8 de enero de 2025
Sin una trama definida, el show apuesta a los perfiles extravagantes y a una mayor intervención de la producción a través de salidas sorpresivas, alarmas, favores y castigos.
Rivales. Sandra Priore y Petrona Jerez, las participantes mayores de 50 que se robaron el protagonismo.
Terminado el realismo, ¡qué viva el expresionismo de rostros intensos y congelados! La reacción ante una comunicación sorpresiva, una expulsión inesperada, una salida antes de tiempo. De esta camada se celebran, entre tantos, las facciones duras y curtidas; se distinguen dos mujeres de más de 50, Petrona Jerez y Sandra Priore, que se robaron la no-trama a fuerza de una rivalidad hecha de clichés: a ver quién manda en la cocina, conflicto que despunta hasta el momento como la principal línea de guion y que, cada vez más expuesto por los informes y las cámaras, vuelve muy intervenido al antaño show de realidad. Y, justo, una de las partes es una Petrona, como la «doña» que fundó la gastronomía televisada. Mientras tanto, ellas/ellos se disponen a «jugar a que», a un «hagamos como si».
En esta tercera edición de la nueva era del reality, que tuvo dos precursoras exitosas (2023 y 2024), languidece un rating al que le cuesta alcanzar los dos dígitos, y que ya alimenta versiones de acortamiento, con la novedad de una puerta giratoria por la que salen a voluntad o por mera decisión de esa criatura locutada, incorpórea, a la que llaman «el Big». Ya no es lo que era el show de la sorpresa y la espontaneidad, que conmovía como una perversión en el antiguo sistema de estrellas, arrojando ídolos al firmamento mediático, peleas y una moral sin culpa: a matar o morir por un premio en dinero y un salto al estatuto de «famoso» abusando de metáforas de competencia deportiva o estrategia militar.
Hoy en Gran Hermano no termina de quedar claro qué significa ese «jugar» que tanto enuncian, eso a lo que tanto se incita: si «cagar», «engañar», «azuzar» al oponente, al que a su vez luego se despide entre lágrimas y abrazos, en el que también es el espectáculo de la hipocresía.
Programa recargado
Ahora resulta que a la falta de una historia definida y central (como la lograda por la hacedora del éxito anterior, la irascible «Furia» Scaglione) el coro no alcanza ni para trifulcas domésticas, y los romances (Martina-Luca, Chiara-Nano) fueron tan inducidos por consignas o acuerdos instintivos que la alarma debió sonar. Entonces, un enmascarado se lleva al participante Brian, y otra, Keyla, es echada por haberse quejado de la producción: otra vez el show apela a un disciplinamiento que movilice a la parte oscura del «Supremo», eso que por tradición el reality debería saber cómo atizar y terminar de despertar en un público que decida hacer de todo este aparato un evento memorable y un buen negocio para el canal.
Donde ya se ha visto una y otra vez la misma sucesión de rivales enfrentados y triángulos en disputa, solo queda acentuar una fotogenia y un perfil de participantes: excéntricos, excedidos, los del plantel anuncian desde el minuto 0 su coming out (Bambi, Luciana, Ulises), en esta oportunidad en la que el gay y la trans requieren nuevos cupos y más específicos. En muchos, también en algunos hétero, las facciones son más cuadradas y las fisonomías más andróginas, las voces más agudas, los tops más cortitos: todos deben ser más fácilmente distinguibles que antes, porque son muchos y, se sabe, la atención está dispersa del otro lado. Hoy se innova a través de la estridencia y de una imagen fija previa a la zozobra, antes que en el clásico ir y venir de chismes y gritos que ya se ha visto, pero que no por eso deja de pelear por la atención de la masa espectadora.
El reality se aggiorna, cambia de piel rumbo al sensacionalismo; que los titulares de los informes se digan a voz alzada, que abunden los hilos a la vista que ya no se disimulan, para una acción de «la producción», el nuevo jugador visibilizado, más ingeniosa y presente. Y como regida por una ley del eterno retorno, la casa involuciona hacia su propio inicio en 2001, allá donde todo comenzaba: con aquellos cuerpos echados y en reposo a los que solo se acusaba de querer retozar entre almohadones, y a los que hoy se descalifica como «plantas». Ahí donde faltan personalidades intempestivas, hace falta todas las semanas anunciar un reingreso o una salida «sorpresa», la palabra clave en este asunto.
Audiencia esquiva. La nueva edición del reality show languidece en términos de rating.
Queda habilitada la manipulación directa a través del falso testimonio (de un participante, Brian, que salió solo unos días, por decisión del líder de la semana, que a su vez fue engañado sin saber que el otro volvería «en busca de venganza») y se premia o castiga con mayor virulencia, con la novedad de una sirena que, cuando suena, los paraliza y los enmudece, en planos largos para cada uno de los rostros que parecen mamar de la técnica de ese gran director que fuera Alejandro Doria, que disfrutan en la impavidez, la incertidumbre y el rictus tensionado, en una era en la que ya ha circulado por el mundo El juego del calamar, una de las series más vistas de Netflix, tras lo cual el género ya no podía seguir siendo el mismo. Aquí también se anuncia «el fin de la historia».
Esa parodia brutalmente corrosiva, surcoreana, de un reality sangriento con bajas reales que fue la ficción de Hwang Dong-hyuk, aquí lejos de horadar al género con su crítica mordaz parece brindarle argumentos y una estética más extremos al nuevo show de la crueldad, que les restringe vicios y comida, que les retira el gimnasio, que fogonea las rencillas con un Santiago Del Moro más insidioso, más «Rial» para sacar las papas del fuego y volver a atraer el interés del público. Lo que Del Moro tenía de presentador tipo «ómnibus», de estilo entusiasta, viró a un suspicaz manipulador de emociones, en diálogos de uno a uno o en un sermoneo precoz que los convierte en –nunca tan– pupilos o rehenes, dependientes de favores y castigos a expensas de decisiones que tienen como principal objetivo, en estas nochecitas todavía promisorias de un no tan agobiante enero porteño, agitar pasiones y aquietar los cuerpos del otro lado del televisor.