Cultura | SUBJETIVIDADES EN EL MUNDO DIGITAL

Ideas y emociones condicionadas

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Diego Sasturain

Bajo el imperio del algoritmo, las redes sociales recortan y manipulan el margen de maniobra de los usuarios. Opinan los autores de tres libros que analizan ese modus operandi.

Redes y plataformas digitales se han insertado a nivel global y afectan nuestras subjetividades y conductas en diversas dimensiones. ¿Cómo operan? ¿Cuáles son sus efectos? Tres autores argentinos que han publicado recientemente trabajos sobre estos temas, dan su opinión en esta nota. Autor de La mano invisible detrás del algoritmo (Prometeo), Esteban Magnani destaca en primer término que las redes sociales son empresas que capitalizan nuestras interacciones para recabar datos. «Su negocio consiste en mantenernos frente a las pantallas y para eso utilizan toda clase de mecanismos que apelan a nuestra parte más irracional», señala el periodista, habitual colaborador de Acción.

«Es un modelo con mucho poder para generar perfiles e ir deduciendo cuál es la manera de influir mejor en ellos. Lo que hacen, por millones de casos de prueba y error, es encontrar vulnerabilidades en nuestra subjetividad para ir modificándola en función de sus modelos de negocio», completa Magnani. Para Natalia Aruguete, autora junto con Ernesto Calvo de Nosotros contra ellos, (Siglo XXI), «las redes no solo saben lo que hacemos, sino que predicen lo que probablemente haremos y, en muchos casos, terminan moldeando nuestros comportamientos y gustos antes incluso de que podamos expresarlos». 

En este escenario, es entonces la propia subjetividad la que es explotada y moldeada, convertida al mismo tiempo en mercado y mercancía. Una circularidad manifiesta, como advierte el escritor Ricardo Romero, autor de El libro de los sesgos (Godot): «Se supone que el mundo digital expande nuestras posibilidades de relacionarnos con cosas que no conocemos, pero en realidad los algoritmos siempre nos están devolviendo al principio. El sesgo de confirmación a pleno, exacerbado».


Efecto burbuja
Toda esta información que tienen sobre sus usuarios es explotada para hacer ingeniería social. Según Aruguete, «las redes y, específicamente, X, son propicias para una comunicación polarizante, porque amplifican los mensajes más extremos y emocionales. Allí la distinción amigo-enemigo se convierte en una forma de estructurar la conversación cotidiana. La dinámica algorítmica premia el conflicto y la indignación, de modo que el adversario político no solo es alguien que piensa distinto, sino alguien que “amenaza” mi identidad y la de mi grupo».

Eso ocurre porque los posteos más compartidos dentro de una comunidad de perfiles similares provocan más interacciones, generando un efecto burbuja. «Eso hace comunidad, pero también nos vuelve predecibles», subraya Romero. «Y perdemos la flexibilidad necesaria para relacionarnos con alguien que piensa distinto a nosotros, con mundos en los que se presuponen otras premisas de convivencia. Los algoritmos direccionan nuestro pensamiento aprovechándose de los sesgos, traman agendas. Y eso me hace plantearme: ¿quiero pensar en esto, y de esta manera?».

Al final de cuentas, señala Aruguete, «en el ecosistema digital, política y comunicación son indisociables. El votante deja de percibir la política como un espacio de deliberación colectiva y la vive como un mercado de identidades donde se afianzan pertenencias políticas, sociales y culturales». A su turno, Magnani agrega que «si tenés datos de unas personas y otros te faltan pero son similares, ya podés deducir qué contenidos les van a interesar». Gracias a estos mecanismos, las redes permiten hacer circular mensajes específicos a públicos muy segmentados: lo que hace tan efectivos a los llamados «ejércitos de trolls».

Según el enfoque de Aruguete, «este ecosistema genera un malestar difuso. Los mensajes polarizantes erosionan la percepción de que podemos confiar en quienes piensan distinto. Por otro, produce fatiga emocional, porque estar permanentemente expuestos a la confrontación activa ansiedades e inseguridades. Cuando percibimos que el espacio público está saturado de discursos agresivos, nos retraemos, nos volvemos más cínicos o nos radicalizamos como mecanismo de autoprotección».

Romero identifica uno de los sesgos, la «disonancia cognitiva», al que analiza en su libro como especialmente pernicioso. «Ese intento por mantener la coherencia de nuestro relato personal, lo armamos y desarmamos una y otra vez, hasta que calza en el momento justo. Pero al minuto siguiente tal vez volvamos a hacerlo. Los sesgos son herramientas del pensamiento que alguna vez nos sirvieron para tomar decisiones efectivas y rápidas, pero que ahora simplifican y falsean lo real».

Magnani encuentra otro factor, desde una perspectiva económico-social. «Las redes detectan, por ejemplo, a aquellos jóvenes que no pueden acceder al mandato de híper consumo que propone el capitalismo, entonces les ofrecen la posibilidad de hacerse un cryptobro y los cursos», explica. «El capitalismo no puede dar respuestas verdaderas, entonces ofrece respuestas falsas y genera mucho enojo, mucha frustración y otros algoritmos para ofrecer supuestas soluciones».

Noticias falsas, explotación de las emociones más básicas e incluso la manipulación abierta de la realidad: todo esto permiten las redes sociales para moldear el comportamiento de las personas. Estos procedimientos llegan a condicionar, incluso, los procesos democráticos. Tal vez, justamente por estas características, son la herramienta de comunicación favoritas de personajes como Donald Trump, Elon Musk o el mismo Javier Milei.

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