31 de octubre de 2013
Entre el periodismo y la literatura, Alan Pauls encontró su propio lugar en el panorama de la narrativa actual. Posibilidades y límites de la palabra. El riesgo como motor creativo.
El primer día en que estuvo como redactor en un diario aprendió algo importante. Alan Pauls había ingresado a Página/12, un medio que desde sus orígenes se preocupó por la calidad de la escritura de sus notas y por incorporar a autores formados en la literatura. Sin embargo, no escapaba a las reglas del juego: dos horas después de su ingreso, le pidieron que escribiera una necrológica de William Burroughs, y que lo hiciera como se suelen hacer las cosas en periodismo: rápido, sin demasiadas posibilidades de documentarse, sobre el filo de la hora de cierre.
En un texto posterior, Pauls contó que ese día aprendió cuál era la diferencia básica entre el periodismo y la literatura: una diferencia de tiempo. El cronista produce desde la inmediatez, en caliente; el escritor es alguien «que se toma tiempo» para desarrollar su trabajo. Pauls superó la prueba, al punto de ser luego jefe de redacción de la revista Página 30 y subeditor del suplemento Radar, además de colaborar en otras publicaciones nacionales y del extranjero. Tal vez su experiencia en periodismo puede ser descripta como una respuesta ante aquella demanda inicial, una resistencia a las condiciones habituales de producción en los medios. Una notable muestra al respecto puede encontrarse en su libro Temas lentos, publicado por la Universidad Diego Portales, de Chile.
–La mayoría de los artículos de Temas lentos aparecieron en la prensa gráfica. Son en general extensos y están muy trabajados. ¿Cómo los escribiste?
–Bueno, no están escritos para una página de diario que se cierra día a día, sino para revistas mensuales o para suplementos semanales. O bien son respuestas a pedidos y, en ese caso, siempre el tiempo para redactar la nota lo fijé yo, o fue una negociación con quien me la pedía. No son réplicas espasmódicas ante acontecimientos, ni es una escritura reactiva; o, si lo es, siempre exige que haya un colchón temporal, que es lo que a mí me permite pensar algo para decir. Me da mucha envidia la gente que puede escribir cosas interesantes sobre el rojo del presente. En todo caso, mi trabajo en el periodismo consistió en inyectarle a los lugares donde trabajé una cierta dosis de esa otra temporalidad, que es arrasada por el ritmo estándar del periodismo, esa especie de industrialidad. Hay algo cotidiano del periodismo que para mí es complicado y que siempre me veo obligado a contrarrestar, a pervertir, con otros ritmos. Por eso el libro se llama Temas lentos: está escrito en el periodismo, pero tratando de proponer otro tiempo.
–Otros textos del libro provienen de encuentros y jornadas académicas. En ese ámbito, en cambio, parece no haber ningún apremio.
–Es un tiempo mucho más largo, mucho más cómodo, que después en los hechos termina convirtiéndose en una fecha límite y, como tal, le inyecta a lo que uno escribe una especie de adrenalina que es un poco periodística. También es cierto que yo, que soy un paladín de la lentitud o del tempo reflexivo, cuando me encargan algo con seis meses de anticipación en general termino escribiéndolo en los últimos quince días. O sea que también estoy formateado en un cierto sentido por la lógica del periodismo.
–¿Pudiste imponer esa temporalidad en tu experiencia como periodista?
–Tuve mucha suerte en ese sentido. Me parece que logré convencer a mis empleadores o a la gente que me invitaba a participar de esos medios de que si yo tenía tiempo era mejor lo que salía y, por lo tanto, no tenía sentido que quisieran someterme a la lógica del vértigo de los cierres. En Página hay una conciencia de eso, no en vano es un diario que se alimentó siempre de escritores. Yo creo que soy un escritor muy poco periodista, en Página se dieron cuenta de que funcionaba mejor así y me dejaron tranquilo. En general, no hay mucho malentendido con respecto a lo que puedo hacer en periodismo. Trabajo hace mucho tiempo, siempre con esa posición distante respecto del ser periodista. Fui muy terco, muy intransigente, en el sentido de que no hice cualquier cosa, ni siquiera cuando era muy joven y tenía que pagar derecho de piso.
–¿Sos lector de periodismo?
–Cada vez menos, o cada vez más de libros y menos de periodismo cotidiano. No puedo negar que tengo una relación fuerte con el periodismo, aun preocupándome todo el tiempo por desmarcarme de él, que ya no se explica por una razón de subsistencia económica. Aunque odio la noción y el fetichismo de la información, me gustan los diarios en papel, las grandes revistas, el New Yorker; soy sensible a las buenas prosas periodísticas y me gusta la crónica aun cuando estoy fastidiado con la inflación latinoamericana del género.
