Cultura | Cuento

La teoría del vil

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Por Romina Doval

Romina Doval (Buenos Aires, 1973) obtuvo el primer premio nacional para autores inéditos por su primer libro, Signo de los tiempos, y publicó dos novelas, Desencanto, segundo premio del Fondo Nacional de las Artes y La mala fe, finalista del premio Nueva novela. Sus cuentos han sido publicados y traducidos en antologías argentinas y extranjeras.

Hugo Horita

Al pasar frente a la iglesia, Paulina tuvo ganas de entrar un rato. Quizás ya no tenía derecho, pero quién iba a impedírselo. La frescura del interior, en contraste con el calor sofocante de la calle, le dio ganas de sentarse y lo hizo en un banco de las primeras filas. Miró a la Virgen. No iba a pedirle perdón ni misericordia. Asumía lo que estaba haciendo: estaba robando, y ahora lo decía con todas las letras. Lo que en realidad la mortificaba era ese engranaje que ellas mismas habían creado y que ahora ya no podían detener.
Aquella noche en el bar cuando, sin buscarlo, terminaron robándole a aquel hombre tendría que haber quedado en la historia como una anécdota graciosa y nada más. Más aún, ella misma tendría que haberse encargado de que no volviera a repetirse. Pero cómo negarse cuando la situación se volvió a presentar, fácil y tentadora, como con el tipo del boliche de San Telmo. El solo hecho de recordar su traje beige, su camisa a rayas y su sonrisa jactanciosa le revolvía el estómago. Según él, no había piba en el boliche que él no se hubiera volteado. A esa, pobrecita, la tuve diez horas en un hotel, no saben cómo la dejé. Y ellas tenían que sonreírle, festejarle los chistes y hasta soportar sus pellizcos como si fuera lo más adorable del planeta, mientras esperaban que el ácido que el tipo había tomado surtiera algún efecto. Dos veces había sacado la billetera del bolsillo interno del saco y las dos veces había tomado un billete de cien para pagar cuando, en realidad, ellas veían bien que él tenía cambio suficiente. Un fanfarrón. En los reservados, él mismo se quitó y arrojó el saco sobre un sillón tal como si en su frente tuviera escrito: «Róbenme». Paulina se le colgó del cuello y, diciéndole pavadas al oído, lo hizo dar vueltas alejándolo de su saco. Para Victoria fue un juego y, una vez que tuvo la billetera, le hizo un gesto a Paulina y se fue rápido de los reservados. Voy al baño, le dijo Paulina al tipo y como si fuera poco tuvo el cinismo de darle un beso. Y ahí tendrían que haber terminado porque, como era de imaginar, no siempre se les iban a presentar situaciones tan fáciles. La prueba fue el turista. Hablaba hasta por los codos en un inglés muy extraño –de hecho, nunca supieron de qué país venía– y tomaba un vaso de cerveza tras otro, pero no caía nunca. Recién a la madrugada, cuando empezó a perder el equilibrio, confesó haber matado a su mujer y que por esa razón había huido a Argentina. ¿Quién podía saber si no estaba diciendo la verdad? A la salida del pub, el turista-asesino se dobló para vomitar y terminó cayendo de rodillas. Victoria simuló ayudarlo y le sacó la billetera. El tipo consiguió levantarse y correr unos metros pero volvió a caer y quedó allí, en una calle desierta de Puerto Madero. Y entonces sí, después de esa larga noche, ella dijo basta. Seguiría buscando trabajo: en los clasificados de los domingos, dejando su miserable currículum en los negocios del barrio, poniendo cartelitos de clases particulares en los supermercados, incluso ofreciéndose para cuidar chicos y bebés. Victoria se negó a aceptar su renuncia argumentando que aquel trabajo se hacía de a dos y que tenía muchas ventajas: era relativamente sencillo, rentable y poco riesgoso. ¿Por qué no te das cuenta de que le robamos a tipos a los que les sobra la plata, y no precisamente por haber ahorrado toda su vida?, le había dicho Victoria, ¿qué hacemos nosotras que no hagan otros en una escala mayor empezando por el Gobierno? Y ahí mismo expuso lo que Victoria bautizó como la teoría del vil y que consistía en tres condiciones: la primera, que ellas no podían robarle a pobres tipos, solo a ruines e infames como el tal Martín Pescador, el del boliche de San Telmo y el turista; la presa, cuanto más despreciable mejor era. La segunda, algo obvia, era que la presa debía tener la apariencia de alguien con la billetera bien gorda. La tercera, la presa debía estar, en lo posible, borracha o drogada, no solo para poder actuar sino para que ellas no pudieran ser reconocidas. Y una vez más, Victoria lograba convencerla.
El problema de la teoría del vil era que la primera condición era muy subjetiva, lo que hizo que algunas veces no se pusieran de acuerdo. Fue exactamente lo que pasó con ese cincuentón que, según Paulina, no se ajustaba a las reglas de la teoría. El pobre tipo solo festejaba su divorcio y no era un viejo lascivo y pesado, como decía Victoria. Había ido acompañado de un amigo que en algún momento de la noche desapareció dejándolo a merced de ellas dos. ¿Qué más querés?, dijo Victoria, ya está por caer. Y como no tenía ganas de discutir toda la noche, Paulina aceptó. El cincuentón no paraba de despotricar contra el matrimonio y las leyes que protegían a mujeres que en su puta vida habían trabajado y que terminaban llevándose la mayor parte de la fortuna de un hombre emprendedor como era él. Después de aquel discurso virulento no tuvo mejor idea que ponerse a llorar. Dijo que había tenido una madre cruel y autoritaria y que por esa razón a lo largo de su vida había idealizado a muchas mujeres que no le habían dado una pizca de amor, lo que para él era una aberración de la naturaleza porque, como era sabido, las mujeres solo habían venido al mundo a dar amor. Acá estamos nosotras, le había dicho Victoria acariciándole la cabeza. Lo llevaron a los reservados y lo instalaron en unos silloncitos donde continuó con ideas suicidas: que iba a tomar hasta entrar en coma alcohólico, que iba a conducir a 200 kilómetros por hora y otros tantos disparates. Mientras tanto, ellas esperaban ya no sabían qué y fumaban, incómodas, un cigarrillo tras otro. En algún momento intentó besar a Paulina que, siempre sonriéndole, se lo sacó de encima con elegancia y no insistió más, de hecho, dejó caer la cabeza sobre el hombro de ella. Ya está a punto caramelo, dijo Victoria. Cuando el hombre pareció completamente dormido, Victoria entreabrió el saco con mucho cuidado y tomó la billetera. Paulina, al levantarse, lo dejó caer sobre el sillón y, mientras se iba, se le ocurrió pensar que el hombre no estaba dormido, que simplemente se dejaba desplumar, que ya no esperaba nada más de la vida. ¿Pensás que el tipo después se suicidó?, le preguntó a Victoria al día siguiente. No es nuestro problema, contestó a secas.

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