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Palabras a trasluz

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Osvaldo Aguirre

La escritora desmenuza los puntos medulares de su obra, que cuestiona el sentido común e indaga en la voz de las mujeres y los mecanismos del poder.

Fotos: 3Estudio/Juan Quiles

Escribo sin mapas, sin saber hacia dónde enfila la historia», dice Luisa Valenzuela. Esa especie de disposición hacia lo inesperado parece una de las claves en su obra, que se ubica entre las más importantes y celebradas en la literatura argentina contemporánea. La diversidad de sus formas –publicó novelas, cuentos, fábulas, ensayos y microrrelatos– se corresponde con la amplitud de sus indagaciones en los mecanismos del poder, la historia política, la voz de las mujeres. Y encuentra un sentido de unidad en la interrogación y el cuestionamiento de los conceptos adquiridos y el sentido común, «incluso de mis propias ideas», según aclara la escritora.
Entre 2020 y este año Valenzuela reeditó la novela El Mañana, sobre un grupo de escritoras que son falsamente acusadas de terroristas, confinadas y borradas del mapa literario; y Cuentos de Hades, relectura de relatos tradicionales de Charles Perrault. «La narrativa tiene una lógica interna, propia, que solo se percibe al avanzar», señala. «Me llevó siete años completar El Mañana, y cuando apareció en 2010 yo estaba internada con una meningoencefalitis culpa del otro Sars y no quise ni verla; la reedición, diez años después, me la devolvió, para mi felicidad y sorpresa, como si fuera una novela nueva y muy actual».
–Lo indecible, lo que escapa al lenguaje, está señalado en la novela desde el principio y es recurrente en tu obra. ¿Cómo lo entendés?
–Lo no dicho expresa mucho más que lo dicho, por eso apuesto a la exploración dentro de la escritura misma. Creo que desde que empecé a escribir ficción hice mío sin saberlo un dicho de Martín Fierro: «Algún día hemos de llegar/ después sabremos a dónde». En general el disparador para una novela suele ser una frase, una idea difusa o una pregunta. El Mañana, en tanto novela de conjeturas, casi un thriller, indaga sobre la esencia del lenguaje desde el lugar de la mujer. Este año Interzona publicará mi nueva novela, Fiscal muere, en la que se conjugan dos historias, siendo la principal un policial sui generis que fagocita a la otra en un juego de espejos. La historia de base me llegó como un destello, una especie de revelación gracias al excomisario Masachesi, personaje nacido poco tiempo atrás en un cuento. Y fue Masachesi quien una mañana de junio entrevió la trama que devela la verdad de cierta muerte controversial. La verdad ficcional, claro está, es mucho más lógica que otras. Lo que indirectamente estoy proponiendo, como suele surgir en mis textos, es un ejercicio de pensamiento lateral. En los Cuentos de Hades, por ejemplo, exploré la historia oculta de los clásicos de la literatura oral que Charles Perrault contaminó con el sello patriarcal en el siglo XVI.
–En tu versión de esos clásicos, Caperucita no le tiene miedo al lobo. Y hay una seducción mutua en el bosque.
–Más que seducción se trata de una integración. Porque el lobo representaría la sombra, el oscuro deseo, lo que tratamos de eludir pero más vale asumir si pretendemos convertirnos en un ser humano íntegro, aspiración que les estaba vedada a las mujeres. Mi cuento «Si esto es la vida yo soy Caperucita Roja» va trazando el camino de la niña púber hacia la abuelez, con el lobo, es decir el deseo y la tentación, siempre al acecho. Y cuando por fin la niña ya adulta y agotada llega a su meta, la cabaña de la abuela, los tres protagonistas se engullen entre sí. Y Caperucita, la abuela y el lobo acaban configurando una misma persona, íntegra. Mis Cuentos de Hades, no de hadas, por cierto, buscan la desarticulación de los mandatos y de las ideas preconcebidas. Me encantó publicarlos, en esta edición, junto con ensayos de autores y autoras de primera línea, Margo Glantz, Leopoldo Brizuela, Francisca Noguerol, María Emilia Fancignoni, entre otros, que abren nuevas y muy diversas perspectivas sobre esas historias.
–¿Qué entendés por «el lado oscuro», como aparece a veces formulado, y qué hace al respecto la literatura?
–El lado oscuro es aquello que preferiríamos ignorar pero nos acecha con saña. La literatura nos invita a mirarlo de frente, a nombrar y aceptar el deseo. Nos abre perspectivas impensadas, nos despierta a la empatía. La literatura brinda un espacio para explorar los mundos de lo indecible, de lo casi inefable, porque su trabajo consiste en derivar sentido y se ejerce dentro del lenguaje, que dice mucho más de lo que aparenta decir. Más que sobreentendidos o connotaciones se trata de ver las palabras a trasluz.
–Otros personajes de los Cuentos de Hades son la Bella Durmiente y Barba Azul. ¿Qué representan?
–Mi minirelato del príncipe que practica el beso que despierta cobró vigencia con la absurda polémica acerca del beso no consensuado a Blancanieves. Eso me causó mucha gracia. Y ni hablar del beso a la Bella Durmiente después de cien años de sueño. El príncipe de mi historia quiere despertar a la princesa, pero no demasiado, no sea cosa que la princesa despierte del todo y decida sentar sus reales y reclamar sus derechos. Es un tema que, vistos los frecuentes femicidios, resulta atrozmente esclarecedor. Por su parte «La llave» es el cuento más político de la serie, y ahí es donde más me diferencio de otras versiones de la fábula de Barba Azul que condena la curiosidad en las mujeres. Porque si la leés bien, solo la curiosidad salva. Resulta emocionalmente peligrosísimo vivir en un castillo donde hay un cuarto, por más ínfimo, escondido y prohibido que sea, y aunque ignores su existencia, donde cuelgan mujeres degolladas por el dueño de casa. Como sería muy inquietante vivir en un país donde hay 30.000 desaparecidos políticos si se acepta olvidar las atrocidades y desconocer culpas, culpables y silencios culposos.


