Cultura | 30 AÑOS DE «EL AMOR DESPUÉS DEL AMOR»

Hechizo del tiempo

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Gabriel Plaza

Fito Páez le da rienda suelta a la magia de su obra cumbre con una serie de conciertos que activan la memoria colectiva. Canciones nacidas con aliento a clásico.

Repertorio vivo. La recreación del álbum no es solo un ejercicio de nostalgia, porque la potencia de sus temas llega hasta el presente.

«Un cross, un flash, es igual», había escrito Fito Páez en su canción «Lejos de Berlín». La sensación es la misma. Una resaca efervescente que queda en el cuerpo. La energía residual de una canción, o un concierto, que dispara la repetición inconsciente de una melodía que ya pasó, y queda golpeando adentro una y otra vez, a veces por horas, a veces por días. El después del trance.
El músico rosarino convocó a 15.000 personas para celebrar el 30 aniversario del disco El amor después del amor, en el Movistar Arena. Lo tocó de principio a fin: catorce temas en su orden original sonando sin interrupción, sin mediar nada más que la comunicación entre ese repertorio y las personas. Páez oficia de chamán y convoca a la tribu en un gesto atávico y ancestral. La alquimia sucede. Melodías, estribillos, versos que están adentro de la memoria colectiva se detonan y esparcen por el aire, a lo largo de dos horas.
En el comienzo estaban todos parados, expectantes, como cuando algo está a punto de suceder, cuando se eriza la piel por el peligro o por el roce en el brazo. Entonces se dispara el sampler de una batería, un pulso electrónico y procesado, que avanza como el ritmo cardíaco de la canción. Es el sonido de los 90. Es el principio de El amor después del amor. Tres décadas más tarde, Fito aprieta play y el disco gira de nuevo en la rocola mental de esas miles de cabezas.
La voz del rosarino entra ralentada, como poniendo un freno, tensando esa cuerda emotiva un instante más, hasta que la flecha salga disparada. Y dibuja un fraseo acentuando las vocales, a veces alargándolas hasta su límite con una inflexión dramática. «El amor después del amor, tal vez/ se parezca a este rayo de sol/ Y ahora que busqué y ahora que encontré/ el perfume que lleva el dolor…». Cuando llega el estribillo, miles de partículas se liberan al aire en una explosión de sinfonía épica. 

Efecto emocional
«Aló, bonne nuit, Buenos Aires. Que hermosura. Que tripazo nos vamos a comer hoy», dice Páez, plantado en el escenario, moviendo los brazos flacos como una marioneta al unísono de las palabras, anfitrión del viaje, de su propia ceremonia.
Fito está en estado de gracia. Su obra pasa por un periodo de reconocimiento: ganó el Gardel de Oro en 2021 y fue nominado a tres premios Grammys por su reciente disco Los años salvajes. Su música rejuvenece y atrapa a distintas generaciones con una matriz que es una de las más eclécticas de la música pop argentina: allí caben Cuchi Leguizamón, Tom Jobim, Prince, Los Beatles, Carlos Gandini. Sus temas ya son parte del aire, desde inicios de los 80.
En vivo tiene un total dominio de la situación. Parado en el centro de la escena o sentado a su piano, canta y dirige. Mantiene arreglos y samples originales del disco, que le dan al audio general del concierto un marco sonoro noventoso. Se concentra en cada verso plantado delante del micrófono como un decideur; reactualiza el sonido de los temas de reverberancia más pop junto a su versátil mini orquesta de rock, que incluye una ajustada sección de vientos; y se rodea de la juventud de Emme, cercana al estilo vocal de Beyoncé. Pero sobre todo confía en el efecto emocional que provocan esas canciones.
El músico dividió el concierto en dos partes. En la primera tocó El amor después del amor entero. La segunda matizó temas de distintas épocas: «Al lado del camino», «11 y 6» (al que ubicó en tiempo y lugar: «Corrientes y Montevideo, Buenos Aires, 1985»), «Yo vengo a ofrecer mi corazón», «Lo mejor de nuestras vidas», de su nueva cosecha, y «Ciudad de pobres corazones», en una versión salvaje que cobró una dimensión más operística y dramática. El bis final fue con «Mariposa tecknicolor».
Pero todo podría haber terminado con la presentación de El amor después del amor y habría estado muy bien. Esa curva de éxtasis que empezó con la apertura del tema que dio título al disco, junto a himnos como «Dos días en la vida», «La rueda mágica», «Brillante sobre el mic», y «Tumbas de la gloria», el magnetismo cinematográfico de «La Verónica», tesoros de ese disco como «Pétalo de sal», la exquisitez de la marinera peruana «Detrás del muro de los lamentos» con un leimotiv para una suite folclórica, y el final con «A rodar mi vida» y la gente revoleando buzos y camperas como en una cancha, parecía suficiente, habría calmado la sed.
En el medio, dos momentos íntimos. Fito cantando «Un vestido y un amor» sentado al piano mientras mira directo a los ojos de Cecilia Roth, la inspiradora del álbum, que está en primera fila. Todo el estadio se reduce al living de esa casa donde se la cantó por primera vez, después de haberla compuesto de un tirón tras una noche de borrachera. Después hace «Creo» para Fabiana Cantilo, la otra musa de aquel trabajo, que está en el escenario. Fito le canta: «Creo al fin nada tiene fin, creo desesperado».
La recreación de El amor después del amor no funciona solo como un ejercicio de nostalgia, porque la potencia de esas canciones extiende sus dominios de forma misteriosa hasta el presente. Lo dijo el propio Fito el martes 20 de septiembre, en el primero de los ocho conciertos con funciones agotadas, cuando ensayó una explicación visceral sobre lo que todavía sigue pasando con ese disco: «No sé qué significará, seguramente es algo lindo que pasó en nuestras vidas y no lo queremos olvidar». 

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