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Mandinga

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Analía Melgar

Diego Damián Martínez

González le pone el cuerpo a la obra.

En el sutil límite que existe entre la danza y el teatro, se ubica Mandinga. El diablo que vino de África. En la obra escrita por Diego Damián Martínez no solo hay zonas sin texto, sino que en aquellas en donde hay palabras, dice más la presencia de Mauricio González. El intérprete nació en Uruguay, es afrodescendiente y su cuerpo, aunque atravesado por la ficción del relato, es el centro del conflicto. Su color de piel, su porte, su cadencia y agilidad para moverse son el disparador por el cual el personaje de la obra sufre, en su vida cotidiana, violencias e indiferencias que lo obligan a gritar y exhibir como carta de salvación: «Sí, soy argentino; mis padres son de acá». La dirección de Yamil Ostrovsky –de larga trayectoria en el mundo de la danza contemporánea– destaca lo que el personaje denuncia, calla y sufre. Lo que cuenta y lo que hace recuerda a los millones de africanos traídos como esclavos en tiempos de la colonia, que luego fueron casi exterminados. Y alerta de manera indirecta, también, sobre el padecimiento de quienes en el siglo XXI vienen desde África. Mandinga es la deidad ancestral que, sobre sonido de tambores, se entremezcla en el relato para mostrar el racismo y la xenofobia. (Hasta Trilce).

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