27 de octubre de 2015
Dirige y protagoniza una película atípica, en la que no dice una sola palabra. Verónica Llinás repasa sus comienzos en el teatro under de los 80 y sus distintas experiencias televisivas.
Ha corrido mucha agua bajo el puente desde que Verónica Llinás empezó su carrera como actriz. Y si alguien se toma el trabajo de revisar su extenso currículum, podrá comprobar que sus elecciones han sido casi siempre acertadas para consolidar una trayectoria sólida, admirable. Llinás fue parte de la efervescencia cultural de los 80 con las Gambas al Ajillo (junto con Laura Market, María José Gabin y Alejandra Fletchner), brilló en la TV con Antonio Gasalla en los 90 y trabajó en cine con Martín Rejtman, Daniel Burman y Fito Páez.
Su última apuesta es La mujer de los perros, una película atípica, singular, realizada con la colaboración fundamental de El Pampero, la productora creada por su hermano, el cineasta Mariano Llinás. En el largometraje, que ella misma codirigió con Laura Citarella, su personaje monopoliza la historia pero no dice una sola palabra. Apenas interactúa con esos perros del título y con su entorno, modesto, silencioso, enigmático, una paisaje típico de los sectores menos poblados del conurbano bonaerense.
«La idea de esta película apareció en una conversación con Mariano. Yo quería que él la dirigiera, pero él me sugirió a Laura y la verdad es que tuvo razón», cuenta la actriz. «Ella tuvo la sensibilidad necesaria para captar el mundo que yo proponía. Fue un proceso duro, conflictivo. Costaba ponernos de acuerdo en todo. Pero también fue muy rico. Laura tiene una formación como cineasta y unas cuantas ideas bien consolidadas sobre el cine. Al principio pensé que era un poco dogmática, pero después me di cuenta de que era más rigor que dogmatismo. Conformamos, con un equipo chiquito e integrado casi exclusivamente por mujeres, una célula bastante revoltosa pero muy eficiente».
Las directoras fueron descubriendo los rasgos distintivos de la película a medida que avanzaba el rodaje. «Discutimos cada plano con mucha pasión, dedicándole tiempo a cada decisión. Teníamos la idea de filmar la película cronológicamente, durante 10 o 15 días de cada estación, ya que se trataba de un año de vida del personaje. Arrancamos en verano, todavía demasiado verdes en todos los aspectos, y no pudimos terminar ese capítulo. Se nos terminó la estación y nos quedaban cosas por filmar. Después nos fuimos acomodando mejor, gracias al laburo de un equipo formidable: Soledad Rodríguez (cámara y dirección de fotografía), Carolina Sosa Loyola (vestuario), Flora y Laura Caligiuri (arte). La cantidad de impedimentos que tuvimos que sortear para terminar la filmación fue importante. Más de una vez me sentí como el protagonista de El caballero inexistente, la novela de Italo Calvino, la de la armadura que cobra vida a pura fuerza de voluntad», completa.
–¿Trabajar con un presupuesto acotado complicó las cosas?
–Yo siento que con la película volví a un sistema creativo íntimamente ligado con la independencia que ya había probado con las Gambas al Ajillo. Creo que aquel espíritu fue el que de algún modo inspiró a Mariano para su proyecto con El Pampero. Él vivió toda esa época tan caóticamente divertida con bastante angustia, pobre. Un poco por el caos y otro poco por su misma adolescencia, entiendo. Pero algo de todo eso germinó en él. El Pampero, igual que las Gambas al Ajillo, es ante todo una expresión de libertad y de independencia. Si hubiera venido alguien a ofrecerme mucha plata para filmar esta película, habría dicho que no para no tener que sufrir la presión que eso hubiera implicado para mí. No soy de las personas que funcionan bien bajo presión. Me parece que ciertos límites estimulan más la imaginación.
–¿Cuál es el tema de La mujer de los perros, el corazón de la película?
–Yo la viví más como una experiencia mística que como una película. Fue atravesada por la situación mas dolorosa que me tocó vivir en mi vida: la de perder a mi compañero, al amor de mi vida, luego de más de 20 años de convivencia. La película habla, entre otras cosas, de la muerte. Y también de la soberanía de decidir cómo se quiere vivir y cómo se quiere morir. Mi personaje vive al margen, apartado de la sociedad. Y cuando el cine muestra a personajes marginales, suele hacerlo desde cierta crítica social. Como si el director dijera: «Pobre, qué injusto cómo vive». En este caso, lo que más nos divertía era jugar a que esa vida fuera del sistema del dinero, la vida del mínimo recurso, fuera igual una buena vida. Es un personaje que no tiene justificativos psicologistas ni sociales, es como un perro más. Es puro presente, opera de acuerdo con lo que va necesitando. Nos gustaba la idea de generar más preguntas que respuestas, que cada uno pueda inventar el cuento que quiera sobre el pasado de esta mujer.
–¿Y tenían bien definidas desde el principio las locaciones que usaron?
