De cerca

Todo terreno

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La biografía del guitarrista y productor atraviesa la música popular argentina, desde el Octeto Buenos Aires de Piazzolla hasta el Club del Clan, pasando por Spinetta, el Mono Villegas y las cortinas televisivas. El talento y el olfato de una figura de los años dorados de la industria discográfica.

La trayectoria de Horacio Malveta Malvicino tiene contornos únicos: combina el Octeto Buenos Aires de Astor Piazzolla, el Club del Clan, el jazz de avanzada, Alain Debray y la música de Los Campanelli. Las fotos que decoran su oficina en el tercer piso de la Asociación Argentina de Intérpretes (AADI) atestiguan su sinuosa historia: allí se lo ve abrazado a Palito Ortega; en una gira junto a Piazzolla; con el guitarrista country Chet Atkins en su casa de Nashville; a pura sonrisa con Dizzy Gillespie. También hay una foto de Frank Sinatra en el Luna Park con una dedicatoria del cantante. «Estuvimos una semana juntos cuando vino al país. Un tipo divino, me decía Malverra en lugar de Malveta, no había caso, la t no le salía», recuerda.  
Músico y productor, Malvicino fue una pieza fundamental de un monstruo grande que pisaba fuerte: la industria del disco. Nació en Concordia, Entre Ríos, y se radicó en Buenos Aires para estudiar medicina, pero la música se impuso y su nombre se coló en la aristocracia del tango y el jazz y en las producciones más comerciales. Fundó el Bop Club, fue guitarrista en diferentes formaciones de Piazzolla (entre ellas el Octeto Buenos Aires), ocupó la dirección artística de la compañía RCA, dirigió la orquesta de Canal 11, escribió cortinas musicales para televisión y vendió millones de discos con seudónimos como Alain Debray y Don Nobody. Hoy, de vuelta de todo, dirige AADI. Con una vitalidad que contrasta con sus 89 años, muestra en su oficina una guitarra Gibson, repasa su pasión por el turf y desgrana historias deliciosas que rozan lo fantástico. Pero no todo es historia: también planea grabar un disco a dos guitarras con Ricardo Lew.
–¿Cómo empieza su carrera? ¿Cuándo pasa de la medicina a la música?
–Yo aprendí música siendo muy chico en Concordia, pero cuando vine a Buenos Aires para estudiar ni siquiera traje la guitarra: se suponía que iba a ser médico. Llegué a tercer año, estaba fenómeno, mi papá me mandaba plata, 150 pesos todos los meses. Pero cuando los ingleses le vendieron los ferrocarriles al gobierno en 1948 cambió todo: a mi papá, que era antiperonista, lo bajaron de jefe de tráfico a cadete, renunció y yo me quedé sin plata. Así que pensé que era buena idea volver a la música para ganarme el mango. Mandé a buscar la guitarra a Concordia y salí a tocar. El jazz siempre fue mi pasión.
–¿Había mucha bohemia en el jazz de los años 40 y 50?
–Yo vivía zapando con genios como el Mono Villegas, Horacio Chivo Borraro, el Bicho Casalla, Pichi Mazzei. Tenía una rutina: después de tocar en las confiterías, cenaba, hacía vida social, donde me enteraba de los chismes de la música, y culminaba a la madrugada en el Café Berna con la barra del turf. Había mucho trabajo con los conciertos de la típica y la jazz. Y además, los lunes, día de descanso de los músicos, me prendía en una jam session con los muchachos del Bop Club. Después me metí de lleno con el tango gracias a Piazzolla.
–¿Piazzolla ya era una figura reconocida en esa época?
–No sé si el público lo conocía, pero entre los músicos era de culto. Yo iba al Tango Bar de la avenida Corrientes a escucharlo con su Orquesta del 46, y no me animaba a hablarle porque me daba vergüenza. Las vueltas de la vida: como Astor conocía a uno de los músicos con los que yo zapaba el lunes, le llegó mi nombre porque buscaba un guitarrista para armar su Octeto Buenos Aires y vino a una jam. Por suerte yo no me enteré, me habría puesto muy nervioso. Al final del concierto me invitó a sumarme al Octeto Buenos Aires. Era la gloria.
–¿Era muy difícil tocar su música?
–Dificilísimo. Te doy un ejemplo. Cuando nos convocó, dijo que iba a darnos su música para estudiar. Entre los músicos hubo miradas cruzadas, porque varios eran muy experimentados y lo tomaron como un gesto de soberbia. Deben haber pensado: «¿Este quién se cree qué es?». Y Astor sacó una sábana, cada partitura tenía cuatro hojas, necesitabas dos atriles, con una escritura intrincada, imposible de tocar a primera vista. Recién empezamos a ensayar a las tres semanas y necesitamos seis meses para llegar al primer concierto. Era un sonido nuevo: los arreglos, los solos, los ensambles, la improvisación, miles de notas. A mí, que venía del jazz, me dejaba improvisar.
–¿Generó mucha resistencia la guitarra eléctrica en el tango?
–Sí, porque fue la primera vez que se usó. Había un tipo que me llamaba por teléfono solo para insultarme, decía que me dejara de joder con esa guitarrita de mierda. También teníamos un grupito de seguidores que nos defendía y llegamos a tocar en Rosario y en La Plata, pero todos los demás hablaban pestes del Octeto. Se armó un lío bárbaro, si era tango, si Astor se había vuelto loco, si era música de Buenos Aires.
–¿Piazzolla fomentaba la polémica?
–Le encantaba discutir, se defendía con la música, con el alma y con los puños. Y también sabía que la polémica le venía bien. Una vez salió a decir que «La cumparsita» era el peor tango de toda la historia. Se armó una bronca bárbara. También era capaz de criticar a Carlos Gardel, toda una herejía. En el fondo, él no pensaba así, lo hacía para provocar. Los tradicionalistas le pegaban y él devolvía los golpes. El Octeto se hizo cuesta arriba, los músicos teníamos que buscar otros trabajos. Al final Astor dio de baja el grupo y se fue a vivir a Nueva York, pero volvió con más polenta. Cuanto más difícil, más fuerza tenía.
–También era famoso por su temperamento. ¿Lo padeció?
–Una vez, Astor se enojó conmigo y tenía razón. Yo tocaba con él en Radio El Mundo y me había salido una gira por Perú con un grupo muy conocido, los Mac Ke Mac’s. No sabía cómo decírselo, porque tampoco tenía preparado un reemplazo. Iban pasando los días y yo no podía resolverlo. Al final improvisé: en el medio de un ensayo en la radio le dije que iba a comprar cigarrillos, de ahí me fui directo a Ezeiza, y de ahí, a Lima por un mes. Piazzolla se enojó mucho, le llevó un tiempo largo olvidarse del asunto.

