De cerca | FERNANDO SIGNORINI

Un Diez en el corazón

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Ariel Scher - Fotos: Juan Quiles

Histórico preparador físico de Maradona, repasa anécdotas e intimidades del astro, en un viaje de 4.000 días con él. Gloria, caída y resiliencia, de mundial a mundial.

Entre todos los días, esos días.
Y todos los días abarca casi 4.000 días. Los 4.000 días que compartieron dos muchachos paridos en la larga tierra de la provincia de Buenos Aires. Uno, Diego Maradona, vindicador de Villa Forito; otro, Fernando Signorini, su profe, emblema de Lincoln. Y hay cumbre y hay subsuelo en 4.000 días. Y hay gloria y más que gloria en 4.000 días. Pero esos días, durante el primer tercio de 1994, en un espacio sin nada o con todo de La Pampa, son, fueron y serán los mejores.
–¿Por qué, Fernando?
–Recuerdo, entre todas las anécdotas que me quedan, que allí, en La Pampa, en la estancia de Marito, había un espacio que es muy difícil de encontrar en la llanura: ver la puesta del sol sin que nada se interponga. Generalmente, es difícil porque hay un molino, hay un monte, hay un animal. Allí, en cambio, algunas tardes, mientras tomábamos mate con Don Diego y con Diego sentado ahí, el juego era ver en aboluto silencio, escuchar el canto de los pájaros o un mugido, pero pocas cosas más: el ruido del viento que era un brisa más que viento, el cielo azul pero que de pronto parecía que se incendiaba, el sol que se iba poniendo hasta que desaparecía. Tenía que ser un momento de introspección: no se hablaba. Cuando elegí ese lugar, le dije a Diego: «Para coronar la cima que ya coronaste, tenés que salir de Fiorito». Por eso cuando llegó al lugar, una tarde, fue directamente a su habitación y buscó la televisión –entre otras adicciones, era adicto a la televisión– y no se veía nada. Abrió la ventana y gritó «¿Adónde me trajiste, Ciego hijo de p…? ». «A Fiorito te traje –le respondí–. ¿Este de quién es hijo, Don Diego? ¿De Anchorena?». Pero, a partir de ahí, la pasó tan bien, la pasábamos tan bien, que estoy seguro de que se hubiera quedado muchísimo más tiempo y que guardó esos días entre sus momentos más valiosos. Era el principio de su preparación para Estados Unidos 94 y con doce kilos de más, pero con la fuerza irresistible de la promesa que les había hecho a las nenas, a Dalma y a Gianinna, de que por primera vez lo iban a ver jugar un Mundial.
Signorini, profesor de Educación Física, maestro para muchísima gente que caminó y corrió a su lado, sabe que es un testigo inempatable de una historia que la humanidad no erradica de su centro: Maradona siempre está. Y, en particular, está en cada alusión a la fiesta argentina en el México de 1986, a los goles a Inglaterra, al tobillo herido pero la dignidad completa de los días de Italia 90, a la ilusión y al cachetazo de aquel 1994 sobre la superficie de los Estados Unidos, a los mundiales y a la vida, que de tanto en tanto son casi una sola dimensión. A la edad en la que Maradona pegó un salto hacia un espacio que no queda en ninguna parte pero todo el mundo identifica. Cuando ocurrió eso, como en casi 4.000 días, Signorini respiraba ahí.

