Cultura | MIRTHA LEGRAND

El almuerzo eterno

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Julián Gorodischer

Con ligeras variaciones, la diva repite fórmulas y frases célebres para moderar las históricas conversaciones que la mantienen en el corazón de la TV abierta.

Agenda propia. Mirtha se nutre de «lo que dice la gente» y repasa noticias como quien hojea una revista para interactuar con sus invitados.

Señora de las nueve décadas que vio pasar de largo a la Argentina; una auténtica bisagra intergeneracional: ella es Mirtha Legrand, eximia bastonera, una socialité capaz de hilar las conversaciones más eclécticas, de sustraer rápido, a pitch de elevador, confesiones arrojadas al vacío del alto impacto mediático; todavía pone a prueba rumores sobre «lo que dice la gente de vos». Lo que la gente andará diciendo: así se afloja su ponderado estilo entrevistador de los últimos años, la vejez de oro, que da esperanza del otro lado; se extiende la vida lúcida, el ser íntegro pleno hasta la centuria; es Mirtha, modelo de lo que no seremos, fenómeno de vida larga y plena que, en tanto dure, será cada vez más autorreferencial.
Mirtha coteja con el entrevistado, el comensal carnívoro o vegano, identificados por Ximena, la cocinera, durante su entrée: «Se dice de vos», ese terror en la época del odiador y la cancelación de identidades públicas, «¿es así?». Cada vez que obtuvo primicias virales a lo largo de la última década y media, así lo hizo. Su mesa está cada vez más raleada, al compás de las crisis, sucesivas, de escasas y desabridas provisiones, con el vino de chivo y los «productos marca Día». Ella apela a esa forma cruel y ávida de la doxa que imagina, que observa desde la ventanilla opaca de su Mercedes Benz Clase S, y que le hace saber de manera intuitiva sus impresiones sobre la política y el espectáculo. Así se consagra como médium, ese implacable e informadísimo espectador plural que está detrás de Mirtha; a veces, se expresa directamente en papelitos que apila y lee ya con dificultad. Habla «la gente», ¿o debería decirse que habla Mirtha?
Mirtha es una incansable repetidora de slogans y frases conocidas que todo el tiempo la colocan en el rol de protagonista. Si ella fuera una revista, sería la Selecciones Reader’s Digest, como su menú amplio y diverso; le atrae el dato de color y el chisme; su capital es la sobreinformación adquirida en madrugones de diarios y radio, como dice una y cien veces. La señora coqueta que congeló la decadencia estética ante una iluminación prodigiosa y severa indicación sobre planos aptos; ese brillo labial pastel la hace ver esplendorosa, dice ella de sí misma y se lo convalida «un colaborador»; cada vez más brillo y perlas en los vestidos de colores primarios; su atractivo no caduca en ese marco recargado; esas uñas pintadas que se recorre con auto indulgencia son la prueba de que está siempre igual a sí misma. Es memoria viviente de los virajes ideológicos de los políticos: le decía, a Patricia Bullrich, cada vez que la invitaba a su mesa: «¿Y ahora en qué partido estás?».
Deglute imposturas ajenas, pero todo el tiempo está en pose; ay de ese autoplacer que se dedica cuando se fascina con sus «deditos» y así los explicita; cae en una demora ante el tacto sutil de la propia yema con un lóbulo también suyo; la abeja reina liba su propia imagen proyectada al infinito de los hogares, el «Señor Televisor», la institución más sólida y constante que se pueda asociar a la televisión argentina. Identidad, arraigo, cara conocida que confirma todavía la pertenencia de la población a un linaje que trasciende al instante.

Déjà vu
Como «el público se renueva», procede a su repetición de la journeé; en un raro fenómeno de recursividad que solo a ella le perdonamos; nos confirma que –como dijo Eliseo Verón– lo que vale es «estar ahí», porque la vemos, porque nos habla, porque ahuyenta vacío; entonces, Mirtha es la santa patrona protectora del ocio improductivo, de las mesas vacías, de la soledad como imagen ilusoria y compensatoria. Mirtha es la Argentina: revisa las noticias y los debates de la semana como quien hojea una revista en una sala de espera, pero posiciona los temas en la agenda pública, y así lo hizo desde el inicio de toda vida vigente, cual editora de «actualidad» de cualquier revista de las de antes, gracias a esos papeles rectangulares –tan Susana, tan Mirtha– que baraja como un mazo que pone en el centro determinados temas, y excluye otros más incómodos.
Mirtha, esa rubia debilidad sin edad física. «Si volviera al cine, me encantaría que me dirijas», le dijo a Campanella, días pasados, «pero apurate, eh»; un paso más allá del miedo a morirse, ¿así se llega? ¿Sin el más mínimo temor a no estar más en la pantalla? «Porque yo ya soy una leyenda», aclara ella, devenida en una meca autoreferenciada; la memoria no le falla, y es tan buena actriz, que al salir de la primera función de Los martes, orquídeas, «ya era una estrella». 
Otra vez el mismo gag: «No me invitaron», sobre la inauguración de la bodega Escorihuela, en 1884. Y los invitados se ríen; todos saben que, ante Mirtha, se ingresa en una línea infinita que, a la manera de un relato borgeano, es tanto una cadena en el tiempo como un punto específico. Venerada por saber devenir presente siendo en su mayoría pasado; insistente en la demostración guionada de su mnemotecnia y destrezas mentales; Mirtha es un eco publicitario que resuena en el lema «Es de mi confianza»; es cadencia que nos vincula con la primera infancia. Dice ella que, puertas adentro de su intimidad, baja la escalera de su penthouse con el charme de Los martes, orquídeas o en sus propios Almuerzos, cuando descendía la escalerita con el porte de una señora elegante, de cóctel, o inauguración de galería de arte. Mirtha: señora perfumada, lánguida hasta los 80 y después lentamente devenida «abuelita», con la ayuda de su nieta Juana Viale, que le rubricó esa figura durante su debut en sus propios Almuerzos heredados. Lentamente, las transiciones entre temas o invitados van saliendo bruscas, algo agrietadas; hay mucho «¿eh?», mucho «repetime»; es un conjunto menos ensamblado que durante los años del boom. Diva coqueta y un poco despistada, ella habita una tierra de fantasías; anciana niña; actriz y conductora; sobreviviente de varias Argentinas.
55 años después corre el riesgo, como el de toda criatura tan longeva, de ser una versión de sí misma; la recreación de sus propios hits se da con «La leyenda continúa», a la cabeza de un nuevo pack de frases célebres. Tres palabras y dos risas: tentada de tan espontánea; ella vive, no simula para la cámara. «Cada vez tengo más pelo», dice y se acaricia en otra muestra de su lozanía a los 95, ante otras mujeres que parecen sus madres, sentadas a esa misma mesa, y quizás sean más jóvenes que ella. Eterna lamentadora; mujer catártica: «El país está muy mal», dice desde sus primeros almuerzos postdictadura. «La gente» se lo dice por la calle, aduce. «Mal, mal, muy mal» ante Néstor y Cristina pero, también, frente a Mauricio y Juliana en aquella mesa de Olivos, recordada de aquel ciclo, como una noche crítica ante el poder de turno. Mirtha: modo discursivo de la masa catódica, que mantiene estable la cadena de consumo y el civismo a la antigua, ante una teleplatea menos referida por los diarios que por las pantallas.

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