–En Temas lentos recordás un episodio de la escuela, cuando copiaste un poema de Jacques Prévert: «Me acusaron de plagiario y me hice escritor». ¿Fue tu episodio de iniciación literaria?
–Ese es uno, pero me parece interesante porque tiene lugar en un contexto institucional: ser acusado de plagiario en una escuela. Para mí eso fue una lección. Pero hay otros, hay episodios de mentir: la literatura como una prolongación sofisticada e impune de la mentira. En todo caso, es evidente que hay una cierta lógica de la treta, del artificio, de la trampa, tanto en el plagio torpe que cometí en la clase de francés como cuando digo que empecé a escribir para poder mentir sin que me castiguen. Aun siendo chico, no podía desconocer que Prévert era un autor popular. Sabía que estaba mal lo que estaba haciendo: uno podía pensar que iba al muere haciéndolo, casi quería ser desenmascarado. Y, al mismo tiempo, es linda la idea de que a los 10 años todos somos Pierre Menard. El momento interesante de la anécdota es mucho menos el momento en que, medio desesperado porque no doy con el texto que quisiera escribir, copio el poema de Prévert, sino el instante en que soy desenmascarado. Una especie de antiépica, como ser abofeteado delante de todos tus compañeros. También es como haber agotado todos los delitos y, a partir de ahí, poder ser original. Como una especie de purga: no se me ocurrió nada, plagié a alguien y me desenmascararon; ahora ya fui condenado y puedo escribir lo que quiero.
–En otros artículos, el recuerdo de tu abuela alemana aparece asociada con la literatura. Parece una persona importante en tu historia de escritor.
–Sí, en la familia ella era la que más relación tenía con la literatura. La primera biblioteca que a mí me impresionó, o sea, una cuyos libros habían sido elegidos todos por una sola persona, comprados, subrayados, fue la de mi abuela, que era una básicamente de libros en alemán, que yo no pude leer, porque no sé alemán. Pero el impacto y el valor de una biblioteca aparecieron con ella y, al mismo tiempo, ella me leía muchos textos en alemán, historias del siglo XIX para chicos. Y eso para mí fue decisivo. La literatura daba vueltas alrededor de mi abuela. Me acuerdo mucho de su caligrafía, que era muy de enseñanza europea de los años 20, esa escritura en la que la mano trata de imitar la tipografía técnica.
–César Aira, Fogwill, Ricardo Piglia, Juan José Saer son escritores que a veces dividen opiniones. Sin embargo, en tus artículos no planteás oposiciones.
–Los que son más incompatibles, por lo menos para cierto paradigma de lector, son Piglia y Aira. El primer panfleto que publicó Aira, cuando todavía era un escritor secreto, fue básicamente un texto que apuntaba a derribar a Saer. Cuando asomó la cabeza como escritor, Aira sabía perfectamente a quién tenía que pegarle, quién era el que había que destronar. Eso quiere decir que sabía que Saer era un gran escritor. Fue un texto que publicó en Vigencia, la revista de la Universidad de Belgrano, a principios de los años 80: un panorama de la literatura argentina muy insolente, muy irreverente. Pero no encuentro mucha dificultad en apreciar a Piglia, a Aira, a Saer, y en apreciar a Manuel Puig. Fui amigo de Saer y sabía que él no podía entender cómo me podía gustar Puig. No veo por qué haya que preferir. Soy como «post» a ese tipo de incompatibilidad. En general, siempre son más interesantes las cosas que demuelen las incompatibilidades que las que las reafirman. Nunca comulgué con el goce de ese tipo de conflictos. Hay algo que me hace desconfiar en esa postura de decir «estoy del lado de Aira y no del lado de Piglia».
–¿Es algo que no tiene que ver con la literatura?
–Me parece que es un gesto, una actitud. Más allá del efecto teatral del asunto, siempre queda bien dividir aguas y postular oposiciones irreductibles. Pero cuando empezás a rascar un poco lo que queda, es bien poco interesante. En cambio, la gente que tiende a conectar polos que a primera vista se repelen es mucho más interesante. A mí por lo menos me parece más desafiante eso que dividir aguas.
–La pregunta de lo que puede la palabra literaria insiste en tus textos. Ahora, ¿qué puede la palabra en el periodismo?