–Son tantas las imágenes y los recuerdos de México 86 que a lo mejor elijo esa última parte que le faltaba para que su estado fuera ideal: el hecho de convencerse de que ese era su mundial. No era suficiente haber trabajado como lo habíamos hecho. Yo había descubierto hacía tiempo que un gramo de tejido cerebral pesa más que 86 kilos de músculos muy entrenados. Todas las noches iba a la habitación de Daniel Passarella, que tenía ese problema intestinal. Jugábamos a las damas, lo entretenía un poco. Pero después tenía que pasar necesariamente por la habitación de Diego, que estaba con Pedro Pasculli. Aquella noche, cuando llegué a la habitación, que era muy pequeña, de ladrillos a la vista y un televisor del tamaño de los celulares de ahora, entré y dije «buenas noches». Estaba Pedrito en la cama próxima a la puerta y Diego enfrente, con las piernas flexionadas, apoyado en el respaldo y leyendo una revista. Pedrito me dijo: «¿Qué hacés, profe?». Y yo le guiñé el ojo. Diego se hacía el interesante, ni siquiera respondía. Entonces, le volví a guiñar el ojo a Pedrito y le contesté: «Espectacular. Hoy fue un día maravilloso». «¿Por qué, profe?», me dijo Pedrito. «Sí, porque hoy descubrí que estos tipos que vienen a ser figuras del mundial son una manga de cagones», seguí. «¿Por qué, profe?», volvió a preguntar Pedrito. Y el otro, nada. «Leí que Platini dice que prefiere el lucimiento colectivo de Francia a su lucimiento personal, el cabeza cuadrada de Rummenigge dice lo mismo, Zico también». Hasta que hice un paréntesis y, a propósito, bajé la la voz: «¿Y el que te dije?». Entonces Diego bajó la revista y me gritó: «Ciego, ¿vos qué te pensás, Ciego? –se acordó de mi mamá, de mi hermana…– ¿Vos te pensás que esto es tan fácil?». Le respondí: «Dame tus piernas, vas a ver lo fácil que es. ¿Cuántas veces te dije que, si vos no te convencés de que este es tu mundial, todo lo que hicimos no sirve para nada?». Enseguida miré a Pedrito: «Es así como te digo…». Pegué media vuelta y me fui. Las puteadas de Diego contra mí se escuchaban por los pasillos. Recuerdo que, el día después, me levanté a desayunar y el único jugador que andaba por ahí era Jorge Valdano, que hacía lo que suele hacer: leer. Le pedí, por favor, un café a Julito Nieva, el cocinero. Fui a una mesa redonda con un montón de periódicos del día. Corrí uno, corrí otro y en uno, con un zócalo rojo y letras blancas tipo catástrofe, vi el título: «Maradona abre el fuego. Seré yo la figura del mundial». Y dije: «Ahora que se lo aguanten».
–En esa medida del tiempo que son los mundiales, luego Diego y vos compartieron el de Italia en 1990.
–Fue una de las máximas expresiones de lo que es la resiliencia. A lo mejor, también incentivada por el amor a la pelota, por ese orgullo que le producía vestir la camiseta argentina. A una semana del mundial, en una práctica con los juveniles de la Roma, le arrancaron la uña del dedo gordo del pie izquierdo, que es como si a un pianista que tiene que dar el concierto de su vida le arrancan las uñas o le aplastan un dedo. En el primer partido, con Camerún, en el San Siro, recibió un golpe brutal en un tobillo y otro planchazo en el hombro. Estábamos en un entrenamiento y yo le dije así: «Sacate todo y andá en ojotas para que los fotógrafos y los camarógrafos registren eso». Él sufrió y se angustió mucho por esa lesión, porque había llegado casi en las mejores condiciones con las que en ese momento podía llegar al mundial. Esa fue la máxima demostración de amor hacia la pelota y hacia la camiseta argentina. Y una forma de rebelarse, inclusive contra el dolor.
–Aquella fiesta es la contracara del desenlace del mundial de 1994. ¿Cómo fue todo eso?
–En Estados Unidos, habíamos programado que Diego tenía que estar de la mejor manera posible en el primer partido eliminatorio. Que la fase previa nos iba a servir para terminar de afinar su estado. Esa tarde fuimos al gimnasio del Babson College con Claudia y con Diego. Él se sentó sobre el piso, abrió las piernas todo lo que pudo, puso sus manos sobre la nuca y empezó a inclinarse para adelante. Lo hizo una vez y volvió, y otra vez, y a la tercera va, va y va y pega el pecho contra el piso. Ahí se queda dos, tres segundos, pega una salto como una rana, la abraza a Claudia y me abraza: era un movimiento que él hacía muchísimo tiempo que no lograba. Y eso era como un señal que le decía «uy, cómo estoy». Con esa sensación volvimos al Babson. Yo fui a mi habitación, me duché y en eso golpean la puerta. Era Daniel Cerrini que estaba llorando. Marcos Franchi (el representante de Maradona) le acababa de decir del dóping de Diego. Terminó como pidiendo auxilio o un consejo. Le dije: «¿Sabés que tenés que hacer? Tomate un avión hasta el fin del mundo. Va a venir Don Diego y, si te va acá y sabe, la vas a pasar muy mal». No lo vi más. Fuimos, después, a la concentración en Dallas. Ahí había un enjambre de periodistas, estaba todo el mundo. Había quien era muy optimista por algo que había pasado con el español Calderé en otro mundial, que le habían dado un partido. Pero no: el poder ya había decidido.

–¿Y qué hiciste cuando confirmaron que se iba del mundial?
–«Vamos», le dije a Marcos Franchi. La habitación de Diego estaba enfrente. Vino también Oscar Ruggeri. En la primera cama estaba Diego, aparentemente durmiendo. Yo creo que no dormía, queriendo estar a 500.000 kilómetros de distancia porque sospechaba que la condena iba a quedar firme. Me senté al borde de la cama, haciéndole unos mimos. Le dije algo así como «Vamos, Diegucho, vamos que estamos afuera». Le dije «Vamos» para que no se sintiera tan solo, pero nosotros también estábamos afuera. «¿Y qué pasó?», preguntó. «No, listo. Ya llegó Rubén y dijo que estás afuera del mundial. Date una ducha y te esperamos en la habitación de al lado». Nos levantamos y salimos. Llegamos a la otra habitación y a los dos minutos se escuchó un grito desgarrador y un golpe fuertísimo. Pasaron unos minutos y llegó con la cara absolutamente congestionada, roja de llanto, de la angustia, y fue cuando hizo la declaración.
–¿Cuándo veías que Diego era Diego?
–En la intimidad de su hogar. Era un tipo de una increíble ternura, ocurrente, pícaro, atorrante, cariñoso. No le alcanzaban los abrazos porque él quería dar más todavía. Con sus hijas, con Claudia, con su papá, con su mamá, con sus amigos. Todo el mundo conoció a Maradona, pero pocos conocieron a Diego. Era feliz en su hogar. Disponía de un enorme poder de abstracción. Era capaz de una metamorfosis kafkiana. Cuando era Diego, era el 100% Diego. Cuando era Maradona, era 100% Maradona. La transformación era increíble. Cuando él salía para el coche, se ponía el disfraz de Maradona.
–¿Cómo te acordás de Diego?
–Ahora mismo lo estoy recordando. Con sonrisas. Mis ojos, que no ven casi nada, se vuelven luminosos. Yo estaba condenado a una vida aburrida y él la llenó de colores. El día que falleció, me llamó el Gringo Heinze porque iban a ir a despedirlo con Javier Mascherano. Le contesté que yo no iba. ¿Para qué? Yo a la muerte no le voy a andar dando el gusto de llorar a la gente que tanto quiero. Lo juro: no tengo que ir a buscarlo a ningún lado. Lo tengo acá. Siempre lo tengo acá.
Y, como en más de 4.000 días, como toda la vida, cuando el profe Fernando Signorini dice «acá», se toca justo, entero, quizás infinito, el sitio exacto. Acá es el corazón.

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