Cultura | Cuento

La foto

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Gabriel Bellomo

Gabriel Bellomo (Buenos Aires, 1956) publicó, entre otros títulos, los libros de relatos Formas transitorias (2005, Premio Fondo Nacional de las Artes) y El silencio de las abejas (2013) y las novelas El médano (2010, Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires), Cita en Rabat (2017) y La vida ausente (2019).

Pablo Blasberg

Se trata de una fotografía en blanco y negro, tomada en una fecha imprecisa entre las últimas semanas de diciembre de 1959 y las primeras de 1960. En ella casi sonrío. Tiene el borde ribeteado a la usanza de la época, pero no esas cariñosas dedicatorias manuscritas características al dorso. Mi madre me refirió estos detalles antes de cedérmela. Le pregunté qué edad tendría yo por entonces. ¿Tres años?, fue su vaga y casi desinteresada respuesta, enunciada inquisitivamente. Suelo contemplar la foto; me ayuda para ordenar mis pensamientos, pero eso dura poco y llega el desconcierto. Me agrada y me causa extrañeza verme a mis casi tres años con esa actitud distante y apartada. La foto enmarcada ocupa un sitio sobre la mesa de pino oregón en la que trabajo entre un caos de libros y manuscritos y lápices rojos Faber & Faber. Pude encastrarla entre una de las canaladuras de la base metálica de una vieja lámpara de escritorio y su brazo extensible. En ocasiones me distraigo de lo que hago –leer, escribir– y la foto me captura. Entonces comienzan las conjeturas: quién era yo en ese instante, qué esperaban de mí, quién soy realmente entre la representación y la ilusión. La foto me pertenece como lo que es: un simple retrato infantil. Aunque, por momentos, se me presente como algo más inquietante. ¿Soy dueño de esa foto, de lo que es y oculta? Se diría que nací en esa foto, sentado en uno de los enormes escalones que llevaba al diminuto departamento de alquiler donde viví con mis padres y mi abuela materna hasta los 8 años: un rectángulo de pocos metros cuadrados de cuyo interior, sugestivamente, no conservo imágenes. Al diminuto balcón que daba a la calle se llegaba atravesando el pasillo donde en una cama de plaza y media dormíamos con mi abuela, y a continuación atravesando el oscuro dormitorio de mis padres. Al cabo, en el banquito de junco sobre el regazo de mi abuela, ciertas noches de verano, ella me señalaba las constelaciones. Tras su muerte, años más tarde, daría en el fondo de una valijita desastrada de cartón con un libro de astronomía. Orión era en verdad Orión, y así Centaurus, Lupus, Tauro.
Viéndome en la foto, mi existencia parece limitarse a la escalera. Evoco los rústicos escalones como labrados en piedra, lajas que serían de cemento crudo color gris, ásperos al tacto, arenosos. Estoy allí, quieto, en el sitio donde la escalera describe una suave curva, y no hay otras referencias ni indicios de vida. Predomina la materia muerta, la ausencia. Y eso no debió ser una decisión artística del gran fotógrafo amigo de mi padre, asistente de notables directores de cine (como mi madre me previno al darme la foto como si fuera una hostia) ¿Por qué –me digo cuando Ana no está en casa y me siento solo–, emana de la foto una suerte de sacralidad, un regusto a liturgia?, ¿cómo puede suscitarme eso un pequeño vestido con pantalones denim, camisa escocesa de mangas cortas por las que asoma el borde de una camiseta, zapatillas con tiras y gorrito con visera que morirá, tarde o temprano, como todos, sin dejar demasiado rastro de su paso por el mundo?
Me dieron un nombre bíblico. No me agrada por su ambigüedad. Pero no reniego de él. Es un nombre sin variantes entre el español y el anglosajón: se escribe del mismo modo y se pronuncia igual, a excepción de sutiles declinaciones distintivas. No hay culpa alguna: me dieron un nombre, lo confirmaron ante una pila bautismal, sin estas imposibles reflexiones. Ver la foto no me da nostalgia; siquiera sé que sentimientos me provoca. Si debiera citar uno, diría desolación.
No sé cuántas veces reescribí este comienzo. Treinta, cincuenta, cien. Diría que cien. Como sea, han sido muchas. Retomo la escritura de este diario, esta autobiografía, estas memorias, hasta que puede más el cansancio y abandono el fallido intento de dar por cerrado el pasaje de la foto. Está claro que escribirlo excede mis posibilidades, o no dispongo de las suficientes herramientas del oficio o del talento para usarlas convenientemente. A la frustración le sigue una pausa interminable, y después, con una furia transmutada en acto, reemprendo la tarea, persisto. Sigo el consejo de un benedictino amigo quien se complace en comparar su faena y la mía: Ora et labora, me dice cuando nota mi desasosiego: ora et labora. Una fajina agotadora hasta el atardecer, cuando todo se acalla. Cuando retiro las manos del teclado y los ojos de la pantalla y dejo que el letargo haga lo suyo, que el silencio me gane, me cubre el reparador silencio del vencido.
Períodos complejos me han llevado a desarmar el marco, quitar el vidrio y estudiar con lupa la granulometría de la película, poner especial consideración a la flexión de mis brazos regordetes, a mis manitos rollizas que caen suavemente desde mis piernas, a esa rara mansedumbre que trasunto. Es cuando el proceso de escritura se vuelve más complejo aún, diría que insoportable. Toda frase es impugnada, sucumbe al hastío. Pero sigo adelante. Es un texto, me digo, no es más que un texto que no prosperará nunca. No daño a otro que a mí persistiendo obstinadamente. Por otra parte, nadie lo leerá. ¿O se me dirá que es posible dañar a alguien con un borrador que mis manos cambian constantemente, como el viento a los médanos?
Será por esto que uno de mis ejercicios predilectos es escribir sobre la foto sin calzarme los lentes, verla borrosa, casi velada. A partir de ese hito, no digo la elección de una frase, sino de una palabra, es tan ardua como nadar hacia la costa resistiendo a la corriente a pesar de que el mar me arrastra en sentido contrario, más allá de la escollera, o como atravesar una tormenta de arena. A continuación, toda razón se enturbia: la ventana y la lámpara de escritorio encendida, los libros y papeles desordenados que cubren la mesa de trabajo, todo, todo absolutamente pierde sus contornos, y ya no dispongo de referencias. Llegado a ese punto me respaldo en la butaca, con movimientos lerdos apago a tientas la computadora y me aferro a los apoyabrazos –músculos de mi cuerpo tiemblan como si espantaran moscas, tal como hacen instintivamente los caballos.
Me gusta compararme a Sísifo. Rescatarme de esta empresa inaccesible escribiendo un puñado de relatos que tal vez logre publicar, o abocarme al largo decurso de mi novela interrumpida, urdir tramas que transcurren en sitios exóticos o, al menos, lejanos. Mejor si contienen anécdotas que no he presenciado, sobre las que estudio y me documento. Los ritos funerarios en un cementerio en México o a orillas del Ganges, una historia cualquiera que me lleve a recorrer Cafarnaúm, el destino de sus judíos, o la ciudad de París durante la resistencia, o los dibujos de los niños en los muros del gueto de Terezín. Con solo imaginar esas posibilidades me siento a resguardo. Entre tanto el monitor habrá fundido a negro. Lo sé pero me resguardo de abrir los párpados. Espero a que cese el vértigo, los estremecimientos, esta incertidumbre inenarrable.

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