–A propósito de la política, el tema del poder es una preocupación central en tu escritura. ¿Por qué?
–Como mujer nacida muchas décadas atrás, el tema del poder no solo me estaba vedado, me resultaba incomprensible. Quizá por eso me largué a explorar eso del poder desde lo más profundo, lo más loco y mesiánico. Me resultó vital escribir sobre el poder de vida y muerte que ejercían con suma precisión y deleite los actuantes, militares o no, durante los años de plomo, cosa que hice en Cambio de armas, y más adelante, en 1981, sobre el poder omnímodo, total, absoluto, que es al que aspira el Brujo, López Rega, en Cola de lagartija. Un personaje siniestro que vuelve a aparecer en mi novela La máscara sarda, el profundo secreto de Perón.
–¿Qué significado tienen las máscaras desde tu punto de vista?
–Siempre me pensé una saltimbanqui. Ahora entiendo que desde muy joven las máscaras han sido como un símbolo de mi vida, un hilo conductor que va dándole consistencia a mi gitanería. Y ese hilo conductor en mi obra escrita es un trabajo a fondo con el lenguaje, que revela a la vez que oculta, como la máscara. Recordemos la frase de Oscar Wilde: «El hombre es menos él mismo cuando habla de su persona. Dale una máscara y te dirá la verdad». Es el doble juego del ocultamiento revelador lo que me interesa explorar en la forma de abordar las historias. Sin pretensión de descubrir algo concreto, por esto mismo persisto y sigo escribiendo, llena de entusiasmo en pos de lo inalcanzable. Una gitanería del pensamiento.
–¿La literatura también es una máscara?
–El lenguaje es una máscara, sin dudas. Esa es una de las preguntas de El Mañana: ¿cuál es la voz humana? El llanto, la risa, algunas onomatopeyas podrían ser restringidas formas de la voz humana. Pero el lenguaje no es la voz humana, es algo adquirido, desarrollado en el tiempo, que usamos para cubrirnos de esa intemperie absoluta que sería nuestra inarticulada voz. El ser humano habla, pero lo maravilloso del lenguaje es que se nos va de las manos y dice mucho más de lo que pretendemos decir. Basta con leer a fondo los titulares de los diarios hegemónicos para entenderlo.

–¿Por qué te pensabas una saltimbanqui? Esa también puede ser una máscara.
–La conciencia de la máscara más bien me salvó de esa molestia, porque yo creía avanzar a salto de mata puesto que mis novelas son muy diferentes entre sí. Hasta que comprendí lo de la máscara y el lenguaje, la diversidad de las «máscaras», entre comillas, para hurgar en todo aquello que no sabemos que sabemos, para pensar fuera del camino trillado. En La máscara sarda conté con lógica incuestionable cómo un campesino inmigrante pudo haberse transformado en Perón, más allá de las explicaciones dadas por diversos escritores italianos, aunque en verdad no lo creo y al final ni la novela lo acepta. Con mi nueva novela sobre la muerte del fiscal Nisman tampoco creo que sea necesariamente acertada la teoría que propone mi personaje, pero es plausible y da que pensar. Hay situaciones muy disparatadas en la realidad que necesitarían de una buena novelista para armarles una trama coherente.
El microrrelato es otro de tus intereses. ¿Qué es lo que te atrae de esa forma?
–Los buenos microrrelatos son como maquinitas de generar pensamiento. Con cinco palabras, diez, veinte, doscientas, cuentan una historia enorme con la cual podés seguir tejiendo argumentos y hallazgos. «El dinosaurio», de Augusto Monterroso, dice así: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Estas nueve palabras contando el título dieron lugar a un libro de 140 páginas de comentarios, críticas y nuevas creaciones dinosáuricas. Y hay mucho más, no creo que exista micronarrador de habla hispana que no haya escrito por lo menos un dinosaurio propio. Para escribir microrrelatos se requiere una precisión quirúrgica hasta en el menor signo de puntuación. Al ir componiendo mi ABC de las microfábulas, pequeñas piezas literarias que responden a una misma letra, me sentí a mis anchas en el lenguaje, esa casa del ser según Heidegger. Es que allí nos hemos instalado, escritoras y escritores, para hurgar sus misterios, para asomarnos al cuartito de Barba Azul habiendo aprendido que la curiosidad es el camino a nuevos e insospechados descubrimientos. Y a nuevas y más variadas ficciones.

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