Cultura | EL CASO LANATA-WANDA NARA

La era de la información «sucia»

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Julián Gorodischer

El periodista se hundió en el barro de los chimentos con la filtración del estado de salud de la conductora. Los matices de la polémica y la condena mediática.

Hechos y protagonistas. Lanata dio la primicia en su programa de radio, poco después de que Nara dijera presente en los Martín Fierro.

Foto: Ramiro Souto

Abre la boca, Jorge Lanata, y de pronto está en el centro del debate social, de igual modo que el objeto de su chisme. Sí: Lanata dijo un «chisme», información de vida privada, no confirmada oficialmente, del vedado territorio de lo que no sabían ni los hijos de Wanda Nara, aquello que además habría sido probablemente filtrado o quizás hasta vendido por algún empleado, por alguien del personal de salud de la propia clínica –lo prohibido, lo que permanecía oculto– que recibió por primera vez y testeó los indicadores clínicos de la conductora de MasterChef.
Lanata pisó un barro que también tiene sus cláusulas y restricciones, y salieron todos en bloque, los exponentes del «periodismo de espectáculos», al grito de un último apotegma dignificante: «¡Información sobre salud no es primicia!».
Llama la atención que haya quedado ausente del debate mediático –y de una eventual demanda de la damnificada– el origen del caso: la filtración desde la clínica.
Extraño, por contrapartida, resulta el linchamiento de Lanata, atacado, condenado por «contar algo tan delicado que la protagonista no contó: «inmundo», dijo Ángel de Brito. Jorge Rial, Chiche Gelblung, periodistas fogueados en «traiciones», saltaron a favor: «Es periodista, y su deber es informar». Del «Yo no soy fiscal de mis colegas» al «Es un asco lo que hizo» se multiplicaron detractores brutales y defensores tímidos: lo dijo antes de que lo supieran los hijos; ¿y ahora qué les dirán en el colegio?
Cada tanto –y se lo vio victimizado, preocupado ante una eventual cancelación al que dijo la palabra: «leucemia», el martes, en el programa de Mariana Fabbiani– se desatan estos fenómenos mediáticos de purga con chivo expiatorio: se metió con la salud; afectó a la «madre». Se le pide que sea responsable, empático. Se trata de figuras que sigue «el pueblo» en el prime-time. Extraña época de información degradada, de homologación temática por cantidad de espectadores/lectores, donde el fundador de Página/12 dirime su estatus en el chisme de la celebrity, y en la que los chimenteros indignados reclaman al periodista una posición de asimetría con respecto al público: la capacidad de saber y ocultar, de regularse y autolimitarse siguiendo la lógica de las redes, donde toda verdad es cuestionable y en las que lo que existe es «de lo que se habla» y no lo que «es».
Raro momento histórico en el que nos encontramos, donde la infracción originaria –la filtración desde la clínica– es pasada por alto por la propia víctima en su comunicado de IG, con el que logró empatía masiva inmediata. Convalida, Wanda, eso que se intuía desde sus separaciones de Icardi a su desembarco en el mainstream y la obtención de un Martín Fierro Revelación: Wanda es trending topic; es de lo que se habla en este país; es la evasión y la pasión desperdiciada que sienta posiciones; la que en el misterio, en la piedad, en la identificación negativa construye la angustia colectiva de no tener «un diagnóstico certero».

Reclamos contradictorios
Hubo en la historia –lejana y reciente– reiterados intentos de los paparazzi de avasallar la vida privada e infiltrarse en la habitación prohibida (desde el fallo condenatorio contra Editorial Atlántida por haber fotografiado a Ricardo Balbín en terapia intensiva) a la difusión en tapa de Crónica de la foto del cadáver de la modelo Jazmín de Grazia, desnuda, a los pies de la bañadera. Pero, por estos días, el movimiento es exactamente inverso: el reclamo viene de la tele-basura, del sensacionalismo chatarra, que pide: no saber, no transmitir, no comunicar.
«Piedad», piden, hacia la que aprendimos a espiar en forma persistente, insinuante e histerizada. «Se compró a la gente», observan los que reclaman silencio, prudencia y responsabilidad afectiva. Todo eso en medio de la incertidumbre que atraviesa «al público»: se acallan los off the record; recelo en la era en la que se puede bajar el pulgar circense y dejar afuera del mapa comunicacional.
Del nacimiento del estilo sensacionalista a esta parte, acompañar al ídolo enfermo –y hasta enfermarlo con persecuciones desequilibrantes– es un género en sí de la información «amarilla». La condena mediática al periodista infractor, esta vez, no se ve amparada en razones profesionales porque no hay manual de operaciones ni código de ética efectivo que lo restrinja, sino en emociones, amistades y adoración a un mundo de fantasía que no debería haberse manchado. Si lo que existía era una rama de francotiradores de la cámara y el texto –de Juanita Viale a Pampita, pasando por el propio Rial, espiados, avasallados–, la nueva era de la información «sucia» presenta –quizá como dijo el propio Lanata en defensa propia– «un corporativismo exasperante».
Cuando, con todo dicho y polemizado, podría producirse un apagón informativo en torno del tema, en medio de las acusaciones cruzadas de haber traspasado el límite de la decencia y la humanidad, sigue replicándose esa manía de hablar del caso disociada de la toma de posición pública: dando lugar a las apariciones inadecuadas de Andrés Nara (el padre), al seguimiento minuto a minuto de los trascendidos en todos los programas de América: «Él lloró cuando leyó los resultados», lanza una panelista desembozada.
Así siguen, dando cuenta –indignados– los periodistas y los panelistas, desde un reciente dolor abdominal hasta las dudas sobre su futuro inmediato, pero –eso sí– la condena al difusor que dio el mal paso sobrevuela cualquier debate, marca una frontera que no habría que cruzar nunca: llega la extraordinaria redención colectiva de los antaño condenados al lado B de las noticias.

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