Cultura

Ídola cumbiera

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Santuario. En la ruta 12, sus seguidores dejan ofrendas y le piden salud, dinero, suerte. (Gisela Vola)

El mes pasado se cumplieron 17 años de su muerte, pero continúa presente. La voz de Gilda se escucha en las bodas, en las canchas de fútbol y hasta en los cierres de actos políticos. Cada año, para la conmemoración de su cumpleaños y de su muerte, cientos de fans visitan su tumba en el Cementerio de la Chacarita. Y es habitual que, en la ruta 12, donde también la recuerda un santuario, los conductores paren frente a su imagen, a pedirle salud, trabajo y algo de suerte para el camino.
Hay gente que dice que gracias a ella se ha salvado de enfermedades o ha recuperado la fertilidad. Y así, una serie de «milagros» acrecientan la figura mítica de una mujer rebelde y decidida, que, sobre todo, quiso ser artista. Y que lo consiguió, en una meteórica carrera, que acabó el 7 de setiembre de 1996, rumbo a una presentación en Chajarí, Entre Ríos, con el trágico accidente en el que también fallecieron su madre y su hija.
Entonces tenía 34 años y un público que coreaba sus canciones: «Fuiste», «Corazón valiente» y «Como tú», entre otras. Los comienzos no fueron fáciles para Gilda, que nació como Miriam Alejandra Bianchi, en una familia porteña de clase media, y fue maestra jardinera. Primero, porque el mundo bailantero ha sido tradicionalmente de hombres. Y luego, porque a comienzos de los 90, en pleno estallido de la movida tropical, la escasa presencia femenina estaba marcada por las curvas de Lía Crucet y Gladys la Bomba Tucumana. Gilda, en cambio, era una «flaquita», con un timbre de voz atípico para el género y con aspiraciones melódicas, que «quería hacer música para escuchar más que para bailar».
De esto da cuenta Alejandro Margulis en Gilda, la abanderada de la bailanta. El periodista divulga por primera vez el testimonio de Raúl Cagnin, el marido de Gilda durante 11 años y con el que tuvo a sus dos hijos, Mariel y Fabricio. Entre otras cosas, Cagnin reconoce que la ruptura se debió a visiones contrapuestas. Ella perseguía su vocación y cantaba de noche. Él era posesivo y quería a su mujer en la casa.
Lo que más le sorprendió a Margulis fue el vínculo que Gilda tenía con su familia. «Su deseo de tratar de ser una madre consciente y dedicada era conmovedor, a pesar de querer realizarse y de que les tenía que robar tiempo a sus hijos. Bueno, por eso estaban todos juntos cuando ella se murió», comenta. «Es algo que se ve en sus diarios y en las cartas de su hija. Era una persona igual a cualquiera, pero lanzada a una vida de ruta, que llevaba su música por Argentina y por otros países, que estaba segura de sí misma y de que iba a trascender. Vivía en un mundo dividido en dos: la clase media y la música popular».
La fascinación póstuma que generó su figura le valió, en 1998, un premio Gardel a Mejor Artista Solista de Música Tropical. Y se extendió al rock y el pop, con la versión de «No me arrepiento de este amor», que hizo Attaque 77, y la conocida pasión de Leo García, que considera a Gilda un «ángel de la música». La publicidad y las teleseries (como Sos mi vida, 2006, con Natalia Oreiro, que grabó «Corazón valiente») se sumaron al fervor popular. Para entonces ya se había convertido en «Santa Gilda», en un mito de la música argentina.

Francia Fernández

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