25 de abril de 2014
Dramaturgo, director y actor, José María Muscari logró trascender las fronteras del under para llegar a los grandes teatros y a la televisión. Experiencias y definiciones de un creador inquieto.
Se autodefine como un creador, para dar cuenta de su versatilidad y multifacética presencia artística. Y también remarca que es nada más y nada menos que una persona en busca de la felicidad. A su vez, su condición de hijo único lo lleva a reconocer que fue un malcriado, y a destacar el generoso amor que recibió de toda su familia. Se sorprende a sí mismo buscando el origen de su vocación, ya que no podría invocar influencias directas, pues sus padres son ajenos al medio artístico: su padre era verdulero, mientras que su madre trabajó como empleada de limpieza.
Sin embargo, su determinación de hacer pie en el mundo de las artes escénicas comenzó desde muy niño. A los 10 años, José María Muscari empezó a estudiar teatro. Al terminar la secundaria, ingresó en la Escuela Municipal de Arte Dramático y egresó con el título de actor municipal. A su vez, a los 16 años ya había hecho su debut como actor, a los 18 había asumido el rol de director y a los 19 había escrito su primera obra. Cuenta que nunca para de trabajar, pero que igual se detiene para reflexionar y, sobre todo, escucharse en medio del bullicio, como si estuviera consultando su propia hoja de ruta. Entre sus principales objetivos, está el de preservar su capacidad de regocijarse con la libertad creativa. De hecho, le gusta que lo consideren un inclasificable, alguien capaz de moverse sobre el escenario como pez en el agua, sin limitaciones estéticas que se interpongan en sus desplazamientos. Y si bien tiene en claro que esta apuesta implica correr riesgos, también es consciente de que ha elegido un oficio en el cual hay que salir todo el tiempo de la comodidad de lo establecido.
–¿Qué despertó tu vocación por el teatro?
–Quizás como yo era hijo único, después de estar con mis amigos en la vereda, entraba a mi casa y no tenía con quién seguir jugando; entonces, lo que me quedaba como opción de entretenimiento era la televisión. Y en la época en que yo era chico –tengo 36 años– la televisión estaba minada por la ficción: era la época de oro de Alejandro Romay, de las novelas, de los mundos ficcionales. Crecí entreteniéndome con personas que inventaban una vida, que no vivían la vida real. Me parece que ese fue el primer disparador para empezar a pensar en la ficción. Por lo demás, siempre tuve muy en claro mi vocación. Mi carrera se fue dando de una manera muy paulatina, muy continua. No tuve una duda vocacional, siempre supe que era esto lo que me gustaba.
–Además de ser tu medio de vida, ¿qué otra retribución te da?
–En principio, la retribución básica es la felicidad. En la medida en que uno hace lo que tiene ganas, tiene más posibilidades de acceder a la felicidad que haciendo cosas que no le gustan. O sea que, desde ese aspecto, me siento un privilegiado. En el país y en el mundo, en general, hay muy poca gente que hace lo que quiere. Y poder hacer lo que uno quiere y vivir de eso me parece que es una felicidad total. Otra de las cosas que recibo a cambio, por llamarlo de alguna manera, es la posibilidad de repensarme todo el tiempo. Mis obras, mis trabajos como actor o como director o dramaturgo, me obligan a ponerme en duda, a buscar la mejor opción, a ir perfeccionándome como persona. Me parece que uno, en tanto creador, es el resultado de la persona que uno es, por lo cual siempre conecto mucho mi vida cotidiana a lo que hago. Si tengo una vida cotidiana que está buena, es posible que lo que haga artísticamente también esté bueno.
–¿Cómo fue tu experiencia en el teatro independiente?
