Cultura | Cuento | POR MARTÍN KOHAN

El desvelado

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Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) publicó entre otros libros las novelas Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005), Ciencias morales (2007, premio Herralde de novela), Cuentas pendientes (2010) y Fuera de lugar (2016), el libro de cuentos Cuerpo a tierra (2015) y los ensayos Narrar a San Martín (2005) y El país de la guerra (2014). Es profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires

Los desvelos del verano no pueden compararse con otros. El calor pegajoso y abrumador, su insidia sin retrocesos, no solamente no deja dormir al insomne, es acaso también lo que lo despierta. Y una vez que lo tiene despierto, despojado del sueño y sin remedio, no lo deja quedarse en la cama. Porque el desvelado, por lo común, prefiere permanecer donde está, a ver si el sueño regresa; y en invierno, con el frío, cuando basta con destaparse un poco para sentirse en la intemperie total, quedarse acostado y envuelto, cobijado y abrigado al menos, es un consuelo posible para el que sufre de no dormir. Pero en verano, en lo peor del verano, sin tregua ni siquiera en las noches, en el aire empalagoso que hace que todo queme y se humedezca, la cama (las sábanas demasiado revueltas, la almohada misma, la perspectiva de siempre) se torna insoportable: deja de ser el sitio donde el insomne podría llegar a dormirse, para pasar a ser lo que se lo impide. El desvelado del verano, más pronto que tarde, deja la cama, se levanta.
Medina tantea la otra mitad de la cama: Paulita no está. Sin despertarse del todo, mira la hora; son las tres, plena noche, madrugada. Intenta no pensar en nada, para no despejarse y retomar el sueño (soñaba, precisamente, con Paulita: un viaje y un desencuentro); pero lo gana la preocupación y de pronto descubre que ya se encuentra de este lado, el de la vigilia, que ya traspasó y no hay solución. Se levanta entonces, pero muy silencioso, y en puntas de pie, como suele decirse, sale del cuarto y se asoma al living, que es donde le parece distinguir una leve luz que brilla.
En efecto: ahí está Paula. Sentada en el piso desnudo, en una postura un tanto extraña, sin más luz que la de una lámpara más bien discreta. ¿Qué hace? Medina mira sin dejarse ver. En el suelo hay un cuaderno, o una agenda de las grandes, y Paula está escribiendo. Escribe casi sin parar. A pesar de la posición del cuerpo, la letra ha de estar saliéndole redonda, prolija, perfecta, escolar como siempre. ¿Qué será lo que está escribiendo? Medina regresa al dormitorio, se mete en la cama de nuevo, y aunque supone que pasará lo contrario, se duerme casi de inmediato.
Queda pendiente del siguiente desvelo de Paula, que por cierto no tarda en llegar. Es decir, se obliga a dormir liviano, sin dejarse ir del todo, sin abandonar del todo el mundo, de manera de poder sentir el momento en el que Paula, harta de dar vueltas y no dormir, deje la cama. Apenas dos o tres noches pasan, hasta que el nuevo desvelo acontece. Paula se levanta y se va del cuarto, y ahora Medina lo sabe. Su sigilo es esta vez premeditado. Ya no se asoma, atisba. Ya no la mira, espía. La ve escribir. En el mismo lugar de la casa, en la misma libreta. La ve escribir como antes, sin parar; pero también la ve pasar, la ve pasar y cerrar la libreta, la ve levantarse y estirarse, la ve caminar hasta la biblioteca y correr tres libros, la ve esconder su libreta ahí atrás, donde nadie nunca habría de descubrirla.
Las clases ya terminaron, pero Paula todavía tiene que ir a la escuela a completar cuestiones administrativas, papeles que la aburren pero que no le van a llevar más que una hora o una hora y media a lo sumo. El pueblo es chico, el trayecto es corto, Paula prefiere ir caminando, el coche queda en la puerta de la casa. Medina aprovecha esa ausencia para hacer lo inevitable, lo que sabía que iba a hacer apenas la oportunidad se presentara. Las visiones de la mitad de la noche se fijan en la memoria de manera particular, como solo las imágenes de un sueño son capaces de fijarse (y es que están en su jurisdicción, se comprende que eso pase). Medina sabe perfectamente bien cuáles son los libros que necesita apartar para dar con la libreta de Paula.
