25 de abril de 2014
Con su monumental novela «Cien años de soledad», el colombiano se erigió como una figura central de la literatura contemporánea. Periodismo y realismo mágico. El universo visto desde Macondo.
Todo comenzó en Aracataca, un pueblito del departamento de Magdalena, al norte de Colombia, cuando el 6 de marzo de 1927 nació Gabriel, hijo de Gabriel Eligio García y de Luisa Santiaga Márquez Iguarán. La pareja logró casarse pese a la oposición del padre de la novia, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, liberal veterano de la Guerra de los Mil Días y esposo de Tranquilina Iguarán Cotes. No imaginaría ninguno de los cuatro que sus nombres e historias fueran a hacerse mundialmente famosos en novelas que escribiría «muchos años después» ese niño que, pasando el tiempo, fue integrante de una bohemia literaria conocida como «El grupo de Barranquilla», periodista y narrador, autor de libros como La hojarasca, Los funerales de la mamá grande o Relato de un náufrago, que iban a proyectarse a nivel internacional luego de la publicación del más famoso y leído, Cien años de soledad. Después de un arduo tiempo de elaboración, cuando ya estaba casado con Mercedes Barcha, y tras probar suerte con resultados adversos en varias editoriales, la novela finalmente fue aceptada por Sudamericana, de Buenos Aires. El resultado es conocido: se agotó de inmediato una primera edición, a la que siguieron muchas otras, lo que, sumado a las traducciones, lo convirtió en figura central de una literatura que, por una serie de factores –entre los que se cuentan la Revolución Cubana y los cambios sociales de los años 60, sumados a las expectativas de un público lector que ansiaba una renovación literaria–, comenzó a expandirse en la envolvente marea del boom latinoamericano. Como su amigo Fidel Castro (relación que, junto con sus opiniones políticas, le valió ser objeto de espionaje y críticas y que se le quitara la visa estadounidense), estudió en un colegio jesuita. Comenzó la carrera de Derecho en 1948, el mismo año en que, debido al asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, se produjo una rebelión conocida como el «Bogotazo». Cerrada la universidad, el joven García Márquez se afianzaba como periodista, una actividad que siguió sin solución de continuidad en los años posteriores, la misma que propició el feliz encuentro entre acontecimientos e invenciones.
Nutrió su obra de ficción con noticias y testimonios y, a la inversa, sus Notas de prensa (como se llamó una de las compilaciones) se alimentaban de la literatura para erigir un estilo nítido y atrayente. Prueba irrefutable fue la influencia que tuvo. En contrapartida, la impronta periodística se nota no sólo en alguno de los relatos de Doce cuentos peregrinos o Del amor y otros demonios, sino también en Relato de un náufrago y, mucho más tarde, en un texto escrito por encargo destinado a poner en escena una cuestión central en la sociedad y la política colombianas –el narcotráfico– como Noticias de un secuestro.
Quijote y Macondo
En 2007, cuando la emblemática Cien años de soledad cumplía 40 años de publicación, y su autor, 80 de vida, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española lanzaron una edición popular conmemorativa de aquel relato, por considerarlo parte de los clásicos de la literatura en castellano. Lo había afirmado Pablo Neruda y se repitió muchas veces: «Es la mayor revelación en lengua española desde el Don Quijote de Cervantes». La comparación desata conjeturas: ¿por qué la historia de la múltiple familia Buendía en un lugar llamado Macondo, nacido de la palabra misma y ubicado en Colombia, se equipara a las aventuras de Don Quijote y su ineludible compañero, Sancho Panza, emplazadas en la región española de La Mancha? No son superficiales, sino profundas relaciones las que los vinculan. En ambos casos, hay un contexto histórico concreto y tangible.
En el Quijote, la España del siglo XVII, a través de una enorme variedad de personajes que develan todo un imaginario de la época. La vida cotidiana, las instituciones (como la Inquisición), el territorio de España (en el recorrido de Don Quijote y Sancho), se mezclan con las fantasías en insólitas aventuras y viajes aparentes. No menos poblada de personajes (capaces de configurar toda una estirpe), en Cien años de soledad las costumbres, los hechos políticos, todo aquello que tiene que ver con la pervivencia de tradiciones y lo que llega del mundo moderno, se combinan de tal modo que lo deslumbrante y asombroso es la misma realidad en Macondo, territorio imaginado, pero cuyos rasgos llevaron a pensarlo como característico de América Latina.
En muchas ocasiones García Márquez habló de su invención literaria: el realismo mágico. Realismo en tanto representa la realidad, pero se aparta de la percepción habitual, de lo verosímil, para mostrarlo como el sitio en que habitan los mundos de la imaginación, según deja ver ese narrador incansable capaz de juntar presente, pasado y futuro. Basta citar el famoso inicio de su novela: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Si Don Quijote desafiaba a los molinos de viento, y Sancho progresivamente se contagiaba de las locuras de su caballero, mientras éste iba convirtiéndose en Alonso Quijano, ¿qué otra cosa hacen los Arcadios y los Aurelianos sino embarcarse en empresas quiméricas y a la vez ligadas con su suelo e historia?
