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El libro del cantante reúne una serie de conversaciones con el periodista Marcelo Figueras, que abarcan desde Los Redondos hasta su presente solista, pasando por sus preferencias literarias, musicales y cinéfilas. Las obsesiones de una estrella de rock.

(Foto: Delfo Rodríguez/NA)

Él mismo lo dice en el Prefacio/Advertencia: «La memoria es lo que uno recuerda, sí, pero al mismo tiempo es lo que uno cree que recuerda, y además lo que dice que recuerda». La frase es un complemento del título y casi que ubica al libro en el borde de la ficción o de la arbitrariedad. Recuerdos que mienten un poco, las memorias del Indio Solari desplegadas en conversaciones con Marcelo Figueras, no solo es uno de los lanzamientos editoriales del año, sino que es, finalmente, el velo corrido de la figura más intrigante del rock argentino. Ahí están: casi 900 páginas para intentar aniquilar un misterio.
En riguroso orden cronológico y en un tono coloquial que abunda en ese lunfardo exquisito de la verba de Solari y de muchas de sus canciones, Recuerdos que mienten un poco es el relato de una vida fascinante, en cuyos pliegues se vislumbran las obsesiones, la soledad, los temores y la neurosis de un artista. El rol de Figueras no es interpelar o cuestionar. Se ubica al lado, de copiloto, cómplice, y le da pie para el desarrollo amable de ideas y para el desmenuzamiento de detalles que el fan valorará.
Desde el primer libro que leyó –a los 10 años, El crimen de la guerra, de Juan Bautista Alberdi– hasta su fugaz paso como dibujante en la Casa de Gobierno de La Plata; desde su relación con la política hasta su versión de hechos clave, como la separación de los Redondos, la muerte de Walter Bulacio o los acontecimientos del último concierto en Olavarría; la cabalgata testimonial es frenética como la misma oralidad del Indio. Cualquiera que haya tenido el privilegio de entrevistarlo sabe que su estilo es único: un derrame incontinente de ideas, una inteligencia feroz y una capacidad para vincular hechos que, en su énfasis, no admiten refutaciones.

Banderas con estribillos
El relato atraviesa, como corresponde a un libro de estas dimensiones, por incontables climas y tópicos: la nostalgia, los enconos, las tristezas, la paternidad, el amor. El que cuenta la historia es un hombre que hace tiempo está sentado en el cráter de un volcán –ese que, al fin, configuró su público– y que se sabe acechado por una enfermedad tremenda como es el Párkinson. Pasa de ser el hijo de Chicha y José a un rocker de alcances insondables que, en un rasgo de melancólica vanidad, le dice a Figueras: «Menos mal que ya estoy terminando mi ciclo, ¿no? Siempre pienso que uno está atado al oído y los sentimientos del momento histórico que le toca trasmitir. Yo no sé cómo sería si me hubiese tocado vivir un momento histórico de leyes paradisíacas, de bonanza, honestidad y dignidad. ¿De qué escribiría? Me ha tocado escribir toda la vida, por temperamento, contra el poder establecido, contra las costumbres, contra la Iglesia… Me tocó asumir lo dramático. La felicidad se vive, en vez de escribirse».
Una conjetura que machaca de una manera obsesiva es que fue prácticamente el dueño de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Reduce a Skay Beilinson a «un gran guitarrista». El Indio habla en primera persona del singular para referir a la banda y, como ya lo expresó alguna vez, reafirma la centralidad de un rol político, discursivo y musical. Cuando desanda los inicios dice: «Skay armaba las bases, yo hacía las melodías y ponía las letras. Yo le he escuchado decir a Skay que no sabía cómo hacer canciones. En cambio, para mí era y es una cosa tan simple… Casi zen, diría».
Azuzado por Figueras, de principio a fin desprecia al periodismo –el generalista y también el musical– y reflexiona y toma partido entre las dos grandes tipologías de público que tuvo la banda: el lumpen de clase media intelectual de los primeros tiempos y la clase desposeída, marginada y marginal que le dio características extraordinarias al fenómeno a partir de los 90. «Mucha gente tendía a menospreciar a nuestro público. Pretenden que no pueden entender lo que les estoy diciendo, por eso de que mis letras son crípticas. Pero en los momentos clave de la canción, soy bruscamente claro. Puede que el relato no sea simple, la forma en que voy encadenando imágenes. Pero, cuando llego ahí, cuando digo “violencia es mentir”, o “todo preso es político”, o “nuestro amo juega al esclavo”… Ahí nadie se confunde ni se pierde. Eso es una bandera y así lo entienden. Yo no sé si el público banana de nuestras primeras épocas entendía algo, porque nunca lo vi agitar una puta bandera. Así que no sé quién entendía más y mejor».

