Cultura | ANTONIO GASALLA (1941–2025)

Las máscaras de la argentinidad

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Julián Gorodischer

Creador de una memorable galería de personajes en el teatro, el cine y la televisión, el brillante actor cómico captó la esencia de los usos y costumbres locales.

Galería. Noelia, Mecha, Soledad, Flora, Mamá Cora y Bárbara Don’t Worry, algunas de sus geniales criaturas.

Al despedirlo en silencio frente a una sucesión interminable de capítulos de El Palacio de la Risa, se puede entender la suerte que tocó en vida a Antonio Gasalla: fue el «elegido» por Melpómene, el bendecido por la diosa de la actuación. Basta revivirlo para hacer sostenible la atracción sobre su máscara histriónica, transformista y precursor en múltiples sentidos.

No estaba todo perdido en la Argentina de Menem; no se había aplanado tanto el discurso y persistían islotes de infiltración de arte de calidad en el canal público, al punto que se podía asistir a aquella grabación de un capítulo –plenos 90– de Soledad versionando a Un tranvía llamado deseo, atrayendo a la masa mediática al making-off de un producto cultural de la élite letrada y sarcástica: hacían humor sobre la actualidad, y una tribuna bulliciosa los vivaba en el viejo ATC como si se tratara de un recital o un partido.

La figura principal hacía desfilar al elenco, los trataba mimosamente; daban idea de «compañía» trashumante. El grotesco gozaba de un capital simbólico y se erigía en un purgatorio crucial para seguir funcionando como pueblo, cuando la política y la economía se desmembraban durante el comienzo del declive de la convertibilidad.

Antonio Gasalla, quizás el más grande actor cómico que haya dado este país, por su mirada y su olfato rastreador para captar usos, costumbres y claroscuros del ser nacional, a punto de haber quedado inscripto en la mejor serie de acuarelistas de la vida cotidiana y sus demonios y sus santos paganos, de Niní Marshall a Roberto Arlt en diferentes soportes. La máscara es un capítulo aparte.

Sin dejar de ser muy «él», gozaba de la mágica cualidad de mutar completamente en sus mujeres idiosincráticas en las que no hay espectador que no haya visto identificadas inmediatamente referencias de su hoy, a lo largo de varias décadas de vigencia. Eso lo convierte en un clásico y garantiza su perdurabilidad en la memoria cultural transgeneracional.

Por supuesto, su carrera tuvo un clímax, y fue virtuoso, 40 años después de su estreno: sigue viva su Mamá Cora, en la película de Alejandro Doria, secretamente cruel, adorablemente enloquecida, que capturó un lugar preferencial en el imaginario colectivo quizás tan importante como Mafalda o Manuelita, la tortuga.

Tributo unánime
De Help, Valentino a Esperando la carroza, y de El Palacio de la Risa al living de Susana: Gasalla fue ese doblez satírico que nos salvaba justo antes de caer en el aplastamiento cultural de los economicistas; fue el lugar del humor absurdo y el costumbrismo en una tevé que se decía espejo del pueblo. Gasalla encarnó la caricatura de trazo fino con contenido social, nada que ver con los imitadores vacuos del hoy, funcionales al poder al punto de compartirle alcoba o estar en el staff del medio oficialista, de Fátima Flórez a Ariel Tarico.

Gasalla «imitó» como agua cristalina a un rostro más complejo: el de la esencia del ser nacional, encarnada en la empleada que desafiaba al mismo «Ruso» Sofovich, como invitado. Ahí lo público todavía tenía un valor, al punto de centrar el sketch paradigmático de este cómico que se arrogó y se merece el título de nuestro gran intérprete de varias décadas de imaginarios colectivos que sentimos propios, cercanos. ¿Cómo adquirió esa capacidad de canalizar identidad?

Solía revelar su método: mirar y mirar, y además operar en un doble registro culto y popular. Por eso les dio lugar a personajes como Federico Klemm y a vedettes y figuras de Nelly Láinez a Clotilde Borella. Estaba enamorado del Pop, del «hombre y la mujer comunes», a quienes solo pretendía identificar. Nos ayudó a purgar miserias como con la familia auto-odiante de Esperando la carroza; a cultivar la capacidad de reírnos de nosotros mismos aún en la negra dictadura o las crisis del 89 y el 2001.

Siempre estuvo Gasallla en un banquito o diciendo sus editoriales ante cámara en la tradición de Tato Bores y Enrique Pinti, o pasando revista en El Palacio… con marcas de vodevil y de revista de Corrientes, capaz de entrar al corazón de la cultura de masas, a fuerza de calidad autoral (un reconocimiento a Jacobo Langsner y Atilio Veronelli) y hacedor de una usina de artistas infiltrados en los medios masivos, donde se gestaba una revolución callada en las fauces de una tevé ecléctica, caótica y con las marcas de claroscurismo de Sofovich, que sin embargo nunca se deshizo completamente de su reconocida habilidad como director y productor de tevé.

En el final-final, todavía lúcido, había demostrado el potencial mutante de su criatura prioritaria, Mamá Cora, que lucía menos ida, más procaz y mordaz azuzando a Susana en su living de Telefe, ya devenida figura de soporte de una estrella ajena. La química nacía en uno de esos juegos de mutua dominación que tan bien recreaban sus criaturas desde Soledad y su madre a la empleada pública y Norma Pons, o Inesita y su hija. Hasta tuvo descendencia, como el catador y abridor de puertas generoso que fue, cediendo protagonismo a artistas del under como Urdapilleta y Tortonese, con su slapstick comedy mezclada con clown, migrando del Parakultural a la TV estatal. Mentor destacado: nada habla mejor de él que haber generado una cohorte de estrellas, que lo confirma como un profesor de los que no quedan, dentro de un espectro que abarca a Juana e Inés Molina y Verónica Llinás.

Hasta el fin, desde un teatro de Mar del Plata, en una temporada que debió interrumpirse, y hasta en unas notas díscolas en las que se escapó y hasta insultó a movileros rapaces que lo interrogaban sobre su salud, ironizaba: «¿Por qué no te vas a la mierda?», les espetaba. Y son esas sus últimas imágenes, robadas en una calle de Recoleta, las que hoy lo hacen presente, y hay en ellas un decir, un potencial editorial surgido de manera espontánea. Fue el médium de una identidad batalladora y culta que subyace a este país, y el que hoy pondría los puntos como nadie, si el tiempo no se lo hubiera llevado puesto, junto a lo que fuimos, durante aquellas noches memorables de El Palacio de la Risa.

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