Acento francés
En las décadas de 1960 y 1970, con la disolución de las orquestas y el tango en retirada, los músicos sobrevivían como podían. Se iban a probar suerte a América Latina, se refugiaban en casas de tango, armaban ensambles reducidos. Otros tomaban una decisión más drástica: cambiaban de profesión. Malvicino encontró el atajo perfecto: un alter ego que funcionó de maravillas, Alain Debray. Alain como un homenaje a Delon, y Debray, por Régis Debray. No fue ni la primera ni la última de una serie de creaciones (tuvo más de 20, entre ellas Don Nobody, El gaitero de Texas, Gino Bonetti, El seis de Música en el aire, Los muchachos de antes, Icaro Onicivlam, su apellido al revés), pero fue su experiencia más exitosa. «Todavía hoy le piden discos a Debray», se ríe.
–¿Cómo surgió Alain Debray?
–RCA Francia quería hacer un disco instrumental con temas de América Latina y no podía faltar tango. Pidieron dos temas: «La cumparsita» y «El choclo». Había que darle un toque for export, así que metí percusión, cambié el bandoneón por acordeón, mucha cuerdas en unísonos y bronces. A los dos años me entero que esos tangos habían causado furor, pero como mi nombre sonaba muy italiano, le pusieron Alain Debray. Se editó en 26 países y vendió millones de ejemplares.
–¿Se presentó en vivo con el repertorio de Debray?
–No. Fue un invento solo para los estudios de grabación. Incluso cuando tocaba como Don Nobody en la televisión, lo hacía de espaldas. ¿Sabés por qué Debray fue tan exitoso? Porque muchos en la Argentina pensaron que era francés, entonces empezaron a decir: «Tiene que venir un europeo a enseñarnos cómo se toca el tango».
–¿Qué pasó cuando se reveló que usted era Debray?
–El disco vendió muchísimo, hasta que en la sección de chimentos de La Razón me deschavaron. Ahí empezaron a caer las ventas. En RCA me devolvieron el contrato, a pesar de que había vendido más de tres millones de copias con «La cumparsita».

