Cuento | Perla Suez

Invierno en Asunción

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Perla Suez

Perla Suez (Córdoba, 1947) obtuvo el premio Rómulo Gallegos (Venezuela, 2020) por su novela El país del diablo. Narradora, ensayista y traductora, varias de sus obras fueron traducidas al inglés y al francés. «Invierno en Asunción» es un fragmento de la novela Furia de invierno (2019).

Luque entró corriendo a la estación de trenes, fue directo a la ventanilla, estaba ansioso, esperó a que el empleado atendiera a una muchacha y enseguida compró un pasaje en segunda clase para Asunción.
Mientras caminaba por el andén escuchó el silbato de la locomotora, el tren se había puesto en movimiento, iba a perderlo.
Corrió para alcanzarlo y consiguió agarrarse del pasamano de la escalerilla del vagón de cola. Subió al coche, estaba agitado, buscó el asiento que tenía asignado y se acomodó.
Era alto y delgado, tenía el pelo castaño y la nariz aguileña. Llevaba puesto zapatillas, pantalón vaquero y una campera de lana cerrada hasta el cuello.
Luque observó cuidadosamente durante un rato a los pasajeros que iban en ese vagón.
Apoyó la cabeza en la ventanilla y se acordó de que su padre decía que era mejor dormir para no pensar en nada. El último tiempo sentía que le estaban pasando cosas que lo llevaban a parecerse a su padre, se había quedado sin trabajo hacía casi un año y su mujer lo había dejado hacía unos meses. No quería terminar deprimido deambulando por la casa en pijama, estaba contento de dejar todo atrás.
Había elegido Paraguay porque allí vivía su primo que iba a darle una mano. Tenía casi treinta años y no le daba miedo empezar de nuevo en otro país.
Su mirada se fue poniendo borrosa mientras se alejaba por la llanura. El traqueteo de los vagones le puso el cuerpo laxo y se fue hundiendo en un intenso sopor.
El tren se detuvo de golpe y lo sacudió. Un vendedor que ofrecía peras y manzanas lo sacó del sopor y se incorporó.
Repentinamente volvió la imagen del ciruelo cargado en el fondo de la casa, las ciruelas negras esperaban a que alguien las recogiera. Podía adivinarse todavía el cielo y esa luz roja del ocaso fusionándose de nuevo. Y enseguida vio a su madre subida a la escalera y él esperando al pie del árbol a que ella se las arrojara. Madre e hijo permanecieron allí más tiempo, como si todavía tuvieran que decirse algo. Después él mordió una ciruela negra, caía la noche.
Luque tenía los ojos turbios y desapacibles. Ahora dudaba de que su madre estuviera en ese atardecer hundida entre las ramas del ciruelo. Se quedó mirando la gente que subía y bajaba del tren. Intentó poner la mente en blanco y respiró profundo. Cuando se acordó estaba cruzando un puente sobre un río.
Antes de dormirse profundamente escuchó el chirrido de las ruedas sobre las vías y después soñó que veía a un joven, estaba leyendo el diario, no tenía más de treinta años. A Luque le llamó la atención que estuviera vestido igual que él. Tenía las mismas zapatillas, el mismo pantalón y la misma campera. Lo observó con detenimiento mientras el joven se ponía de pie y cruzaba el fuelle. Luque descubrió que era idéntico a él y se sintió agobiado. Lo siguió por el pasillo cruzando de un vagón a otro sin poder alcanzarlo. De repente el joven se detuvo frente a una ventana guillotina, la levantó y con los ojos cerrados sacó la cabeza. Luque vio cómo el aire le golpeaba la cara. El joven retrocedió, bajó la ventana y siguió caminando.
La sola idea de que fuera su doble era intolerable, pensó que no podía permitir que otro le arrebatara su persona. Entonces decidió matarlo, era el único modo de sacárselo de encima. El joven caminaba de modo frenético, parecía que estaba escapando, salió al furgón de cola, Luque se preguntó hasta dónde quería llegar. El tren se terminaba. A los pocos pasos quedó paralizado cuando lo vio saltar.