Esa conjugación de ilusiones y hechos sostuvo la gran fórmula del realismo mágico: es realismo porque remite a la realidad, sólo que ésta alberga la maravilla y desata la imaginación; por ejemplo, para interpretar los signos que aparecen de la mano del gitano Melquíades, capaz de presentar la ciencia en clave de milagro.
l encanto
El abrumador éxito de Cien años de soledad, con ediciones que se cuentan por millones, es, en sí, también algo que asombra y bien puede explicarse por la atracción que ejerce el torrente narrativo que caracteriza el estilo de García Márquez, tantas veces imitado. Supo aprovechar, como no se cansaba de señalar, lo que escuchó de sus abuelos. Pero además de esa fuente que consideró primordial para construir su espacio literario, está todo lo que pudo conocer como periodista y, por supuesto, como gran lector, para combinarlo todo en una prosa capaz de fascinar simultáneamente a los públicos más diversos, cosa que no sucede con frecuencia. Después de Cien años de soledad continuó la extensa producción, centrada siempre en los avatares de América Latina. Así, por ejemplo, en El otoño del patriarca emerge el doloroso y recurrente hecho de las dictaduras emplazadas en «el tiempo incontable de la eternidad». A las publicaciones nuevas se le agregaban las ediciones de sus textos anteriores, de «cuando era feliz e indocumentado», parafraseando al autor.
En todos los casos, indefectiblemente, logró despertar expectativa, curiosidad por ver el modo «garciamarquiano» de abordar un tema: entre ellos, la historia de Bolívar en El general y su laberinto, la peripecia sentimental en El amor en los tiempos del cólera, la recurrente violencia en La mala hora o El coronel no tiene quien le escriba, esa novela breve que algunos han considerado su mejor obra y que, a diferencia de Cien años de soledad (que sí conoció versiones teatrales), fue llevada al cine.
El desarrollo de este arte en América Latina también interesó a García Márquez; de ahí que fundara en San Antonio de los Baños, La Habana, un centro de estudios de cine al que aportó su talento para la confección de guiones. Si bien le importaba mucho la llegada que podían lograr los medios masivos en comparación con la literatura, nunca dejó de confiar, como lo prueba su continua actividad de escritor, en el poder de las ficciones para despertar sensibilidades y apelar al lector. Con textos como Crónica de una muerte anunciada se instaló en la escuela, y quizá ese primer acercamiento haya producido en muchos el deseo de seguir visitando ese universo que supo crear.
Escritor amado
Aracataca ya se había convertido en Macondo, mientras que quien había visto ese nombre desde un tren cuando era chico ya había sembrado libros y notas por todo el mundo, había recibido varios premios y residido en algunas ciudades europeas, en su país y finalmente en México. Allí, el 21 de abril pasado, en el Palacio de Bellas Artes, un enorme mural de cinco metros mostraba la conocida imagen del escritor y una de sus frases: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla».
Al mismo lugar donde fueran velados Frida Kahlo, Diego Rivera, Cantinflas, Carlos Fuentes y Octavio Paz, en una urna llegaron las cenizas de García Márquez. Estuvieron presentes su esposa, Mercedes, sus hijos y nietos, junto con muchísima gente que se acercó a despedirlo, algunos incluso portando un ejemplar de Cien años de soledad y todos con flores amarillas, las preferidas del autor. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, y el de Colombia, Juan Manuel Santos, pronunciaron sendos discursos en su honor. No es habitual que dos primeros mandatarios despidan a un escritor, ni que dos presidentes estadounidenses (Clinton y Obama) lo mencionen; sin embargo, en el caso de García Márquez siempre está ese «algo más». Y no sólo por su obra y actuación pública, sino también porque su propia vida fue como una fábula entretejida con la historia americana. Alguien vinculó su muerte con ese terremoto que tuvo lugar en México ni más ni menos que al día siguiente –para más, Viernes Santo–, cuando un temblor de tierra, según la Biblia, acaeció luego de la muerte de Cristo.
Por otra parte, apenas confirmada la noticia de una muerte quizá un poco anunciada (por la difusión de sus problemas de salud), se convirtió en el tema principal de las redes sociales, de la radio y la televisión. Como dijo la escritora mexicana Elena Poniatowska: «García Márquez fue un escritor amado. Es un autor que cuando el lector cierra el libro, sabe que lo ama para siempre». Así, suscitando pasiones, fue el más emblemático de los escritores del boom, aquel visto como el más representativo de aquellos a quienes llamó «las especies condenadas a cien años de soledad», a las que deseó en la fría tierra de Suecia, al recibir el premio Nobel, «una segunda oportunidad sobre la tierra».
—Susana Cella