Cultura | ÁNGEL DE BRITO

El bien y el mal del amarillismo

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Julián Gorodischer

Seco e impertérrito, el conductor de LAM se mete entre sábanas, fortunas y peleas de figuras de la farándula. El periodismo de chimentos en tiempos de redes sociales.

Marca personal. De Brito es una figura de poder en el llamado «ambiente» de la tevé.

Foto: Captura

«El chisme»: esa materia discursiva de consistencia fecal, eso prohibitivo y, a la vez, tan atrayente que convoca al espectador masivo desde los principios de los tiempos televisivos. Ya le cantó al tema el recientemente fallecido escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky, en su premiado Museo del chisme: dijo de él que era ese irresistible microrrelato hecho de sexualidad y escatología, de daños y de víctimas, de sentidos exasperados y de atmósfera enrarecida que se edificaba en forma espontánea, hasta que alguno lo catalizaba, como un lado b mucho más permeable, y a la vez más humano, de la historia universal.

Cada pantalla, en cada época, tuvo su rey del chimento, de Lucho Avilés a Jorge Rial, esos apóstoles de la incorrección que asistían resignados pero en paz a la quita de prestigio por popularidad. Hubo grandes Cruellas del chisme en la tele, de la Canosa a la Roccasalvo, con un aire más camp y más vamp, más espectacular y corpóreo, y contradictorio, que sus congéneres masculinos. Y nuestro tiempo lo tiene a Ángel de Brito, en verdad a «Angelito», que seduce a la audiencia local en la tradición que llegaba a estas costas con el paparazzo del canal E! Entertainment en los 2000: esa capacidad de hacer enojar a las figuras de Hollywood con la misma avidez con que encara a las locales; el movilero pasivo agresivo que entabla conversaciones pseudo amables e incriminatorias, con un último destello en el affaire Juan Di Natale, que dejó expuesto en un ataque de ira al exmovilero de CQC.

El conductor de LAM podría decir: yo soy el orgullo del buen amarillismo, en la línea de las «or» con las que lo denominaba el loco Loiaconno, director de la vieja Flash: estertor, conmovedor, el horror, puro espectáculo televisivo al servicio de emocionar, revivificar, a la masa de telespectadores en su horario de regreso al hogar.
Junto a él están sus «angelitas» y, cual adquisición reciente, sus «suricatas» Pepe Ochoa y Fefe Bongiorno, columnistas émulos exacerbados, el recambio generacional: son sus aprendices con licencia para dar batalla a lo más bajo y degradado en la escala «del ambiente», para que aflore el código del show allí donde el que se revuelca en el barro del exhibicionismo y la contestación furibunda es un príncipe aspirante al trono. Bienvenidos –dice cada día el bastonero marcial, el seco decidor de las truculencias de la jornada– a un lugar en el que las bajas pulsiones y las ambiciones sucias reemplazan a los contenidos edificantes.

Turbio devenir
Lo curioso es que aquí, en el último bastión del chisme irredento (no su contraparte, el «programa de espectáculos») no se piden disculpas ante las exploraciones de sábanas y cuentas bancarias, mensajes anónimos y delaciones telefoneadas. Entre «los canjes y los curros», como les gusta mencionar a las angelitas Balli, Iglesias, Vélez, Feudale & Co, nadando entre el deseo y la envidia, «cotorreando» y pujando como dicta el estereotipo, están presididas por una que cuando levanta la voz y se ensaña es amenaza que amedrenta incluso a pesos pesados del rubro como la lengua karateka Casán o la fusiladora verbal que era Natacha Jaitt o la mítica Yanina Latorre.

Todas las estridentes panelistas están forzadas, como en un sacrificio contractual, a desandar sus miserias, desde sus estados de salud mental a si las felan o penetran «por atrás» –temas de recientes envíos que produjeron risas frenéticamente ansiógenas– a excepción de Angelito, así dicho en diminutivo por sus tuteladas, a las que reprende en forma permanente con apego sádico. Se mantiene virgen de escándalo, sin contar sus lapidarias descalificaciones vía Twitter: a Jey Mammon, a Gastón Trezeguet de Gran Hermano, entre las últimas. En un estadio desarrollado del autocontrol, con una verba monocorde y un rictus impávido, que fueron en el inicio un déficit, hoy lo suyo es un estilo, una «marca personal», dirían los youtubers. Él gusta dividir a «los del medio» entre «buenas» y «malas» personas, en un universo semántico dicotómico, bifásico, que nunca se rellena con argumentos, y en cambio sube y baja pulgares como antes mostraba cartelitos con puntuaciones en el Bailando de su mentor, Marcelo Tinelli.

Panelistas. El bastonero y sus «angelitas» Latorre, Feudale, Vélez e Iglesias.

Foto: Captura

Angelito es una figura de poder en el llamado «ambiente» de la tevé. La nueva ola «marica», suscitada a posteriori de la revolución feminista, benefició a la figura anterior de la «loca mala», acurrucada antes en las sombras de los salones con el Martini o el Negroni tapándole la verborrea desacreditante en un movimiento incesante de labios y lengua ante la oreja de su amiga. Sin embargo, hoy Angelito se ampara en la moral de los buenos para acometer sus «pecados» del dictum. Con una banda propia de incondicionales que defiende en tweets y editoriales (Tinelli, Mariana Fabbiani y sus chicas), Angelito es también capaz de decir adiós y barrer de un plumazo a las que habían sido sus cortesanas desde los tiempos de Bien de verano (Andrea Taboada y Mariana Brey), de Magazine, donde se gestó su fenómeno.

Seco e impertérrito, demuestra –como le gusta repetir– que el que se enoja pierde, y ya está buscando un nuevo margen de lo decible para impactar en el dios-rating, y ganarse cada día su cielo.

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