Cultura | «LA NOCHE DE MIRTHA»

Soy leyenda

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Julián Gorodischer

En su regreso tras la pandemia, la conductora se muestra vulnerable pero no menos filosa en su manejo del lenguaje mediático. El sello Legrand bajo la lupa.

Personaje familiar. Junto a sus invitados, Mirtha repasa los debates de la semana como quien hojea una revista en una sala de espera.

Foto: Rsfotos

Hace poco, empezó a decirle a cada invitado a modo de saludo: «No me olvides». La suya es una larga despedida, que también incorporó otras fórmulas, y se viene dando desde que volvió a Canal 13 después de un paréntesis de más de dos años. En una entrega reciente de su temporada 2022, Mirtha Legrand le dijo a Marina Calabró: «Te conozco desde que naciste, querida». Es a cada televidente a quien se dirige, con esa hiperconciencia de público que manifestó desde el día uno.
Mirtha le habla a la masa; posa; la repetición en ella no es un descuido sino un modo de estar en los medios, de hacerse reconocible, de entrar en el lenguaje del otro espectador. Mirtha habla de uno a uno; es el testigo afectivo de las vidas de los huérfanos y los solos. Es una voz que llenaba el vacío del mediodía de domingo; ahora el sábado, la cena de gala se sirve con la ilusión de estar abierta y hacer compañía; didáctica en los temas, detallista en el protocolo y los utensilios. Dice que nos quiere, que somos su vida, que pensemos en ella, preparando el pasaje a lo que ella misma le puso nombre: «Soy una leyenda».

Público y privado
«Lo he contado varias veces, así que pido disculpas», advierte Mirtha Legrand, no una, sino muchas veces. Es una presencia identificatoria para los adultos mayores de la pos-cuarentena; canaliza una necesidad de discurso. «Doctor, yo quiero volver a ser la Mirtha de antes», repite que le dijo a su médico y recibió como respuesta: «Trabaje». Ocupa ese casillero mediático, híbrido entre personaje de ficción y referente mediático, modelo antiguo de mujer diseñada para ser admirada por su mera presencia, que posibilita una identidad tan indivisible entre lo público y lo privado, y se reconoce como «diva».
Entre las divas argentinas, ya siendo una «mujer grande», no trata de tapar su vulnerabilidad, sus frecuentes olvidos, su dificultad para caminar; pide que se lo repitan. Por momentos se retira del diálogo y asiste callada a los intercambios airados de entrevistados que incluso hacen explícito, a veces, estar aportándole sostén, como Luis Majul, que se ofreció para hacerle de ayudante en forma permanente. La «Reina Madre de la televisión» cede paso a la «abuelita» –como se refiere a ella su nieta, Juana–; y confirma en la temporada 2022 que es irreemplazable, y más aun dentro del clan dinástico.
Como «el público se renueva», procede a repetir sin aburrir en un raro fenómeno de recursividad legítima; nos confirma que –como dijo el semiólogo Eliseo Verón– lo que vale es el «estar ahí», porque la vemos; nos habla; entonces protege de algún vacío de sentido que se activa, sobre todo, en momentos de ocio y soledad. Mirtha revisa las noticias y los debates de la semana como quien hojea una revista en una sala de espera, desde el inicio de nuestro tiempo biográfico, editada «la actualidad» en cartoncitos que va barajando como un mazo de naipes que pone en agenda determinados temas y no otros.
Después, está su marca como personaje televisivo hiperreconocible: el trazo fino de lenguaje, ese paso dúctil por las palabras que la lleva a un intercambio permanente y fluido de latiguillos que activan los clímax («¿Te molesta que te hable de esto?»), o la técnica que antepone a la pregunta inesperada (aquel «¿Quién te hizo la carita?»), el «no-filtro» que se ha ido perdiendo pero que durante décadas signó la expresión de un determinado inconsciente colectivo.
A su lado, por contraste, lamentablemente la nieta no alcanza el decir fluido, la agudeza para la repregunta, ese estar atenta a lo que el comensal está diciendo, cortarlo, discutirlo, avasallando, como sí lo logra la abuela. Juanita se reduce a mostrar el vestido de Gino Bogani («porque esto es lo que importa», dice) y a acompañar con un baile de hombros y pelo cada pregunta o reflexión que se le ocurra. El resultado, como sus meros atributos corpóreos y textiles, está a la vista: se sigue desplomando en el rating logrando la mitad de su competidor en Telefe, La peña de Morfi, con Jey Mammon, que le sube el nivel de popularidad a los productos que toca.
Es esperable que la nieta encuentre un ritmo más calmo, que no se agite, que fluya en la conversación en una mesa parecida a la que, en el mismo horario, atraía por su decir de señora informada y tranquila ante cámara. Mirtha Legrand dice con suma frecuencia: «Yo soy una mujer grande, no sé cuántos años más de vida tendré». Sucede que sí, que esta vez se la percibe un poco más frágil; en el ingreso la acompañan de la mano; a veces, como con Majul y la Bullrich, la mesa se caotiza; ellos siguen hablando como si Mirtha no estuviera, pero el desborde dura unos segundos y sabe todavía retomar el hilo, aun distinta, débil, suave. Es que el tiempo pasa, y la vida mediática transcurre como la vida misma, tan repetitiva, entre su presencia familiar, y algún tono y un aspecto inolvidables.

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