–Fue muy intensa. El teatro alternativo me enseñó algo que perdura hasta hoy: hacer el intento de crear a pesar de todos los obstáculos. Siempre tuve una voluntad muy férrea y, aunque hacía teatro independiente, me interesaba que llegara a la mayor cantidad de gente posible. Por eso mis obras desde el principio fueron muy exitosas; no porque estuviera tocado por la varita mágica del éxito, sino porque trabajé mucho para atraer al público: desde volantear hasta llevar las gacetillas a los diarios. Y en ese sentido, el «under» fue de alguna manera una gran escuela de autogestión. De estas experiencias aprendí a no depender de que me llamaran, a reinventarme, a generar mi propio espacio y mis propios proyectos. Me ayudó a convertirme en un gran gestor de mi trabajo artístico.
–Algo que te caracteriza es el fluir de un rol a otro: sos dramaturgo, director y actor. ¿En cuál te sentís más a gusto?
–Todo lo que hago me gusta mucho, no hay algo que no me guste o no me apasione, porque si no hago las cosas con pasión, no las podría hacer. Entre la dirección, la actuación y la dramaturgia, a mí me gusta escribir y dirigir, pero no me gusta actuar en obras propias. Lo que más disfruto como actor es ser dirigido por otros y en espectáculos que no son mi responsabilidad. Lo que más disfruto como director y como autor es poder tener una identidad y un sello muy fuerte. Siempre fui consciente de que quería hacer algo particular, algo singular, que no se pareciera a lo de otros, que no copiara a nadie. Por supuesto que el no ser uno más del montón o hacer algo personal tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Mi sello personal está dado por generar un lenguaje, elegir un tipo de actores, contar de una determinada manera, entrar y salir del off y del comercial, pasar también por la televisión.
–¿Cuáles son tus inquietudes como dramaturgo?
–Lo que hago es reflexionar sobre algunos temas que siempre son los mismos: el amor, la familia, los vínculos emocionales, lo mediático, el mundo del espectáculo y los «mass media», la vida de los actores. Sobre esos temas voy variando de pretexto en cada nueva obra. Algo que decía Shakespeare y está bueno es que un autor escribe siempre sobre lo mismo, lo que cambian son los personajes de la obra. Pienso que es eso: estar escribiendo una obra que es toda mi vida y que va cambiando el título según el año.
–¿Cómo elegís a los actores?
–Me lleva un trabajo que está bueno, que tiene que ver mucho con la alquimia, con la claridad conceptual, con poder tener bien desarrollado el instinto y la percepción para elegir a las personas adecuadas. Además, le presto mucha atención a los actores cuando hablan en los reportajes. Me parece que un actor no es solamente lo que actúa: es también la vida que tiene o cómo la lleva, cuál es su lugar en el mundo, su permanencia en el medio, sus trabajos anteriores, a qué le dijo que no y a qué le dijo que sí.
–Hiciste versiones de Electra en 2004, de Julio César en 2009 y ahora de La casa de Bernarda Alba. ¿Qué criterio utilizás a la hora de abordar un texto clásico?
–Los parámetros son muy diferentes. Electro shock era una versión muy anárquica y personal sobre mi reinterpretación de esa obra, tomándome un montón de licencias y casi te diría dinamitando al autor; dejando la esencia más pura de los personajes y algunos textos y situaciones, pero haciendo mi propia obra, que era como un recital de punkrock en medio de esa tragedia griega. En el caso de Julio César, lo que hice fue una actualización, porque trasladé los personajes a una época actual, atravesados por la era de la comunicación, y además todos los personajes masculinos los hacían mujeres y los femeninos los hacían hombres. Y en el caso de La casa de Bernarda Alba, creo que es mi visión más clásica de lo que para mí es el teatro. La hice porque la obra ya es fantástica, y procedí de alguna manera a desempolvarla, a sacarle lo que me podía distanciar del texto, lo que me generaba algo con lo que no me identificaba. Por ejemplo, me tomé la licencia de agrandar el personaje de la abuela, que es interpretada por Adriana Aizemberg. Pero básicamente no hay mucha distancia entre lo que escribió Lorca y mi versión: tiene algo que para mí está bueno y es que no se sabe si es un Lorca moderno o un Muscari clásico.
–Transitás alternadamente por la comedia y el drama, ¿qué lugar ocupa el humor en tu trabajo?