En efecto: la letra de Paula es hermosa. Suave, proporcionada, esmerada como ella misma. El diario, porque se trata de un diario, tiene apenas un solo tema, y ese tema es el propio Medina. Paulita habla solamente de él, y dice siempre las mejores cosas. Habla de él y del amor de los dos, del amor que los dos se tienen, del año y medio que llevan juntos, de lo felices que son. No se ocupa de otras cosas: de la escuela y sus tareas, de la internación de la madre, de los chismorreos usuales del pueblo, de la pelea con Graciela y la reconciliación. Nada de eso: de él y de ella solamente, como si eso fuese su vida entera, porque lo siente así o para sentirlo así. No escribe todos los días, pero cuando escribe es para contar las cosas que ellos han estado haciendo, o bien para dejar sentado lo mucho que ella lo ama. A veces se limita a escribir el nombre de él, Orlando, para poder de inmediato adosarle el suyo, Paula, y atesorarlos así en el diario, como hace o haría cualquiera con las cosas que le importan.
Esa noche cenan frugalmente, porque el calor no se soporta. Las uvas de la heladera se entibian apenas las sacan. El aire raspa y el tiempo pasa con más carga, más lentitud.
–Te estuviste despertando estas noches –comenta Medina.
Paula no escupe las semillas de las uvas. Las suelta despacio, una por una, entre los dedos.
–Me estoy desvelando, sí. Una mierda.
Medina la mira.
–¿Y qué hacés mientras te quedás despierta? –le pregunta.
–¿Cómo qué hago?
–Qué hacés, sí. Cuando no te podés dormir.
Paulita se encoge de hombros.
–Voy al living. Pongo la tele. Sin volumen, claro, para no despertarte a vos. Pongo la tele y me quedo mirando cualquier cosa, hasta que siento que me vuelve el sueño.
Medina sí que escupe las semillas de las uvas: en un vaso.
–¿Siempre lo mismo? –consulta.
–¿Siempre lo mismo qué?
–Si siempre hacés lo mismo.
Paulita se encoge de hombros.
–Sí.
En el verano las cosas se vuelven más reales. Más visibles, más palpables, más evidentes, más próximas.
Medina descubre que Paulita, su mujer, no solo es capaz de ocultarle cosas: también es capaz de mentirle. Absolutamente capaz de mentirle como quien dice en la cara. Descubre eso, y con espanto, con una punzada de angustia: el secreto y la mentira están al alcance de Paulita. Hoy por hoy, él bien lo sabe, no tiene de qué preocuparse, no hay otra cosa que amor, no hay más que Paula y que Orlando en el diario. Pero el secreto, es decir la posibilidad del secreto, ya está ahí: ya existe. Y ya está ahí la mentira, es decir la posibilidad de la mentira: ya existe. Son formas y están disponibles. Cualquier otro contenido podrá llenarlos en cualquier momento (otro hombre, otro amor, una ilusión, un hastío). Y él no soportará vivir así, sospechando, maliciando, intuyendo, él no podrá conciliar el sueño en paz con la sombra incesante de los malos presentimientos, ni tampoco se va a ocupar de revisar el diario de Paula con la regularidad atroz de un desesperado.
–Me voy a bañar –anuncia Paula.
Paulita tiene esa costumbre en las noches en las que el calor arrecia. Después de comer, antes de ir a acostarse, darse una ducha de agua fría, aunque en los hechos salga menos fría que tibia, para refrescarse un poco o creer que se refresca. Es nada más que dejar que el agua le toque el cuerpo. Le lleva diez o quince minutos, más o menos.
Medina usa ese tiempo para llenar un bolso negro con su ropa, la que ha ido trayendo a la casa con el tiempo. Las llaves del auto están donde siempre, en el llavero de madera de la cocina. Medina se sube al auto y se va. Cuando Paulita salga del baño y vea que el auto no está, cuando descubra el placard revuelto y advierta que no hay más ropa de Orlando con la suya, cuando lo llame llorando enloquecida y él no atienda, comprenderá sin dudas que Medina la ha abandonado. No es seguro que comprenda, sin embargo, las razones por las que lo hizo.
Como Medina ha decidido dejar no solamente la casa, sino también el pueblo, irse lejos y no volver a hablar jamás, tampoco tendrá ocasión de preguntarle.