Deliciosos recuerdos
Resulta muy disfrutable escudriñar las pasiones literarias, filosóficas, musicales y cinéfilas de alguien marcado a fuego por su época. Solari se define como un «hombre de la psidodelia» y, dentro de ese campo de acción, cultivó con voracidad intereses variados –de Gurdjieff a Kurosawa, de Philip Dick a Tom Petty, entre tantos–, presentes en su poética. Esa cultura la cruzó magistralmente con una impronta de esquina.
El libro hubiese ganado con un freno de mano oportuno a una tendencia a la megalomanía que se enredó con el resentimiento causado por la separación de los Redonditos. Queda claro que Solari se sintió traicionado por la pareja de la Negra Poli y Skay. Pero hay conceptos que de tan reiterativos saturan: «Yo me sentía en pleno derecho de establecer ciertas condiciones. Si tomamos en cuenta que soy el tipo que bautizó la puta banda, que hizo las canciones –tanto las melodías como las letras–, que armó el discurso público sin preguntarle a nadie… Porque yo no consultaba antes de hablar. Todos los reportajes que hice, los hice diciendo lo que pensaba yo. En muchos casos a disgusto de Skay y de Poli, que en una época, por ejemplo, sentían mucha simpatía por el menemismo. Y yo no me lo bancaba».
El análisis disco por disco resulta revelador para el melómano. De Gulp! a El ruiseñor, el amor y la muerte, Solari da pistas de significados e influjos musicales y despeja malentendidos. También se disfruta una arista ausente en su temperamento público: la ternura, en este caso, de padre tardío. A propósito de El tesoro de los inocentes, de las causas de ese título, dice: «La experiencia como padre de Bruno fue esencial. Me fascinaba advertir la forma en que lo miraba todo como si todo fuese nuevo. En esa ingenuidad tan linda con la que venimos al mundo cabe el universo entero, es una inocencia que nos conecta con todo y con todos. Por eso me gustó siempre ese pensamiento de Henri Michaux: “A los 8 años, Luis XIII hace un dibujo muy parecido al del hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los 8, Luis tiene la edad de la humanidad, más o menos 250.000 años. Unos años después solo tiene 31 y es apenas el rey de Francia”».
El Indio Solari dice que dijo Salvador Dalí: «La diferencia entre los recuerdos verdaderos y los falsos es la misma que en materia de joyas: las falsas son precisamente las que parecen más reales, las que brillan más». Por eso suena tan verdadero cuando señala: «La gente dice que no importa que cante parado, pero a mí me importa. Tengo una edad como aquella a la que se refería Ian Anderson en la canción de Jethro Tull: “Demasiado joven para morir; demasiado viejo para el rock and roll”. Porque además tengo una enfermedad invalidante para un tipo que no hace boleros ni tangos».
El Indio Solari tatuó de un modo definitivo la cultura popular de los últimos 40 años. Es el rostro del fenómeno masivo más extraordinario del rock argentino, que se continuó naturalmente en su carrera solista. Harto de tanto run run a su alrededor («de tanto meloneo», diría él), tiró esta botella al mar con su verdad. Aunque mientan un poco, sus recuerdos son deliciosos e imprescindibles para completar un rompecabezas en el que los silencios fueron determinantes para tanta mitología

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