–La película fue filmada en las inmediaciones de mi casa, en La Reja, y los perros son mis perros. Desde que decidimos hacerla, empecé a salir con los perros a caminar por el campo que se ve en la película prácticamente todos los días. Quería acostumbrarlos a seguirme e intuía que esos paseos me conectarían con la película de un modo rotundo. Esto ponía bastante nervioso a mi marido, que siempre que podía me acompañaba, por miedo a que me pasara algo. Fue un momento muy bello del proceso: yo le contaba a él lo que me imaginaba, discutíamos y charlábamos mucho de la película. Esos paseos, que se extendieron a lo largo de toda la filmación, estimularon mi imaginación y, por supuesto, generaron la mayoría de las locaciones. Descubrí personajes reales increíbles, vidas tan particulares como la que estábamos tratando de retratar. El guión era lo suficientemente amplio como para admitir nuevas escenas, y muchas de ellas se fueron generando a lo largo de esos paseos. Filmamos rodeadas de perros, vacas, ovejas, bosta, caca, basura, abrojos, barro, carroña, sol abrasador, frío… Hizo falta una entrega muy grande de parte del equipo.
–¿Cómo fue el período de ensayo?
–El ensayo fue la filmación misma. Mariano siempre siguió el proceso, a veces más cerca, a veces más lejos, pero siempre opinando, aconsejando. Todos los que laburaron en la película hicieron un poco de todo. Fue muy emocionante escucharlos hablar y opinar de la película con pasión, discutir encarnizadamente un plano o una elección de vestuario. Cuando la película ya estaba filmada, fue muy importante la opinión de los otros integrantes de El Pampero y del editor, Ignacio Masllorens, que también es un gran cineasta. Al momento del sonido, el aporte de Marcos Canosa, músico del grupo Cabeza Flotante, fue también importantísimo. Gracias a su maestría nerd, pudimos utilizar el sonido de la camarita con la que filmamos. Y fue muy valioso el aporte de Juana Molina: además de hacer la música, como es mi amiga, aportó ideas y entusiasmo.
–¿Cómo definirías a tu personaje?
–Es alguien que vive única y exclusivamente en el presente: eso la define
muy bien.
–Tenés una amplia experiencia como actriz en diferentes medios. ¿Qué es lo que te gusta del cine, particularmente?
–Lo de la amplia experiencia me suena a «sos una vieja chota». Hablando en serio, del cine me atrae sobre todo el artificio. A diferencia del teatro y de la televisión que se hace en la Argentina, el cine puede hacer actuar a una piedra. Así como puede hacer actuar mal al mejor actor del mundo, ojo. El hecho de que la edición del mismo material pueda hacer a una película buena o mala es algo que me parece apasionante.
–¿En qué sentís que sos fuerte como actriz y cuáles dirías que son tus debilidades, las zonas en las que te gustaría progresar?
–Justamente, la zona actoral en la que incursiono en esta película era un terreno a conquistar. Creo que, por haberme iniciado en el teatro o quizás por mi personalidad, soy de mucho gesticular. Con Laura nos fuimos dando cuenta de que, en materia actoral, lo que funcionaba en esta película era la neutralidad. Era como pasar del concepto del mínimo recurso a la expresividad. Eso me costaba muchísimo. Laura me decía: «Estás poniendo caras». Y yo le contestaba: «¡No! ¡Te juro que no estoy haciendo nada!». Después veía lo que habíamos filmado y comprobaba que tenía razón ella. Eso me hizo aprender a controlar mis expresiones, a entender que era más una cuestión de entrar en un estado mental que de actuar. Creo que ahora tengo que seguir profundizando en ese camino, porque lo otro me sale muy fácilmente.
–Vos viviste los años 80 como protagonista. Fue una época de gran vitalidad cultural en Buenos Aires. A grandes rasgos, si tuvieras que compararla con la actual, ¿qué dirías?
–No puedo compararlas. Podría hacerlo si me hubiera mantenido igual a lo largo del tiempo, pero eso no pasó: hoy soy bastante diferente respecto de lo que era en aquel entonces. No tengo herramientas para evaluar seriamente. Puedo dar una opinión más intuitiva, entonces: tengo la sensación de que en aquella época todo era más visceral y que ahora está todo más controlado, más especulativo, más cool. Antes, todo salía a borbotones, desprolijamente, abriéndose camino a machetazos, luego de un largo período de letargo determinado por la dictadura. Ahora hay muchos caminos abiertos. El desafío tal vez sea encontrarle la sangre a lo que se hace, el dolor de parto de lo único.
–¿Cómo elegís tus trabajos, qué criterios usás?
–Muy pronto me gustó empezar a probarme en un terreno más profesional que el que transitaban las Gambas al Ajillo. Actuaciones más alejadas del grotesco, más dramáticas incluso. Me divierte la variedad, odio hacer siempre lo mismo. Y así fui moldeando mi carrera. Está bueno correrse del confort. Aunque también es justo decir que uno vive de esto y necesita ganar algo de plata para pagar las cuentas.
–Tu personaje en Viudas e hijos del rock and roll, Inés Murray Tedín de Arostegui, pegó muchísimo. ¿A qué lo atribuís?
–A pesar de su soberbia, creo que ella despertó la ternura que suele despertar el eterno perdedor. El público se dio cuenta de que era difícil que ella saliera de perdedora y se solidarizó. De movida se planteó en la tira que ella era una especie de condenada sin posibilidad de zafar. Los Arostegui tenían que ser insoportables de principio a fin. Se suele pensar que la gente se encariña más con otro tipo de personajes, pero creo que fuimos inteligentes cuando decidimos que esas miserias aparezcan tamizadas por el humor: esa fue la clave. Y en la construcción del personaje usé muchas cosas: algunas se las escuché a la madre de mi hermano, que es de una familia de la aristocracia provincial. Soy muy observadora y uso lo que retengo para mi trabajo. Siempre usé esa técnica y me fue realmente muy útil.
—Alejandro Lingenti
Fotos: Jorge Aloy