Cultura | VIDA Y OBRA DE UN BEATLE

McCartney cumple 80 años

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Mariano del Mazo

El bajista y cantante mantiene intacto su talento para componer canciones geniales. La sociedad creativa que construyó con John Lennon y su enorme legado.

Extremos artísticos. A lo largo de su carrera transitó por la balada y la experimentación, el folk y la vanguardia.

KAMOBOURIS/GINA/GETTY IMAGES VIA AFP/DACHARY

Pegado al revelador Get Back, de Peter Jackson –la exhumación de outakes de la filmación original de 1969–, se estrenó el año pasado un modesto documental en serie titulado McCartney 3, 2, 1. La película es austera, en blanco y negro y, sin artificios, va al hueso de una distendida conversación musical entre el productor Rick Rubin y Paul McCartney. Después de hallazgos y derivas, en el final ocurre un diálogo emocionante. Rubin dice: «Te quiero leer una cosita». Y lee: «Paul es uno de los bajistas más innovadores que jamás haya tocado el bajo. La mitad de las cosas que están surgiendo ahora es directamente una copia de su período como beatle. Siempre ha sido un poco tímido sobre su forma de tocar el bajo, pero es un gran, gran músico». McCartney escucha perplejo y pregunta: «¿Yo escribí eso?». «Fue John Lennon», responde Rubin, como un boxeador que propina un último golpe, el del nocaut. Paul acusa el impacto, aprieta el puño, sonríe y dice como para sí mismo, como si toda la vida hubiera estado esperando esa frase: «¡Vamos, Johnny!».
James Paul McCartney es un genio que pasó su vida compitiendo en espejo con otro genio. Desde que Lennon cayó al pie del Dakota, en 1980, Paul echó a rodar un revisionismo que mezcló lo psicológico con lo artístico y lo comercial. Libros como Hace muchos años (autobiografía escrita con Barry Miles), discos como Let It Be… Naked (su versión del álbum de Los Beatles arreglado a sus espaldas por Phil Spector, aliado de Lennon en ese entonces), documentales como los Anthology e incluso ahora Get Back plantean una objetividad que es, más bien, una subjetividad solapada.

Tesoro del siglo XX
La presencia de Lennon –real o simbólica, física o espectral– siempre lo mejoró. Resulta conmovedor saber que este joven eterno que escribió que iba a estar jubilado en una cabaña de campo de la Isla Wight a los 64, y que ahora cumple 80, porte la llave del tesoro más fabuloso de la cultura popular del siglo XX; que es él y no otro el testigo directo del funcionamiento del engranaje artístico que revolucionó el planeta. La apariencia de burgués gentilhombre, esa cercanía casi familiar, la capacidad de trabajo para seguir creando canciones de una belleza inapelable –que, es cierto, ya no sintonizan con la época–, incluso su megalomanía y la pueril compulsión de querer gustar a todos, a veces pueden correr de foco su estatura. Lo de Paul es genialidad, pero también es la exhibición del poder alquímico de Los Beatles. Como escribe Miles en Hace muchos años: «Una de las razones por las que Los Beatles constituían un grupo excepcional era que no se dormían en sus laureles. En lugar de quedarse con la simple fórmula pop de sus primeros trabajos, ampliaron los límites de su música, haciendo cada álbum más complejo que el anterior, aunque nunca lo suficiente como para ahuyentar a sus admiradores. Fueron el primer grupo en hacer del rock una forma de arte».
Paul es balada y experimentación, folk y vanguardia. Su complejidad, como dice Miles, nunca llegó al nivel de ahuyentar a los admiradores. No se corrió de la misión que emprendió desde que se cruzó con John, George y Ringo: hacer nuestra vida más luminosa, más liviana, como introduciéndonos en el mundo ensoñado que sugieren muchas de sus baladas. Otra vez: gustar a todo el mundo. Esa es su máxima grandeza y, también, como suele ocurrir, su costado vulnerable. Por eso la conmoción al enterarse de la alabanza de John. Ese gesto contiene una sensibilidad extrema; esa sensibilidad constituye el punto de partida de un arte popular que es pura belleza.

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