7 de marzo de 2013
Teatro Del Perro, Espacio LEM y Café Müller son algunas de las nuevas alternativas que programan espectáculos coreográficos, con un cambio de paradigma en la relación entre los artistas y el público.
Desde la década del 90, salas independientes que programan espectáculos de danza fueron estableciéndose en la ciudad de Buenos Aires. Hoy, lugares como El Portón de Sánchez, El Camarín de las Musas y Espacio Callejón –también Pata de Ganso, el Teatro Del Sur, No Avestruz; y con un perfil más masivo, Ciudad Cultural Konex, El Cubo, Centro Cultural Borges– ya son instituciones muy solicitadas, con público frecuente. Han fijado sus propias reglas; coreógrafos y bailarines no siempre pueden o quieren aceptarlas. Además, estos pequeños foros están saturados y no siempre es posible encontrar días y horarios para incluir nuevas propuestas.
Otros espacios para la danza fueron abriéndose a medida que avanzaba el siglo XXI. Con sus grandes dimensiones, el Centro Cultural de la Cooperación fue uno de ellos. Alternativas más aisladas –como IMPA La Fábrica, Apacheta, Querida Elena, Sala Mediterránea, La Otra Orilla, La Paternal Espacio Proyecto y El Kafka–, también se consolidaron como algunos de los lugares más receptivos a espectáculos de danza.
Tres casos muy nuevos señalan el deseo de, superando escollos y aprovechando cualquier edificación, abrirle puertas a la danza en creaciones experimentales. Clases y funciones se ofrecen en Teatro Del Perro, Espacio LEM y Café Müller.
El actor Diego Mouriño, responsable de Teatro Del Perro, cuenta sobre su proyecto, iniciado junto con el coreógrafo Juan Onofri: «Los teatros que encontrábamos se habían institucionalizado, con sus reglas de producción. Si no llevabas cierto número de espectadores, te sacaban de cartel. Entonces, imaginamos un espacio para producir desde un lugar no mercantilista. Por esta misma necesidad, surgen tantos espacios alternativos, chiquitos, en casas, en ferreterías, en depósitos».
«El local no es nuestro, lo alquilamos a –es gracioso el azar– la ex esposa de Kive Staiff (ex director del Teatro San Martín). Todo lo que invertimos de nuestro bolsillo para los pisos, los telones, la barra, el freezer, nunca volvió. Pero la cuenta habitual siempre da en cero
–continúa Mouriño–. Toda la plata que entra por la gestión del teatro se invierte en pagar el alquiler, la limpieza, a la jefa de sala y en mejoras técnicas. Yo vivo de lo que cobro por dar mis clases de teatro, no porque El Perro me dé algo a mí».
La bailarina, coreógrafa y docente Melina Seldes, una de las responsables de Espacio LEM, junto con su colega Viviana Iasparra, cuenta por su parte que «LEM-Línea En Movimiento se fundó en febrero de 2010. Yo estudié danza en Europa y allí son muy visibles las posibilidades laborales de los centros de investigación y residencia. Mi sueño era que existiera en Buenos Aires un lugar así. Entonces, trabajé algunas veces con Viviana. Junto con su hermana Gabriela, osteópata, armamos un seminario, laboratorio. Funcionó tres meses, un año, y así surgió la idea más amplia de hacer un espacio. Nos instalamos en lo que era el estudio de Viviana; atrás es su casa, adelante es el estudio, con un pequeño hall, un vestuario y un salón que sirve para clases, seminarios, charlas, exposiciones. Nos constituimos como asociación civil, estamos al día con todos los impuestos. Como sala no se puede habilitar porque en la entrada hay una escalera que no se puede convertir en rampa. Por eso tratamos de que los eventos no sean súper masivos».
«Para nosotras, lo más importante es que circule gente que ofrezca su investigación. En términos económicos, el lugar no pierde, yo no gano –aclara Seldes–. Viviana se sostiene con las clases que ella da, y yo, con los trabajos que hago en el exterior. Y LEM se sostiene con nuestro propio deseo y capital energético».
Por su parte, Jimena García Blaya, Analía Slonimsky, Omar Possemato y Laura Aguerreberry se autodenominan «Defensores de la danza». Desde fines de 2011 dirigen Café Müller Club de Danza –en alusión a la obra de Pina Bausch, precisamente llamada Cafe Müller– y lo definen así: «Era una fantasía que teníamos y se hizo tangible. Es un modo de resistir, de fabricar un futuro para nuestra danza. Lo llamamos club porque necesitamos aunar fuerzas, estimular la voluntad, construir el encuentro social y el intercambio artístico entre colegas. El espacio físico es un galpón de 9 por 17 metros. Hay un living-patio, una sala multiespacio, la cocina-oficina y tres baños. En la entrada, sobre el pasillo amplio, los visitantes pueden dejar sus bicicletas. En la planta alta vive Marcos, el dueño de la propiedad, quien nos alquila el lugar. Estamos en vías de ser asociación civil. Ahora, gracias a Terpsícore, diosa griega de la danza, salimos hechos: el sistema de retribución actual es el de canje, intercambio y colaboración. En el futuro queremos costear los ingresos de nuestros colaboradores, que hoy invierten sus ganas y esfuerzo. Vamos por un cambio de paradigma para el arte, para modificar el modo de relacionarnos en el circuito de la danza y expandirla hacia nuevos públicos».
—Analía Melgar