A 30 años de la muerte del escritor y periodista mendocino, una doble jornada de homenaje puso el acento en la trascendencia de su obra. La reedición y la traducción de sus novelas, cuentos y notas lo acercaron a lectores de distintas latitudes.
23 de febrero de 2017
Rescate. El autor de Zama y El silenciero es reconocido por su maestría.
Celebrada a fines del año pasado, la doble jornada de homenaje por los 30 años del fallecimiento del escritor Antonio Di Benedetto (una organizada por la Universidad Nacional de Cuyo y la Dirección General de Escuelas, otra por la Municipalidad de la ciudad de Mendoza) trajo a colación la obra y la figura de uno de los narradores más importantes y, en cierta medida, secretos de la literatura argentina.
Autor por fuera de casi todos los cánones, Di Benedetto parece haber vuelto a la palestra: en principio, así lo indica el hecho de que todos sus libros puedan conseguirse en un mismo sello editorial (Adriana Hidalgo), que se ocupa de cuidarlos y relanzarlos desde los años 90.
«Lo primero que publicamos fue El silenciero. Di Benedetto no circulaba en ese momento, desde hacía casi una década. Logramos publicarlo de manera sistemática, rigurosa, con un compromiso a largo plazo», detalló Fabián Lebenglik, director editorial, en un alto del homenaje.
Una de las perlas del rescate es la reedición en un solo volumen de tres obras clave de Di Benedetto: Zama, El silenciero y Los suicidas. Para esta suerte de trilogía, Lebenglik le encargó un prólogo al escritor Juan José Saer. «Digámoslo desde ya para que quede claro de una vez por todas, sus obras constituyen uno de los momentos culminantes de la narrativa en lengua castellana de nuestro siglo», escribió aquel sin medias tintas.
Los críticos coinciden en afirmar que la obra maestra de Di Benedetto es Zama, pero su aparición, en 1956, pasó «prácticamente desapercibida», según evoca Saer. En esta novela de apariencia histórica, el personaje principal y narrador (el letrado Don Diego de Zama) transita agobiado por la espera y la insatisfacción por las calles de la Colonia, a fines del siglo XVIII.
En 1964 aparece El silenciero, una novela corta o nouvelle que se ocupa del síndrome insólito que padece un periodista: no puede dejar de oír hasta el mínimo sonido de lo que hay a su alrededor, algo exasperante que lo lleva a la paranoia y finalmente lo desquicia, en una suerte de contracara o equivalencia a la habilidad para recordar que Jorge Luis Borges le insufló a su célebre y patético «Funes, el memorioso».
Y en 1969 se publica Los suicidas, donde la percepción de la vacuidad se cristaliza en la obsesión de otro periodista ensimismado, en este caso con la muerte: su misión a lo largo de las páginas es develar qué se esconde en la expresión congelada de quienes se quitaron la vida voluntariamente, y la búsqueda lo lleva a caminar por el filo de su propio malestar.
En 1984, dos años antes de morir, Di Benedetto llegó a publicar un cuarto libro que encarnaba los mismos temas, resignificándolos. Sombras, nada más… coloca la trama en la aparente reconstrucción del pasado que hace otro periodista neurótico, ya maduro, mientras desanda las motivaciones de su oficio, el vínculo con las mujeres (Caperucitas Rojas misteriosas, las considera) y la idea del destino como voluntad de ser que es más real en los sueños que en la vigilia.
Reparación histórica
Lebenglik, a cuya inspiración se debe también la decisión de incorporar la totalidad de los cuentos y la obra periodística del mendocino en las reediciones de su obra, resume así las razones de su empeño: «Nuestro compromiso con Di Benedetto fue sacarlo del encasillamiento de escritor de culto, escritor de escritores. No hay narrador de habla hispánica que no lo considerara un grande, pero no saltaba esa valla hacia el gran público. Hoy su obra se distribuye en España y en América Latina. Y fue traducido a más de quince idiomas. Ahora circula como se merece».
Di Benedeto llegó a ser subdirector del diario Los Andes, pero la dictadura de 1976 lo encarceló y, salvado por milagro, se exilió en España, de donde regresó en los años 80. En Buenos Aires casi nadie se acordaba de él. Hay quien dice haberlo visto en la redacción de un diario en busca de algún dinero prestado con el que subsistir. Como convertido en uno de sus héroes frustrados, murió en la pobreza y en el desconocimiento cabal de los demás sobre su quehacer.