Cultura | Cuento

Fuego

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Jorge Consiglio

Jorge Consiglio (Buenos Aires, 1962) publicó las novelas El bien (2003), Gramática de la sombra (2007), Hospital Posadas (2015) y Sodio (2021) y los volúmenes de relatos El otro lado (2009) y Villa del Parque (2016), entre otros libros.

Pablo Blasberg

La memoria suele distorsionar las cosas, pero podría jurar que, durante varios años de mi infancia, tuve el mismo sueño. La experiencia era traumática, la noche me desesperaba. Aún hoy tengo presente la historia que tanto me martirizó. El escenario es un cuarto de techos altos. Estoy dormido en una cama de una plaza. Un cobertor de lana me aprieta contra el colchón. Tengo poco movimiento. Sé que mi habitación es el décimo ambiente de un caserón que desconozco. Estoy solo, completamente solo, y sé que afuera el frío es atroz. De pronto, algo que ignoro provoca un fuego que, sin transiciones, pasa de inofensivo a brutal. Todo se incendia: paredes, la cama, mi propio cuerpo. Me quemo: las llamas arden en mi piel, pero no me despierto. En el sueño permanezco inconsciente. El fuego me envuelve, siento la degradación de mis tejidos, el colapso de los órganos. Grabé la escena para siempre en mi cabeza. Esa imagen, en realidad, me cambió la mirada. Mi relación con el mundo se da a partir de esas quemaduras, marcas imperceptibles en la piel, pero graves en mi psiquismo. Son el punto de partida desde donde interpreto todo.
El año pasado asistí a un seminario sobre Educación Pública que se dio en la Universidad de La Plata. La actividad era intensiva: jornadas de seis horas durante cuatro días. Todos los participantes pensamos que sería más práctico quedarnos en la ciudad. Nos hicieron precio en el Hotel Toledo, un lugar chiquito que queda frente al parque Alberti. Las habitaciones son impecables y están fijadas en la década del 70, mucho machimbre de madera, vinilo y cuerina. El lugar es barato y tiene un comedor muy variado que funciona solamente al mediodía. Desde el primer día del curso, me llamó la atención uno de mis compañeros. Era un tipo huraño y desabrido. Tendría unos sesenta años. No abrió la boca ni una sola vez en clase. Los cuatro días ocupó el mismo asiento en el fondo del salón. Miraba al profesor achinando los ojos, como hacen los miopes para acortar distancia. Cada tanto, afirmaba con un gesto y murmuraba algo inentendible para reforzar su asentimiento. Era fuerte, de extremidades cortas y bien torneadas. Había resolución en sus movimientos. Se llamaba Mosches. El segundo día, en uno de los breaks, salí a la calle a respirar un poco y lo encontré fumando a la sombra de un paraíso. Por pura curiosidad, me acerqué y le di charla. Era platense pero vivía en Dolores. Cuando lo tuve frente a mí, distinguí algo que antes, injustificadamente, había pasado por alto: tenía una quemadura en el cuello en forma de herradura. La piel estaba apergaminada y había perdido elasticidad; sin embargo, fue el color de los pliegues lo que más me impresionó.
Siempre me pasa lo mismo: salgo de viaje y me repliego, no socializo. Con este rasgo me peleo cada tanto, pero también es con el que más disfruto. Como me conozco, llevo novelas policiales y, ni bien puedo, me escapo de las reuniones para tirarme en la cama a leer. En La Plata, por ejemplo, pasé muchas horas prendido a Noche salvaje, de Jim Thompson. Es un placer incomparable. Por eso, en la cena de cierre del curso estaba atento para hallar la oportunidad de retirarme sin ofender a nadie. Los organizadores –hay que reconocerlo– habían estado extraordinarios en lo académico, aunque también se lucieron en lo gastronómico. Esa noche tomamos un tempranillo con mucho cuerpo y comimos canelones de verdura. Llegamos a la sobremesa amodorrados por la digestión, pero la conducta gregaria pudo más: la mayoría de la gente prefirió seguir la noche en un bar de la calle 42. En ese momento, inventé una excusa, me despedí con una sonrisa y me volví para el hotel. Mosches, como era de esperar, se vino conmigo. Anduvimos un par de cuadras en silencio. Después comentamos alguna tontería: las diagonales, el viento fresco, la felicidad de saberse perdido en cualquier ciudad. Llegamos a destino sin darnos cuenta. Uno de los ambientes más lindos del Toledo es un living vidriado. Desde allí, se ve un sendero que se interna en el parque. Es el lugar ideal para tomar una última copa. Así lo entendió Mosches, que tuvo la amabilidad de invitarme. Pedimos whisky nacional. Se animó recién con el segundo. Dijo que yo le inspiraba confianza, que le parecía un buen entendedor. No lo desalenté: quería escuchar su historia. Había entrado a Montoneros a los 17 años. La militancia le había caído por accidente, pero el compromiso lo ganó enseguida. Tenía una relación precoz con las armas: a los siete años acompañaba a su padre a cazar perdices. Por esa razón pudo disfrutar del revólver cuando un amigo, Emilio Maza, se lo puso en las manos. Los años sumaron confianza y responsabilidad a su arrojo. Dos virtudes que le reportaron alguna fama. Fue a Ezeiza a esperar a Perón con un único objetivo: ser la espalda del General. Después salió todo mal. Quedó la historia. Y la anécdota.
Un día se casó con una compañera. Al año, un domingo, muy tranquilo, se entretenía limpiando armas. Estaba en un patiecito, bajo una parra. En esa época, vivía en La Plata, en la misma ciudad en la que ahora me contaba la historia. De pronto —porque el diablo metió la cola o porque con los fierros nunca se sabe, como dijo Mosches—, se disparó una Ballester-Molina que tenía el gatillo sensible. Ocurrió lo impensado: le destrozó la cabeza a su mujer, que quedó agonizando en medio de un charco de sangre. Él, desesperado, la cargó en andas y salió a la calle. Los vecinos vieron la escena y no dudaron: llamaron de inmediato a la policía. Mosches entró de nuevo a su casa y envolvió el cuerpo con una sábana. Se detuvo a pensar un momento. Estaba en un bunker: no tenía la menor alternativa. Pateó una mesa y esperó a que entraran. El tiroteo fue breve y confuso. Mosches tuvo suerte e hirió a un cabo, que falleció a las dos semanas. Después, saltó por los techos. Entró naturalmente en la clandestinidad, pero la mala suerte se le pegó a los pies: cayó al mes en una redada. Pasó diez años en Devoto. Tuvo la fortuna de ser blanqueado; más tarde lo benefició una amnistía.
Nos quedamos los dos callados. Al rato, el ruido del ascensor quebró la tensión. Mosches levantó la cabeza y olió el aire como hacen los animales. No sé de dónde saqué fuerzas para seguir preguntando, me intrigaba la marca en el cuello, esa especie de quemadura. Tomó un resto que quedaba en el vaso y dijo, con la voz ronca por el alcohol, que a los diez años le bajaron las defensas y le salió un herpes. Primero parecía una alergia, pero a los quince días florecieron las ampollas. Sufrió mucho: estuvo más de dos años dándole pelea. Los herpes más bravos, comentó, comprometen los tejidos, dejan cicatrices horribles. Me aclaró que son enfermedades virósicas, no bacterianas, sino virósicas. Yo lo escuché con toda la atención y el respeto, pero la verdad, la más pura verdad, es que yo no sé casi nada de esos temas, de modo que su aclaración no me aportó nada ni me resultó significativa.

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