–Me aburre la gente sin humor, que se toma todo demasiado en serio, la gente formal, la estructurada. Yo soy un poco estructurado, a pesar de que el público quizás ve algo de mí en mi obra y a lo mejor piensa que soy un raro. La verdad es que no; tengo una vida bastante disciplinada y soy muy pragmático. El humor para mí es fundamental, porque te salva de todo: te permite tener una mirada aguda sobre vos mismo y sobre los demás. Y me parece que, básicamente, es un mecanismo de sanidad.
–¿Cómo varió la recepción del público hacia tus obras?
–Creo que llevé a cabo un trabajo de mucha acumulación a lo largo del tiempo. La primera obra que hice como director fue a los 20 años, Mujeres de carne podrida. Y a partir de eso, hasta la actualidad no paré más: tengo más de 50 espectáculos estrenados, algunos en el teatro comercial, otros en el alternativo, otros en el oficial. Hice cosas en la televisión, en la radio, hice cosas contratado por otros, cosas que yo mismo gesté, convencí a productores para que me produzcan, es decir, probé todos los formatos y lo que logré hasta hoy es tener un lugar dentro del mundo del espectáculo que es mío y de nadie más y que, si dejo de hacerlo, no hay otro que pueda ocuparlo. Y me parece que, indefectiblemente, el público tiene mucho que ver en eso.
–¿Cómo influyó en ese sentido tu participación en el programa Showmatch?
–Sin duda, la popularidad que me trajo aparecer en Showmatch, en 2011, y de ahí para adelante todo lo que pasó en la televisión conmigo, hizo que un montón de público que no se hubiera acercado a una obra mía se interesara por verla. Pero también pasa que hay mucho público del «under» que no perdí y siguen yendo a ver mis espectáculos comerciales. O gente que nunca iría al teatro alternativo y que, cuando hago una obra de teatro alternativo, ahora que soy conocido, me viene a ver. Por ejemplo, el año pasado, después de estar en Showmatch, hice también una obra a la gorra y venía un montón de público que nunca va a ver teatro a la gorra, pero venían porque me conocían a partir de mi presencia en los medios de comunicación. Está buena esa dicotomía que se arma; siento que tengo un público que es como una base que siempre sigue lo que hago. En mi desempeño dentro del mundo del espectáculo, tanto cuando participo en un programa de televisión como invitado, en un panel o entrevistado, o cuando tengo mi propio programa de entrevistas en Ciudad Abierta o en la radio, como cuando estaba en Vorterix en el programa de Reynaldo Sietecase, desde todos estos espacios, el público siempre recibió de mí que sólo me interesa estar en los medios si tengo algo para decir, si tengo alguna obra para comentar de las que estoy haciendo. Y si además de eso me preguntás por la actualidad o por el mundo del espectáculo, puedo dar mi opinión, pero no me voy a ocupar de hablar de lo que hacen los otros. En definitiva, soy bastante «yoico»; uso la televisión para mi propio juego y eso me parece que el público lo entiende bastante bien.
–¿Qué ideas básicas subyacen a tus obras?
–Mis obras no tienen mensaje: plantean mundos y te abren un abanico para que vos mismo armes tu mensaje; reflexionan sobre algunos temas, los ponen en el tapete. Si bien doy una opinión personal de acuerdo con cada tema, digo lo que pienso, a la vez tengo una visión bastante corroída: no soy didáctico en el teatro, no es que una obra mía te va a decir qué tenés que pensar sobre tal o cual tema. Por ejemplo, en Familia de mujeres era el mundo de lo familiar, de la fachada y de los personajes particulares que armé, que revisaban desde la movida tropical hasta las botineras, pasando por las mujeres policías y las adictas a la moda. Presentaba una cierta crítica a la sociedad actual sobre el lugar de la mujer; me pareció que eso estaba bueno a pesar de tratarse de una comedia. Y distaba muchísimo de mi mirada en La casa de Bernarda Alba, que no tiene nada que ver con esa obra.
—Marcela Fernández Vidal
Fotos: Jorge Aloy