De cerca | ENTREVISTA A LEILA GUERRIERO

«Palabra peligrosa, la verdad»

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Osvaldo Aguirre - Fotos: Jorge Aloy

En su nuevo libro la periodista reconstruye la compleja historia de Silvia Labayru, que además de las torturas recibidas fue obligada a realizar trabajo esclavo en la ESMA.

Secuestrada por militares el 29 de diciembre de 1976 y trasladada a la Escuela de Mecánica de la Armada, Silvia Labayru tuvo a su hija en el centro clandestino, fue torturada, obligada a realizar trabajo esclavo y violada por un oficial. Fue también forzada a acompañar a Alfredo Astiz en la infiltración de los marinos a las Madres de Plaza de Mayo, antes de su liberación en junio de 1978, y otros sobrevivientes vieron en ese episodio una actitud de colaboración. La llamada, el nuevo libro de la periodista Leila Guerriero, plantea un retrato de Labayru que abarca su vida y se propone «encontrar tantas facetas como sea posible para contar esta historia y escribir un texto sin reduccionismos».
Guerriero mantuvo conversaciones con Labayru durante un año y siete meses y realizó más de 100 entrevistas con personas relacionadas con la protagonista en distintas circunstancias. El método exhaustivo y la disposición a indagar contra las presuntas evidencias, una marca de su trabajo, se ponen a prueba y convergen en un libro complejo y movilizador.
–«Solo había que saber o querer escuchar», escribís a poco de comenzar el relato. ¿Cómo se planteó ese saber respecto de Silvia Labayru?
–Ella había dicho muchas veces que las mujeres eran un botín de guerra para los militares. Sin abundar sobre las violaciones, una cosa presumida o sospechada como parte de los tormentos. Lo que me llevó a ella fue una nota sobre el tema, pero había mucho más que escuchar. Se trata de contar hechos, pero también de ver cómo las personas se vieron involucradas o qué sintieron en relación con esos hechos, y cuando escuchás con las orejas abiertas, sin prejuicios, empezás a encontrarte con cosas incómodas o alejadas del relato más sabido. Ahí hubo una expansión del campo de batalla: se abrió una enorme cantidad de temas.

–La llamada se ofrece como un retrato personal y no como una historia de los 70, aunque habla de cuestiones poco tratadas de la represión como los crímenes sexuales. ¿Qué implicó no hacer eje en los 70?
Obviamente también es un retrato de época en muchos sentidos. La lógica del libro fue entrevistar solo a las personas que hubieran tenido alguna relación con Silvia Labayru en algún momento de su vida. Si hubiera sido un libro sobre los 70 tendría que haber abierto el panorama e involucrado a otra gente que no tiene la misma visión que la protagonista. Es como cuando elegís el objetivo de un artículo: decir que el foco son los 70 no es lo mismo que decir que va a ser Silvia Labayru; pero los 70 están allí con mucha potencia.
–Una cuestión insistente es la reflexión sobre el problema de las versiones, de la verdad.
–Palabra peligrosa, la verdad.
–El relato no es unívoco y surgen discordancias entre los entrevistados. ¿Las contradicciones también dicen algo de la historia?
–Sí. Más que asustarme, me apoyé en las contradicciones. También para demostrar la enorme complejidad que tiene el asunto y la manera en que la memoria lidia con estas cosas. Hay una situación en Montevideo, donde la llevan a Silvia y un amigo, Alejandro Rubinstein, se hace pasar por su pareja. Cuando hablé con Rubinstein no se acordaba de nada. Es raro porque cosas así te pasan una vez en la vida. Mercedes Carazo sostenía que había ido ella sola a entregar a Vera, la hija de Silvia, a la abuela, y Silvia me contó que fue distinto. Cuando correspondía y la involucraban, confronté esas diferencias con Silvia Labayru. Ella era muy comprensiva, decía que cada uno tenía sus versiones, y daba muchos detalles. Desde hace rato no le tengo temor a cuestiones que surgen como contradictorias y están en la base de los textos sobre la dictadura que hice, el caso Poblete, la historia del Equipo Argentino de Antropología Forense, Malvinas en La otra guerra y este libro. Casi todo está construido sobre una visión muy distinta de los relatos más establecidos y más correctos sobre estas cuestiones. Trato de transformar lo que puede ser una debilidad –testimonios que no coinciden– en una fortaleza. ¿Cómo gente que pasó por situaciones traumáticas no va a cambiar, a olvidar, también para hablar sin que la historia les clave un lanzazo?