–Es diferente. El periodismo ya no tiene que ver con la palabra, ni siquiera el periodismo gráfico. Basta ver lo mal escritos que están los diarios hoy para darse cuenta de que, si transmiten algo, lo hacen a pesar de la palabra, contra la palabra, al margen de la palabra. La idea de información, que es lo que se supone hace circular los medios, ya no necesita de la palabra como medio principal. La información es como un complejo: intervienen la imagen del medio, la firma del autor de la nota, la foto, lo que se escuchó en la radio y lo que se vio en la tele sobre la misma noticia. La palabra es una materia prima muy menor en la función periodística de fabricación y difusión de información. La literatura, más allá de que hay muchas variables que intervienen cuando uno lee un libro, sigue siendo lo único que hay en un punto: si no hacés algo con eso, no es mucho lo que podés hacer. Aun en las tentativas más radicales de sacarla de sí misma y convertirla en otra cosa, la literatura sigue siendo una práctica que es lenguaje.
–El ready made, la poética de Marcel Duchamp, es un articulador de tus reflexiones. ¿Cómo se proyecta sobre la literatura?
–La relación del arte conceptual y la literatura es muy difícil. La literatura tiene una resistencia a lo conceptual muy fuerte. Quizás es una de las pocas cosas que resisten al giro conceptual que marca a todo el arte en los últimos 20, 30 años. Me interesa ver hasta qué punto esa resistencia, esa tensión es productiva, sobre todo en los casos de escritores que tratan de escribir de una manera conceptual, como Aira, Mario Bellatin o Pablo Katchadjian. Me pregunto por qué el conceptualismo, que es una actitud artística que lo contaminó todo, todavía tiene muchas dificultades para poner un pie en la literatura y cambiarla de régimen. Porque la literatura finalmente, para mal o para bien, es una práctica muy arcaica, extraordinariamente anacrónica: implica el mismo ejercicio, la misma temporalidad, la misma linealidad que hace miles de años. Para leer literatura todavía hay que leer una palabra a continuación de la otra. Es imposible mirar una página como se mira un cuadro o leer un libro como se lee el mingitorio de Duchamp. La literatura está hecha de ideas, pero todavía hay que leerla, todavía hay que hacer el trabajo retiniano de seguir su pista, de plegarse a una lógica, a un cierto relato de la lengua, que es la sintaxis, y eso es algo que ya ha cambiado en todas las disciplinas artísticas: el teatro, el arte, la danza, la música, la televisión. Y la literatura todavía sigue exigiéndonos que usemos el pulgar, parece pedir de nosotros el uso de ciertos miembros que en el resto de la vida cultural y social tienden a la atrofia, a la desaparición.
–¿Es una cuestión de tiempo para la literatura?
–De tiempo no, porque si aguantó hasta ahora va a seguir aguantando. La literatura se va a volver muy minoritaria. Tal vez, dentro de 50 años los escritores sean piezas de museos ellos mismos y escriban a la vista del público (se ríe).
–¿Por qué?
–Porque el devenir de todo va en otra dirección, en la de lo abreviado, de la sigla, de la aniquilación de ese flujo. Y eso va desde que las notas en los diarios son cada vez más cortas, hasta que la gente ya no escribe las palabras enteras en los mensajes que manda por teléfono: es evidente que hay algo de la duración del lenguaje que ya no se soporta. La literatura tal vez se convertirá en el museo de la duración del lenguaje. Pero tampoco creo que esos procesos sean irreversibles ni lineales, en el sentido de que las cosas que se mueren, sobre todo en la cultura, pero yo diría en cualquier esfera de la vida social, lo hacen solamente para resucitar más tarde de algún otro modo. Por eso nunca creo en «la muerte de» y no me alarma mucho eso de que «los chicos no leen». Sí, las cosas se pueden morir, pero después se vuelven fantasmas y los fantasmas son mucho más interesantes. Y pueden volver y encarnarse y servir para otra cosa.
–¿Qué apuestas puede hacer un escritor hoy en Argentina?
–Siempre es esencial que haya un cierto peligro en el escribir. Que algo pueda salir mal. Para que la escritura funcione o, por lo menos, para que a mí me interese practicarla y también leerla, es necesario que algo pueda fallar. Si no, todo puede estar muy bien, pero resulta un poco mezquino. Es muy fácil hacer cosas eficaces: escribir bien no es muy complicado. La literatura pertenece a otro orden que el del bien hacer o el del bien decir, está más bien en aventurarse por ciertas zonas donde ese bien hacer o bien decir corren el riesgo de irse al carajo: apostar es eso para mí. No sabés nunca si estás en el buen camino o totalmente perdido, y esa vacilación es importante para mí como escritor. Las cosas que me gustan como lector también me ponen en esa posición, me obligan a pensar así: «¿Esto está bien o está totalmente mal?».
–¿Hay un momento en que llega la respuesta?
–No, y por suerte, porque entonces se puede seguir. Hay como un cierto misterio que sigue abierto. Escribir es algo que se hace sin garantía.
—Osvaldo Aguirre
Fotos: Jorge Aloy