Cultura | Cuento

Dos historias

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Orlando Van Bredam

Orlando Van Bredam (1952) vive en El Colorado, Formosa. Publicó entre otros libros Teoría del desamparo (premio Emecé de novela, 2007), El retobado. Vida, pasión y muerte del Gauchito Gil (2011) y Rincón Bomba. Lectura de una matanza (2015). Es profesor en la Universidad Nacional de Formosa.

Ilustración: Pablo Blasberg

Confiar en el guía
El 11 de abril de 1870 a las siete de la tarde (según la historia) cincuenta gauchos entraron en el Palacio San José y después de someter a la guardia, asesinaron al general Justo José de Urquiza. Uno de los balazos le atravesó el maxilar y se incrustó en el cerebro. Un guía reconstruye la escena todos los fines de semana. Los turistas asisten entonces a una versión del crimen mucho más animada que las que registran las crónicas de la época. El guía se empecina en dramatizar los gritos de los gauchos asaltando la casa del expresidente, los viva López Jordán, muera el traidor Urquiza, hasta es capaz de hacerles ver los puñales, las tercerolas, sentir el olor de la pólvora, escuchar los gritos de las hijas y el llanto estremecido de Lola, la mujer legítima. Al cabo de un tiempo, el guía se aburre, advierte que ha perdido interés en la anécdota. Entonces la cambia. Ya no son cincuenta gauchos, ni las consignas que gritan son las mismas, ahora entran en silencio. Sigilosos, mientras atardece sobre el palacio. El general está de espaldas. Se entrega sin atinar a nada. Las hijas huyen también en silencio. Solo un disparo. El disparo debe coincidir con el que la historia señala, es todo lo que se escucha.
Sin embargo, esta versión tampoco satisface al guía y al cabo de dos fines de semana, introduce variantes. Solo son cuatro los gauchos que llegan a las siete de la tarde. Uno de ellos invoca a Sarmiento y llega decidido hasta el parral, los otros tres avanzan por las galerías laterales. Empujan una puerta con violencia. Nadie. Avanzan hacia la segunda puerta. Nadie. En la tercera, el general los está esperando con una espada en la mano. Un disparo le atraviesa la mandíbula.
Una nueva reconstrucción turística propone que son nueve los gauchos que asaltan la guardia y no solo matan a Urquiza, sino también a Lola, a las hijas y a Parvus, el mítico perro del general.
La última versión (la que hasta ahora el guía acepta como última) es la siguiente: el 11 de abril de 1870 coincide con un fin de semana, treinta y tres gauchos aburridos deciden divertirse y eligen con ese fin el Palacio San José. Desensillan a las seis de la tarde y caminan una hora a pie hasta el lugar. Después de sobornar a la guardia con unos pesos, entran sin mayor escándalo en el patio. Llegan a la sala de los espejos donde el general aguarda, junto al billar. Ellos se intimidan pero él los alienta: «Adelante, muchachos, ustedes son los primeros turistas de mi historia».
Un balazo en la mandíbula confirma la profecía.

Todas las noches
Todas las noches en la habitación de al lado, en un tono amable y divertido, mi madre conversa con sus muertos. Se ríe, a veces, como quien festeja una ocurrencia. Otras, baja la voz y no la escucho, sospecho que derrama un secreto en los oídos de sus hermanas.
De pronto dice Maruca o Toti o Nena y la mesa del domingo bajo el parral se llena de alegría. Hay también un perrito molesto que insiste entre sus piernas y al que espanta sin convencimiento. Ella no debe tener más de quince años y sus hermanas algo más. ¿Es feliz? Lo es seguramente, por eso cada vez que me preparo para darle un ansiolítico, dudo. Siento que no tengo derecho a devolverla a sus noventa, a este presente enclaustrado, a estos días deslucidos, a la infamia de una normalidad sin nubes.
–Hacela callar –me dice mi mujer, muy molesta, y me da la espalda en la cama. En la penumbra de ojos abiertos me llegan las risas de mi madre y mis tías recuperan una juventud que nunca les conocí pero conozco a través del anacrónico álbum familiar. Aquí está Maruca junto a Quitito, su hijo mayor, en otra, veo a la Toti y a Roque, elegantes y tiesos en la foto de bodas y la Nena sonríe detrás del tío Adolfo. Las hermanas de mi madre son parecidas y distintas, parecidas en algún gesto indefinible y distintas a la hora de recordar sus vidas.
–Hacela callar, por favor –dice mi mujer y da media vuelta para encararme, crispada y rencorosa, mientras en la habitación de al lado mi madre canta.
Todas las noches en la habitación de al lado, en la oscuridad, mi madre rejuvenece. Apaga la luz, se sienta en el borde de la cama y canta. Canta con sus hermanas muertas. Su voz es joven, muy joven, cada vez más joven a medida que la canción avanza. Al final, es la entonación de una niña delgada que tropieza con el mundo. Antes de cantar, mi madre espera que Maruca, Toti y Nena entren en su habitación y fosforezcan en las sombras. Maruca siempre llega de amarillo, la Toti de verde y Nena de blanco. Cantan siempre lo mismo, como un reproche «pobre mi madre querida/ cuántos disgustos le he dado/ cuántas veces escondida/ llorando lo más sentida/ en un rincón la he encontrado».
–¡Ja! –dice mi mujer–, eso te lo canta a vos.
Lo sé. A veces, mi madre me mira y me pregunta sin palabras, quién soy y por qué le hago lo que le hago, o mejor, por qué permito que mi mujer le haga lo que le hace y no intervengo, me quedo quieto, ausente, como si fuera justo que una nuera tratara así a una suegra, mejor, a una suegra que nunca la quiso, que siempre la despreció, que siempre desmereció el color de su piel, la tonada con elles, el no haberse casado por la iglesia como dios manda.
«Pobre mi madre querida/ cuántos disgustos le he dado». Mi mujer se ríe cuando no logro darle una respuesta, cuando me quedo lleno de lejanías ajenas, como si no estuviera en la misma habitación sino adentro de una gota impenetrable.