El grito del guarda anunciando la próxima estación lo despertó.
Tal como le dijeron, salir de Buenos Aires fue relativamente fácil. Cuando llegó a la frontera, pasar la aduana fue un trámite rápido. Presentó su documento a Gendarmería, estaba todo en orden. Quince minutos después pisaba suelo paraguayo y sintió un alivio desconocido.
Al llegar a Asunción Luque cambió dinero, fue a Informes y preguntó por un teléfono público. Una empleada le indicó que había uno en la entrada.
Sacó un papel donde tenía anotados la dirección y el teléfono de su primo. Llamó, nadie atendía. Insistió. Pensó que tal vez el teléfono no andaba y pidió indicaciones de cómo llegar a esa dirección. Le dijeron que estaba cerca.
Decidió ir directamente a su casa porque hacía un tiempo había retomado el contacto con su primo y le había anunciado su visita, aunque no precisó cuándo exactamente.
Después de caminar un rato, llegó a un local que adelante tenía un kiosco y adentro una agencia de lotería. Entró, detrás del mostrador había un hombre de unos cincuenta años.
¿En qué le puedo servir?
¿No me reconocés?
El hombre resbaló la mirada por su cara y cuando reaccionó fue a su encuentro y lo abrazó, parecía conmovido.
¡Tanto tiempo! No te esperaba, ¿cómo estás?
Te llamé varias veces y nadie atendía, respondió Luque con seguridad.
Sí, hace una semana que el teléfono está roto. ¡Pensar que la última vez que te vi fue en el entierro de tu madre y eras un niño, estás igual!
¡Qué voy a estar igual, si cuando llegué no me reconociste!
El primo lanzó una carcajada. Luque hizo silencio, quiso cambiar de tema, pero no supo cómo decirle que necesitaba trabajo y se quedó mirándolo fumar, el humo azulado del cigarrillo le salía por los orificios de la nariz.
¿Y tu mujer?
Se quedó en Argentina.
¿Estás solo?
Sí, vine solo.
Luque se puso tenso.
El primo siguió preguntándole cosas de las que él prefería no hablar. Después dijo que cerraría el negocio para que comieran juntos.
Esperame, aviso que salgo y vamos. Quiero que me cuentes de tu vida, agregó, y se fue a la parte de atrás del negocio.
Luque sintió un hormigueo en todo el cuerpo y pensó que era mejor tenerlo lejos porque no quería remover su pasado. Cuando escuchó que el primo lo llamaba apuró el paso.
Robledo, el dueño de la pensión, le mostró la única habitación que tenía vacía.
¿Qué lo trae a Paraguay?
Trabajo, dijo Luque.
¿En qué trabaja?
Soy taxista, pero hago un poco de todo.
¿Qué tal anda en plomería?
No, eso no.
¿Y electricidad?
Tampoco.
¿Y qué sabe hacer?
Luque lo miró fastidiado, Robledo preguntaba demasiado y eso a él no le gustó. Discúlpeme, le preguntaba para que me ayude con esta casa vieja.
Hizo una pausa y cambió de tema. Vienen pocos argentinos a vivir acá.
Un inquilino que estaba escuchándolos se acercó.
Los argentinos que vienen a Paraguay siempre están escapando de algo.
La cara de Luque se transformó y Robledo lo captó rápidamente. No le haga caso Luque. ¡Rubén qué se tiene que meter!
Fue un chiste, Robledo, no se ponga así, si este tiene cara de bueno.
Aunque el inquilino no dijo más nada, se quedó ahí plantado como si no registrara que tenía que retirarse. Luque se contuvo.
¿Le gusta la pieza?, preguntó Robledo para cambiar de tema.
Sí, me gusta, le dejo la seña.
Sabía que le iba a gustar, es la más grande que tengo con ventana a la calle.
¿Qué hace todavía ahí Rubén?
Robledo volvió la mirada hacia Luque y le dijo: Mejor sigamos hablando en la cocina, y rio mostrando los dientes amarillos.

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