 

El objeto antes llamado disco
Desde diferentes roles, Malvicino fue uno de los protagonistas de la era predigital en la que el disco se vendía como pan, las grandes compañías mandaban pero también apostaban por artistas, los canales de televisión y las radios tenían orquestas estables y los estudios de grabación contaban con un plantel de sesionistas.
–¿Cómo era el trabajo en la compañía RCA?
–Yo estaba en la dirección artística. Mi misión era poner la oreja y dictaminar si un artista iba a funcionar. Uno no puede acertar siempre, pero al menos intentaba hacer un gol cada tanto. Para ponerlo en perspectiva, la compañía era una maquinaria. Ocupaba una manzana en Saavedra que producía las 24 horas, si cada porquería ha vendido 300.000 o 400.000 discos. Piazzolla me cargaba, me decía barbaridades sobre mi trabajo, un poco en broma.
–¿Qué aciertos recuerda con orgullo?
–El Club del Clan. Trabajé con sus integrantes durante años, ahí tuve mucha participación: opinaba y orquestaba los discos. Todos ellos fueron un suceso: Palito Ortega, Violeta Rivas, Chico Novarro, Raúl Lavié y muchos más. No paraba un minuto.
–¿Y qué nuevos talentos no llegó a advertir en su momento?
–Debo confesar que Sandro pasó frente a mi nariz y no me di cuenta. Vino con Los de Fuego, pero el único sin microfonear era él. No lo escuché bien. Otra vez vi a Los Beatles en Estados Unidos, no me volvieron loco y cuando acá el sello quiso grabar sus canciones en español, subestimé el proyecto. Convoqué a un seleccionado, Ricardo Lew, Zurdo Roizner, el Oso Picardi y Mojarra Fernández, pero hicimos una sola pasada, grabamos y pensamos que había quedado bárbaro. Ahí recibí una gran lección: mi jefe me dijo que estaba bien, pero que le faltaba sabor. Me mató, ninguno de nosotros venía del palo del rock.
–¿Llegó a trabajar con músicos de rock?
–Sí, con Tanguito. Pero me acuerdo especialmente el día en que fuimos con dos muchachos de la compañía a ver a un pibe que decían que cantaba y componía fenómeno. Era una casa con un pasillo largo en Belgrano. Ahí apareció con piyama, una guitarra y empezó a cantar lo que sería «Muchacha ojos de papel». Era Spinetta. Se me cayeron las medias, le dije a uno de mis compañeros: «Hacelo firmar ya, aunque sea en un pañuelo, porque te lo roban en quince minutos. Este pibe es un genio».
–¿Extraña el circuito que imponía el disco?
–Sí, en realidad extraño las reuniones donde definíamos cómo iba a ser la tapa del disco, la estrategia, qué pasos dar, cómo seguir. Se buscaban mil argucias para vender discos. Había un mercado espectacular, entraba cualquier tipo, lo probábamos y podía vender miles de discos. Eso no existe más.
–¿Qué le quedó en el tintero?
–No me puedo quejar, porque toqué con Piazzolla y también me fue bien en la parte económica. Quizá podría haber explorado más la composición. Cuando dirigía la orquesta de Canal 11 tuve que crear los temas que identificaban a Titanes en el Ring, Matrimonios y algo más, Los Campanelli y Operación Ja Ja, pero no eran composiciones para ir mostrando por ahí. Por eso me pone muy contento que hace poco la Camerata Argentina estrenó una composición mía dedicada a Antonio Agri: «El violinazo». Nunca es tarde.

Fotos: Jorge Aloy

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