22 de octubre de 2022
Usina de improductividad, pequeña comunidad endogámica, la nueva edición de Gran Hermano sorprende por sus picos de rating. Las claves de su eficacia.
Foto: Télam
Ay, de nuevo llega la avidez por esa golosina visual que nos ofrece «la vida en directo», como un déjà vu, cada vez que la Argentina entra en crisis; entonces, como en 2001, vuelven ellos –antes «mis valientes», hoy «the players»–, para consumo adictivo entre galas, debates (Telefe) y un continuado de vida cotidiana e íntima en la transmisión de Pluto TV. Algunas cosas cambiaron; ya no está la ilusión del acceso irrestricto a una intimidad en bruto, como proponía el género al principio, antes de Facebook. En 2022, llegan avisados, entrenados al exhibicionismo en sus redes sociales, deseosos de picar cada vez más alto para llamar la atención; conocedores profundos del nuevo star system de los seres comunes, haciendo del reality un satélite (simbólico) de Instagram.
En el inicio, las literaturas son múltiples y arquetípicas: la chica rica se dará un baño de pueblo y la harán morder el polvo; la chica bullyneada vive su revancha detrás de un nuevo y bendecido par de tetas de silicona; el chico humilde cumple su sueño antes de empezar a competir y su logro se anuncia portentoso. Pero muy pronto, ya el día dos, lo de siempre domina y ya están nominando y complotando con todas las fichas puestas en el Alfa, ese Walter tan dominante como disonante, a sus 60 años. La Casa es retrógrada, oh pecado en tiempos de deconstrucción y cancelación: aquí se rebela lo incorrecto que nos deja atónitos; la Casa objetualiza los cuerpos, juveniliza lo hegemónico, hipersexualiza a las mujeres, sobreexhibe y sacrifica promoviendo un aluvión de fotos y videos sexuales y escraches por conductas privadas que saltan a la luz. Afuera, ponemos la cabeza en remojo y se produce un efecto autoindulgente del espectador, que siempre sale ganando contra esa «manga de vagos» que a lo sumo se esfuerza un rato matinal en el gimnasio último modelo que les pusieron en esta entrega, como para combatir la vagancia que es marca de fábrica en esta usina de improductividad, en esta pequeña comunidad insolvente y endogámica.
El momento justo
¿Qué significa Gran Hermano en tiempos de Youtube, de Instagram, de Tiktok? Ni más ni menos que otro tipo de red social, extrema y excluyente, con reformas pero, en el fondo, es eso que conocemos desde hace dos décadas: en tiempos de estricto control de discurso, ellos hablan demás y provocan más y más impugnaciones de comentaristas atribulados gozosos de señalar a los ímprobos. Esta es la nueva trova de los ciudadanos excéntricos, encarnados en perfiles cada vez más vistosos; ya no basta con los lindos y las sexys de antaño. Y comienza –agárrense– el tono alto que nos permitirá asistir a estallidos y gritos –ya lo dijo Del Moro– cuando les empiece a faltar la comida.
Se ofrendan, por ahora eufóricos, para que el país comente y se disperse, y los picos de 23 puntos en el debut dan la pauta de que se estrena en el momento justo. Llegan a dejarse expropiar cuerpo y biografía, para complacer a ese esperpéntico fisgón que vive en cada uno de nosotros. Aquí se suspenden las actividades productivas; aquí se degrada al espectador a un no-relato hecho de la mostración del cuerpo y la inercia de discurso, en un estadio fatalmente atractivo y primitivo del espectáculo que nos alienta a consumir «perfiles», no personajes, apenas unas colección de retratos tan fragmentarios como la identidad posdigital. Esta es «la vida en directo», desligada de técnica y calidad autoral. Esto, desde hace dos décadas argentinas, se llama Gran Hermano y es el trash hecho prime time; el devenir de un vacío disfrazado de comedia o de drama; vía libre para el flujo continuo, los bajos instintos, y premios y castigos ejemplares de un tribunal que juzga y moraliza –y tranquiliza– a esa barbarie que tenemos al alcance de un clic.