba mucho que la balanza no se inclinara demasiado entre los testigos pro Eva y los anti Eva, la protagonista, para tirarle la pelota al lector.
–La mujer en cuestión aborda la historia de una sobreviviente de un campo de concentración. ¿Fue el primer texto donde trabajaste sobre la dictadura?
–Había un cuento anterior, «Los rastros de lo que era», sobre el que después se hizo una obra de teatro y se representó en un ciclo de Teatro por la identidad. El cuento sucede en un bar cerca de la terminal de ómnibus de Córdoba, donde una mujer que regresa del exilio, en democracia, se encuentra con un represor con el que ella tuvo una relación perversa y otra vez queda entrampada. Lo escribí a partir de algo que leí en un diario sobre un caso del campo de concentración de La Perla. En el cuento aprendí que también así se era una víctima. Me interesa comprender, aun a los personajes que viven las situaciones más duras y desagradables, porque para todo hay una razón. Yo pensaba que podía ser criticada, si se quiere, por no tener una posición políticamente correcta. Pero Nelly Llorens, una abuela de Plaza de Mayo cordobesa, dijo que la historia mostraba el grado más grande que podía alcanzar una víctima. Hay algo interno que lleva al personaje a un lugar de destrucción. Fue un cuento que me costó muchísimo escribir, lo dejé en algún momento, también porque tenía menos entrenamiento y sentía que era un desafío muy grande. Lo pasé a unas cuestiones de diálogo, una especie de dramaturgia, algo se aclaró entonces, volví al cuento y lo pude terminar.
–Retomando lo anterior, el mundo de la llanura, ¿tiene más que ver con la figura paterna en tu caso?
–Y también con la figura materna. Mi papá era italiano y se instaló en la llanura cordobesa, y mi mamá era hija de italianos, de la misma zona. Pero Stefano recupera algunos rasgos, no la línea argumental. Mi papá vino a otra edad que el personaje, en otro tiempo histórico. El relato tiene el tono de melancolía del inmigrante de las llanuras, muy de los míos, que me atraviesa mucho y está en La niña, el corazón y la casa, en La mujer en cuestión. Las comidas en la casa, la música, algunas frases, algunos episodios, el recuerdo del hambre de los antepasados, esas cosas, no todas de mi padre, sino también de mis abuelos, de descendientes de inmigrantes que conocí en el pueblo donde me crié y donde vivían mis abuelos, italianos, sirios y gallegos, está en lo que escribo. No es que yo quiera meter esos elementos, sino que uno tiene esa despensa con cosas vistas y oídas y echa mano allí cuando está armando una escena. Lo que más me interesa es la voz que narra y el punto de vista en un sentido más amplio, la relación entre el que cuenta y lo contado. No empiezo a escribir si no sé quién narra, cómo es que conoce la historia, cuánto tiempo transcurrió, qué actitud tiene ante lo que cuenta. La escritura comienza una vez que entro en la música y en el tono del narrador.


(Penguin Random House/Hugo Suárez)

–¿Cómo fue tu encuentro con la poeta Beatriz Vallejos y el libro que le dedicaste?
–Es otra variante de la relación madres-hijas. Yo la miraba y la sigo viendo como una poeta madre. Habíamos tenido algunos encuentros y conversaciones telefónicas, y nos mandábamos cartas. Después supe que ya no estaba bien y fui a verla a Rosario. Eran varias cosas, entre el amor, la admiración, la palabra que va de una generación a la otra. En la colección de narradoras argentinas, en Lengua madre, en Los manchados, aparecen también mujeres pasándoles a otras algo de su saber, de su poder y de su querer. No es un programa sino algo muy interno, del orden del deseo y del agradecimiento vital a múltiples mujeres, que deviene como programa pero no está antes de eso.
–A propósito de programas, la literatura juvenil está fuertemente marcada por convenciones y exigencias del mundo editorial. ¿Cómo te situás en ese marco?
–A mí me han gustado siempre los bordes de los géneros, el narrar en la poesía, los rasgos poéticos en la narrativa, ciertas periferias como la escritura de mujeres, la literatura infantil, los escritores de provincia. He leído muy bien y tempranamente a esa generación de escritores como Daniel Moyano, Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto. Siempre me interesó leer sin negar a Buenos Aires, pero en el juego de modos periféricos de ingresar a la literatura. Hoy es un poco más fácil, pero en otro momento había que encontrar a los autores de provincia, estaban en un coto regional pequeño. Siempre he leído a mujeres, cuando todavía hoy escritoras excelentes no conocen a escritoras de generaciones anteriores. Busco los cruces de tradiciones, las genealogías, los pases, lo que uno le da al otro, finalmente lo que hacemos es poner un poco más en lo que recibimos.
–¿Cómo impactó el premio Andersen en tu trabajo?
–Fue un gran honor. Me siento como alguien que viene de los bordes en todos los sentidos, desde la provincia y desde los bordes del género, y que en la literatura infantil llegó a un lugar central que es ese premio mayor. Sinceramente, no sé cuántos astros se conjugaron para que esto sucediera, más allá de mi escritura, que sí tiene en ese espacio un valor comparativo con otras cosas que se hacen. Mi batalla fue siempre una búsqueda literaria y no pedagógica ni centrada en un lector predeterminado, sino como es la escritura en general, escribiendo de la misma manera que he sentido mis obras para adultos.
–¿Qué se juega en esos traspasos que te interesan de una generación a la siguiente?
–Se juega un capital ya tomado. Como en la vida, como en el pase de madres a hijas, hay un capital que ya se tiene y sobre eso hay que romper, desviar y acrecentar. Desviar los mandatos de lo que se supone que es un libro para chicos, por ejemplo. Voy mucho a escuelas, pero rara vez por las editoriales. Me aseguro de que tengan un proyecto de lectura y no ir como una figurita. Muchas veces me preguntan por qué antes se leía y ahora no. Yo creo que no es así, al contrario: hay un incremento muy grande de la presencia de la literatura en la escuela.