–¿Cómo manejaste los tiempos de las entrevistas para tratar los temas más complejos, como el de la tortura o las violaciones en la ESMA?
–El perfil permite decirle al entrevistado que no vas a terminar tu trabajo en dos semanas ni en dos meses. Plantear esto desde un principio permite contar con una especie de libertad, en el sentido de no apurarte a hacer ninguna pregunta incómoda. Hay un momento en que el entrevistado saca un tema determinado, difícil, y es el momento para meterse por allí. En ocasiones, hacer la pregunta inadecuada en el momento inadecuado puede provocar reticencia. Silvia estaba muy preocupada, y lo repitió hasta el final de nuestras conversaciones, por el hecho de parecer demasiado fría al hablar. Nunca vi frialdad ni automatismo en ella, lo que se le criticó. Tuvimos conversaciones largas, de cuatro horas, dos o tres veces por semana. Ella contaba su relato de una manera muy trabajada, se notaba que había reflexionado mucho y era una mujer muy psicoanalizada. Por otro lado, veía en ella una voluntad de ser muy específica y de repetir datos y dar precisiones. Se fue construyendo un campo de confianza en común. Supongo que pensó que podía contarme muchas cosas, que yo no la escuchaba con el dedito levantado y que al hacerle las preguntas no había de mi parte una actitud de juzgamiento ni una moralina. Fuimos llegando de a poco a algunas cosas. A medida que pasó el tiempo Silvia me empezó a decir «nunca nadie me preguntó por la tortura, solo Hugo Dvoskin, su actual pareja. Un día le pregunté si me podía contar cómo había sido el paso a paso y lo relató con bastante detalle. En la siguiente entrevista me volvió a decir que nadie le había preguntado sobre la tortura y yo volví a preguntarle. Me di cuenta de que por un lado no había un registro claro de mi pregunta y de que por otro ella me pedía a gritos que le preguntara, quizás más profundamente. Por las violaciones yo no necesitaba que me diera ningún detalle, ¿qué iba a preguntar? Ya bastante la había interrogado el juez de la causa, y de una manera grosera. De lo último difícil de lo que hablamos fue el tema de Astiz, y lo contó con soltura y con dolor.

–¿Lo más difícil de escuchar es por ejemplo cuando Labayru dice que Astiz la trató bien a diferencia de otros represores?
–En un libro podés encajar las piezas de una manera más natural. Si la primera línea dice «Astiz me trató bien», eso lo podés subir muy ladinamente al titular de un diario casi pornográfico. Pero cuando llegás a la instancia en que lo dice después del secuestro, de la tortura, del parto sobre una mesa, de las violaciones, juzgar esa frase es bajar una cortina de hierro y no querer ver la naturaleza humana. Los periodistas vivimos con la intención de entender la cabeza del otro y quizá nos resulta más sencillo. Lo que está diciendo con esa frase es que dentro del horror había tipos que en ocasiones podían no hacer tanto daño como otros, o que podían evitar que otros hicieran mayor daño. Silvia cuenta que Antonio Pernías estuvo en el parto de Vera y después entró en una celda, se bajó los pantalones y le dijo a una prisionera «chupámela». Una cosa no le impide ver la otra, ella jamás hace una defensa, ni lejanamente, de lo que hicieron los militares.

–¿Por qué definís a Silvia Labayru como «una víctima incómoda»?
–Porque tiene una mirada crítica no solo sobre su militancia sino también sobre lo que se hace a veces en los sitios de memoria. Ella y Lidia Vieyra, otra sobreviviente, dicen «nos llaman cuando nos necesitan», se sienten un poco exhibidas; pero cada vez que la convocan, va y participa. Un día, la persona que guiaba una visita en la ESMA utilizó la palabra «relaciones» para referirse a lo que pasaba entre las prisioneras y los militares. Nadie alzó la voz, pero fue una conmoción tremenda, algo que le quedó dando vueltas. Es muy duro para ella escuchar esas palabras, creo que todavía más duro que contar el horror que padeció. Sin embargo, así y todo siente la necesidad de participar en esa conversación y de tratar de que las voces más acalladas puedan ser escuchadas. En ese sentido es incómoda, porque tiene una postura distinta y, como otra gente que pasó por la ESMA, no quiere que le pongan el sello de víctima eterna.

–Según se plantea, «por qué salieron vivos» es la pregunta más perturbadora para los sobrevivientes. Pero el libro parece responder a ese interrogante para Labayru.
–No es una pregunta que yo me haya planteado, pero me pareció bien hacerla explícita porque la persiguió mucho tiempo. El libro es una explicación compleja en parte a esa pregunta, pero no solo. Hay muchas otras preguntas que están dando vueltas. Una podría ser cómo se hace una vida con eso que pasó. El foco está puesto en ese punto, no creo que responda a la pregunta de por qué salió viva.
–¿El título no dice algo en ese sentido? La llamada al padre cuando estaba desaparecida, la reacción de él ante los marinos, salvó la vida de Labayru.
–Es lo que supone ella, pero hay otras cosas que pudieron contribuir. La arbitrariedad con que se tomaron las decisiones garantizó el terror perfecto. Marta Álvarez, sobreviviente de la ESMA, dice que esa pregunta –«¿por qué no te mataron?»– se la hizo un día el hijo y la destrozó, porque consciente o inconscientemente contiene una acusación: hiciste algo para que no te mataran. El agujero negro que abre la pregunta es angustiante. En el caso de Silvia, la llamada fue muy importante y también está recubierta de emociones que la sobredimensionan en su relato. Pero hubo otras cosas como no ser judía, como ser alguien que les sirvió para el trabajo esclavo, como la belleza que también la estigmatizó. No se puede saber, y ese azar es horroroso.

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